Por Ramón Fernández Larrea
La última vez que Jorgito León vio un bisté fue hace dos años, en una película, y su mamá tuvo que explicarle, con mucho detenimiento, usando viejas fotos y el esquema de una vaca, qué cosa era y para qué servía ese animal tan bonito y con tarros. Jorgito está a punto de cumplir siete años y muy pronto olvidará también qué cosa es la leche. Su mamá tuvo cuidado, frente al mapa del rumiante, de no mencionar que salía de las ubres.
Cuando pregunta qué cosa es “soberanía alimentaria”, término que ha escuchado varias veces en la televisión en boca de un gordo que dicen que es primer ministro, su padre le aclara que debe ser algo así como que los cubanos se coman los unos a los otros, sin que intervengan los yanquis ni la CIA, es decir, los enemigos. Entonces Jorgito aprovecha e inquiere si los enemigos se comen. Es el momento en el que todos se miran a ver quién se atreve a contestarle al niño, hasta que el abuelo le suelta lo de siempre: que no sabe si se comen, pero que sí comen, y que posiblemente por eso es el enemigo.
La muestra de que el abuelo está senil es que tras ese argumento peligroso suelta otro que le encantaría a la izquierda mundial, porque el viejo afirma que hay que destruir de una vez el capitalismo que nos habituó a comer todos los días. Pero fue el propio abuelo quien le describió cómo era exactamente una vaca, sus costumbres, sus hábitos alimenticios y hasta le enseñó varias canciones que mencionaban a ese mamífero, no sin antes advertirle que no se atreviera a cantarlas o a nombrar al animal en público.
La familia se dio cuenta de que la salud mental del abuelo de Jorgito iba barranca abajo y sin freno, como la puerca de Casimiro, porque, cuando escuchaba alguna palabra que comenzaba con B, gritaba automáticamente, como si fuera un juego, “bisté”, y a continuación se ponía de pie y comenzaba a dar vivas a “la Revolución” y a gritar que él era Fidel. A un vecino se le ocurrió la mala idea de empezar a decirle al viejo “Termoeléctrica Guiteras”, por la frecuencia con que se iba del aire.
Uno de los pocos días en que el abuelo estaba sereno y claro, Jorgito le preguntó por qué él decía que era Fidel. Y el viejo, arrugando mucho los ojos y esbozando una sonrisa en su boca ya sin dientes le contestó: “Porque es la única forma de empatarme con un bisté”.
Un día el abuelo sorprendió a todos en plena madrugada gritando la palabra “fibra” y luego “proteína” y se lanzó a bailar con desenfreno haciendo extraños giros. Cuando se detenía, volteaba la cabeza y mugía. Y quiso hacerle la inseminación artificial a cuanta mujer le pasaba por delante, y solo fue posible calmarlo poniéndolo a pastar en el patio, debajo de un cartel con grandes letras rojas que rezaba: “Aquí defendemos la soberanía alimenticia”, que ya para entonces el anciano creía que era un logro de los mambises. Por eso junto al letrero había pintado a varios próceres, Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Perucho Figueredo, Maceo y Máximo Gómez, mofletudos, muy colorados y con sobrepeso.
Su primito Yuri, hijo de un exaltado dirigente provincial del ministerio del azúcar, hoy tronado, le contó bajito a Jorgito que la “soberanía alimentaria”, según su papá Melchor (al que en la familia le dijeron siempre Malechor) era tomar por las armas una tienda en MLC y defenderla con uñas y dientes, al precio que fuera necesario, o hasta que se acabara todo lo comestible y bebestible que hubiese dentro.
Cuando mejoró un poco el veterano, Jorgito León comenzó a acompañarlo en las tardes, y con él aprendió lo disparatado que era aquel país donde le había tocado nacer y vivir. Fue la época en la que el viejo se plantaba cada tarde frente al televisor para darle seguimiento al extraño interés que estaba dando a la ganadería el Puesto a Dedo Narizón, ya que se preparaban condiciones para el anteproyecto de Ley de Ganadería y el abuelo suponía que, si se aprobara algo así, las vacas estarían otra vez dentro de la ley.
Jorgito estaba confundido, muy confundido. Llegó a pensar que vacas, toros y terneros eran animales mitológicos. Y hasta el jefe del Sector de la Policía, que a cada rato los visitaba para oler el ambiente y comprobar si había café de contrabando, dijo una tarde que en Cuba nunca hubo jirafas en el zoológico ni vacas en los campos. Que esa idea la había sembrado el enemigo (los que comían) mediante hologramas muy modernos y que los fragmentos de documentales donde el compañero Fidel hablaba de que Cuba inundaría de leche a Holanda y de carne a los Estados Unidos habían sido grabados por un doble para dañar la firmeza revolucionaria.
Pero a la familia le quedaban dudas. En viejas revistas y en noticieros Icaic aparecían vaquerías llenas de ganado. Y algunos recordaban el nombre de Ubre Blanca, la vaca mártir. Pero, según el policía, no eran mamíferos reales. En algunos casos se trataba de miembros del Ministerio del Interior disfrazados de vacas, hecho bastante común cuando nos visitaba alguna delegación extranjera.
No obstante, el abuelo había llenado una caja con recortes de prensa que Jorgito revisaba con cierto morbo, sobre todo lo de la ley de ganadería, que el anciano había marcado con colores. Allí había leído que “El Anteproyecto da poder al Gobierno para decidir quién puede o no ser ganadero según unas 'condiciones requeridas de manejo adecuado de los animales, alimentación, agua y bioseguridad' que decidirá el Estado, y los que prosperen mucho quedan advertidos de que tendrán que "vender el ganado que exceda las capacidades reguladas por la autoridad sanitaria”.
El abuelo no entendía el lenguaje burocrático de esas publicaciones y Jorgito tampoco. Solo que de nuevo el gobierno planeaba “tumbarle” el ganado a los que creyeran ser dueños. Revisaban aquellas notas los dos, porque al leer llegaban a sentir el olor de la carne friéndose con cebollitas. Pero, aunque aquel anteproyecto daba ciertas, pocas esperanzas, abuelo y nieto encontraban escollos nebulosos como estos: “Sobre los delitos contra el ganado, los productores opinaron que no se actúa lo suficiente contra los delincuentes, mientras los dueños muchas veces son responsabilizados por las pérdidas y los sacrificios ilegales”. Un testimonio aclaraba esto: “Cerca de mi casa un compañero cogió a uno que le estaba matando la vaca, y la cosa fue a tal punto que quien salió acusado fue el dueño de la vaca”.
Unas estadísticas cambiaron la vida de Jorgito y de su abuelo, y los hicieron mucho más cercanos. Cada mañana leían y releían estos datos: “El rebaño vacuno ha tenido una tendencia desfavorable, fundamentalmente por la alta mortalidad, el hurto y sacrificio ilegal, los bajos niveles de natalidad y el descontrol de la masa”.
A partir de entonces se levantaban de madrugada para conspirar y llevar a cabo su plan: criar clandestinamente una vaca debajo de la cama.