Carlos Marx
Lo que llaman
«Socialismo» no es más que esclavismo monopolista de Estado
Un fragmento del libro de Ariel Hidalgo Mas Allá de Marx, publicado este año por la editora española Apeiron Ediciones
El sistema social que se instauró en la Unión Soviética y otros países del mundo, incluyendo a Cuba, no tuvo nada que ver con el socialismo que concibieron intelectuales revolucionarios del siglo XIX. Todos ellos, incluyendo a Marx, concibieron teóricamente una sociedad sin explotación del hombre por el hombre, donde todos los medios de producción pertenecieran realmente a los trabajadores, no donde el Estado lo acaparara todo. Lo que terminó imponiéndose, algunos politólogos lo llaman “capitalismo monopolista de Estado”, pero en realidad no tiene nada que ver con capitalismo sino con una nueva modalidad de esclavitud generalizada: el esclavismo monopolista de Estado. A continuación, sobre el tema:
A ese régimen que Martí llamara “funcionarismo autocrático”, sus líderes lo llamarían “socialismo real”, y otros emplearían el término más popularizado de “comunismo” por haber sido impuesto por los llamados “partidos comunistas”. Pero algunos intelectuales lo calificarían de “capitalismo de Estado”, porque consideraban que de socialismo solo tenía el nombre, por tratarse de un monopolio de Estado absoluto y centralizado que, incluso en sus inicios, había sido financiado por los grandes varones de la banca internacional, como los Rothschild, los Morgan y los Warburg. En el siglo XIX se había ido produciendo en el mundo occidental un desarrollo de esos grandes monopolios donde los bancos tenían un papel preponderante, porque de ellos dependía el financiamiento de las demás empresas.
Pero para que ese poder fuera completo, necesitaban, no sólo contar con el respaldo del Estado, sino, además, controlarlo integrándolo en un monopolio absoluto. ¿Y cuál es la diferencia entre un sistema en que los monopolios absorban al Estado y otro donde sea el Estado el que absorba a los monopolios? El resultado era el mismo.
Con la bandera del marxismo, impusieron, no ya el socialismo, sino regímenes totalitarios, al expropiar todos los medios de producción en nombre de los trabajadores y del pueblo en los países donde se impusieron, pero sin empoderar a esos trabajadores, y así imponer un monopolio absoluto[2].
Lo que surgió de ahí, finalmente, fue el “funcionarismo autocrático” que el filósofo inglés Herbert Spencer y el cubano José Martí, más de un cuarto de siglo antes de que surgiera, y un año después de la muerte de Marx, habían alertado en sus escritos con el mismo título: “La Futura Esclavitud”. Spencer lo definió como “despotismo de una burocracia organizada y centralizada”, y según Martí, el proletariado solo cambiaría de amo: “De ser esclavo de los capitalistas, como se llama ahora, iría a ser esclavo de los funcionarios”, advertía.
Sin embargo, como veremos, tal sistema se distancia del clásico capitalismo y establece sus propias relaciones de producción.
Para Marx las relaciones de producción eran las relaciones económicas que se establecían entre el trabajador explotado y el propietario explotador, y tenían mucho que ver con el tipo de propiedad que predominara en una sociedad. Según él, las dos condiciones requeridas para que existieran las relaciones de producción capitalistas, eran que el trabajador fuese “libre de medios de producción y libre de vender su fuerza de trabajo”.
Al principio yo había interpretado este pasaje como una ironía de Marx, pero luego entendí que se refería al período previo al nacimiento de ese sistema, a fines del Medioevo. Por entonces los siervos no eran libres de abandonar el feudo para convertirse en asalariados, y los artesanos de los burgos, al contar con sus propios medios de producción, no tenían necesidad de pedir empleo a nadie. Pero aquellos que no eran ni una cosa ni la otra y que vivían de la limosna o del robo, muy numerosos en aquella época, no estaban sujetos a señor alguno, pero tampoco contaban con instrumentos propios para ganarse la vida. Lo único que tenían era su fuerza de trabajo, por lo que ofrecían a los propietarios de los talleres manufactureros, esa capacidad a cambio de dinero, o sea, vendían su mano de obra. De ahí que luego, los partidos comunistas acusaran a los regímenes capitalistas por cosificar a los trabajadores convirtiéndolos en mercancía.
La crítica de Marx al sistema salarial en el capitalismo en cuanto a que el salario es una expresión del valor de la fuerza de trabajo, lo cual significaría la mercantilización de la mano de obra, había sido un argumento usado mucho por los partidos comunistas contra el sistema capitalista, sobre todo antes de llegar al poder, que el capital rebajaba al ser humano a una mera mercancía. Pero una vez que alcanzaron ese poder, no dudaron en mantener ese sistema. Y cuando algunos de sus adversarios han usado contra ellos el mismo argumento, que la fuerza de trabajo ha seguido siendo una mercancía, responden que ahora el salario no tiene ya el mismo significado, que la mano de obra dejó de ser una mercancía porque ya todos los medios de producción pertenecían a los trabajadores.
Debo confesar que por primera vez estoy de acuerdo con ellos: la mano de obra deja de ser una mercancía, pero no por la razón que ellos aducen. En el capitalismo el trabajador es libre de vender su fuerza de trabajo al mejor postor, mientras que la condición de la mano de obra del trabajador en estos regímenes es mucho peor, porque en un régimen totalitario donde el Estado es el único dueño de medios de producción, el trabajador ya no es libre de vender su fuerza de trabajo sino que está obligado a entregarla, no sólo forzado por la necesidad de supervivencia sino también por la coacción física, a ese único propietario que también controla, centralizadamente, todos los poderes, el ejecutivo, el legislativo, el judicial e incluso la prensa. El Estado, por tanto, no compra esa fuerza de trabajo, sino que dispone de ella como si fuera suya.Como había vaticinado Martí en su mencionado artículo (La futura esclavitud), el asalariado “tendría que trabajar entonces en la medida, por el tiempo y en la labor que pluguiese al Estado asignarle”. Es decir, la fuerza de trabajo deja de ser una mercancía para convertirse en una mano de obra esclava, pues el trabajador ya no vende su mano de obra en un mercado libre, sino que está sometida de pies y mano completamente a ese patrón absoluto que impone, por la fuerza, el precio de esa fuerza de trabajo. En los gastos de inversión, el salario está destinado al mantenimiento y conservación de esos “instrumentos”.
El obrero queda reducido, así, a una pieza más, una mera tuerca de la maquinaria productiva del Estado.
La parte de responsabilidad de Marx fue haber dejado en su teoría de la revolución, el punto flaco, el pasaje ambiguo que permitió en la práctica, desviar el proceso revolucionario por el camino de la traición. En realidad, a pesar de sus discrepancias con Proudhon y con Bakunin, Marx tenía mucho en común con el ideal ácrata. Para él, el objetivo final del proceso revolucionario era la disolución del Estado. Sin embargo, consideraba que, inicialmente, un Estado obrero o revolucionario era necesario como instrumento para expropiar a capitalistas y terratenientes, las empresas o medios de producción que luego debían pasar a manos de los trabajadores, es decir, primero expropiar a las clases explotadoras y luego empoderar a las clases explotadas. No contaba con que una vez que los medios de producción pasaran a manos del Estado, la fórmula de expropiar para después empoderar se redujera solo a expropiar, pero no empoderar. Y también se negó a escuchar las advertencias de Bakunin de que esos representantes del pueblo en el poder, “tan pronto se conviertan en gobernantes… desde ese momento no representan al pueblo, sino a sí mismos y a su propia ambición de gobernar al pueblo”. El Estado dejaría de representar a los trabajadores para inclinarse a favor del nuevo sector que ahora controlaría directamente esos medios, la propia burocracia estatal convertida en una nueva clase explotadora.
Pero se trataría, entonces, de un pequeño grupo en la cúpula del Estado intentando dirigir a decena de miles de directores de empresas, lo cual viola un principio fundamental económico de la administración de empresas: Cuanto más grande sea un organismo, un país o una empresa, más difícil será controlarlo[3]. Esos burócratas designados desde la cúpula del Partido-Estado, no por su capacidad sino generalmente por confiabilidad política, no son oficialmente dueños de los medios de producción, y sin embargo controlan la producción y los medios de producción, manejan la contabilidad, realizan los cálculos y distribuyen los productos asignados por el Estado, así como los recursos propios de la empresa, por lo que contarán con suficiente poder para apropiarse en beneficio personal, de parte de estos recursos. Esto genera una contradicción entre propiedad estatal y apropiación privada. La burocracia usa los recursos como si fueran suyos y los derrocha como si fueran ajenos. Por tal razón, tal sistema económico llevaba en sí mismo el germen de su propia destrucción, pues no existe incentivo productivo, ni en los asalariados ni en los controladores.
Así, el Estado se había convertido en una especie de Doctor Frankenstein que engendró a un monstruo que luego ni él mismo podría controlar.
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