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La comida es uno de los elementos medulares de la cotidianidad cubana. Los isleños dedican mucha energía, tiempo y creatividad en buscar qué comer hoy, mañana, la semana que viene o el mes próximo. Es, también, de los temas más presentes en el lenguaje popular.
Food Monitor Program realiza inventarios de vocablos cubanos sobre la comida. Mediante un grupo de encuestas a lo largo de la isla y entrevistas virtuales recaba locuciones, frases y refranes en torno al imaginario alimentario; la mayoría han surgido a raíz de cambios en las políticas administrativas y de las agudas crisis alimentarias, típicas desde hace años en el país.
Existen dos direcciones, a menudo mezcladas, que hacen referencia al lenguaje relacionado con la comida en Cuba. Primero, hay una influencia «desde arriba» que parte del discurso político y el lenguaje de la oficialidad. Aborda, entre otros, el desabastecimiento, las medidas económicas, las modificaciones en los sistemas de entrega, las políticas de racionamiento. La segunda dirección es la reacción «desde abajo», conformada por la crítica, sátira o consentimiento a ese discurso oficial, a las carencias y al estrés, lo que ha generado un lenguaje subrepticio del mercado negro y otras modificaciones de la jerga que nombran prejuicios, estereotipos y apetencias vinculadas con la alimentación.
Tras más de seis décadas, el discurso político ha modificado el habla y el repertorio devenido de la influencia interviene en la búsqueda y adquisición de productos alimenticios, en las maneras de elaborarlos, hasta en las formas de distribuirlos, servirlos y describirlos.
Bajo la sombrilla estatal surgió la nomenclatura de los productos normados, los cuales pueden ser subsidiados, liberados, regulados o controlados. Un oído no entrenado en las políticas del racionamiento jamás reconocería las frases: «picadillo extendido», «pollo por pescado», «novena de carne», «picadillo de niño», «masa cárnica». Por décadas se han naturalizado ejercicios como «sacar los mandados de la bodega», «coger el pan», «renovar la dieta», «buscar los donativos», «hacer la cola».
Los términos relacionados con la comida están muy presentes en el imaginario social cubano. Reciben numerosas acepciones y son protagonistas de chistes, bromas y otras formas de expresión popular. El cubano no cocina, prepara «el pasto», «la jama», «da la papa a los niños», «sale a luchar» o a «buscar el pan». Un cubano no tiene hambre, «está partío», «tiene canina», «tiene un hambre que no la brinca un chivo», «tiene un concierto de violines en la barriga». Cuando no encuentra nada que comer el cubano «pasa el día en blanco» o «está fuera del caldero».
Surgen, además, reapropiaciones desde la clasificación oficial que son gestionadas luego en el contexto popular. Por ejemplo, la carne elaborada en establecimientos estatales a partir de una mezcla de derivados cárnicos para la confección de croquetas, embutidos y picadillos fue por mucho tiempo renombrada popularmente como «carne de ave(rigua)» u OCNI: «Objeto Comestible No Identificado». La tendencia tiene mucho que ver con la ausencia de inocuidad alimentaria en un sistema de racionamiento que hace entregas a granel sin especificar los ingredientes, la procedencia o fecha de caducidad de los productos.
Existen términos cuyo uso activo ha desaparecido, pero que continúan ocupando un lugar importante en la memoria alimentaria. Es el caso de los productos que aparecieron en medio de la crisis económica de los noventa. Debido a las políticas alimentarias impositivas del Gobierno, algunos productos fueron objeto de rechazo y se les consideró símbolos de precariedad.
Durante el Período Especial uno de los recursos más comunes para el desayuno familiar fue el Cerelac, un batido de consistencia grumosa y fuerte sabor. Terminó por ser el protagonista de chistes, ironías y hasta parodias musicales.
Para el periodista Gilberto Dihigo, el Cerelac es «una mala palabra hecha de harina de cereales y trazas de leche en polvo, según aseguraba el régimen para convencer a los viejitos que lo tomaban como un purgante todas las mañana en su desayuno».
Otros alimentos son productos de una asociación similar, pero desde el afecto, en especial aquellos que han tomado su nombre de algunas marcas anteriores a 1959: Peters para las tabletas de chocolate, Spam para la carne prensada, Quaker para la avena o Chiclets para la goma de mascar.
Los contratos comerciales y los acuerdos políticos que el Estado ha establecido también modifican la práctica culinaria y el lenguaje. Por ejemplo, cuando aún no se había derrumbado el campo socialista muchos de los productos nacionales fueron relegados por otros de importación soviética. De tal modo, en Cuba se consumían grosellas búlgaras, dátiles centroasiáticos o la llamada carne rusa (como se conocería popularmente) que reemplazó al producto conocido como Spam, de la marca estadounidense Hormel Foods.
La carne rusa pasó a ser primordial para la elaboración de diversos platos en la cocina de resiliencia cubana como pastas de bocadito, sucedáneos de filetes o hamburguesas, componente de croquetas, albóndigas y más. Al respecto, la bloguera cubana Verónica Cervera, autora del blog La cocina de Vero, explicó en una entrevista publicada en Hypermedia Magazine: «Recuerdo que mi mamá adobaba la carne rusa con limón, comino y ajo, la dejaba reposar de un día para otro y luego la cocinaba en sofrito. La comíamos con arroz, viandas y ensalada, como en la típica completa cubana. O bien la usábamos para hacer papas rellenas o, sencillamente, la comíamos con pan».
El Gobierno también ha renombrado preparaciones culinarias cubanas prerrevolucionarias. Alimentos tradicionales como el ajiaco cubano, una sopa espesa que mezcla carnes y viandas, fue refundada como la caldosa (un plato para homenajear el aniversario de los Comités de Defensa de la Revolución (CDR) los 28 de septiembre de cada año).
El plato en cuestión pasó de ser el ejemplo de la mixtura gastronómica e identitaria de la isla, conformada por migraciones africanas, asiáticas y europeas, a la receta anual de la organización de masas más populosa del proceso político revolucionario. En el libro Nuestra Hambre en La Habana, el escritor cubano Enrique del Risco rememora:
«Esa noche preparaban la famosa caldosa cederista, un mejunje que imitaba al ajiaco de toda la vida, pero con menos ingredientes. Los vecinos acudían con algún tipo de cacharro en la mano hasta el caldero enorme donde se cocía la caldosa para asegurarse un poco de aquel brebaje. Lo que intentaba ser una fiesta se convertía en comida de beneficencia para los menesterosos locales, que éramos todo».
Junto al reemplazo y la reapropiación de términos en la memoria alimentaria existen otros que parecieran tener un significado cotidiano, pero detrás de los cuales se esconden realidades más graves. Es el caso de la jaba, referencia a cualquier bolsa de tela o nylon con asas, pero que en la isla es un artefacto cotidiano para transportar el pan y otros productos. Además, la jaba o el saco, como también se le denomina, está presente para muchas familias como el conjunto de alimentos que entregan cada 30 o 45 días a sus parientes presos.
El régimen carcelario en Cuba no ofrece una alimentación balanceada y, por lo general, la que reciben los reos es de muy mala calidad. La jaba suele contener alimentos imperecederos como galletas, palitroques y otros productos elaborados con harina, así como azúcar, café, aceite, condimentos, siropes, mayonesa y confituras. También es producto de trueques, y con sus ingredientes suelen pagarse servicios y favores. Es objeto a veces de medidas disciplinarias, mediante las cuales puede ser prohibida o confiscada.
Así mismo, el desabastecimiento y la crisis alimentaria dan paso a otros fenómenos sociales. Durante el Período Especial un indicio común de evasión de la realidad fue el aumento del consumo de alcohol, según indica una investigación académica de 1993 titulada «Estudio de casos y controles de la neuropatía óptica epidémica de Cuba».
Hubo variaciones en las formas de nombrar al alcohol no refinado que se producía de forma artesanal: «espérame en el suelo», «duérmete mi niño», «matafriki», «alcoholite», «gato prieto», «el hombre y la tierra», «azuquín», «gualfarina», «michiflín», «carta candil», «vampisol», «paticruzaó». El estado de embriaguez («curda», «prende», «embombe», «nota»; «peo» o «jaladera») también podía asegurarse a partir de la ingesta excesiva de alcohol vendido a granel en bodegas estatales, al que se le denominaba «caballo blanco», «líquido de freno», «sudor de tigre» o «chispae´tren».
Otro fenómeno que debe su surgimiento al desabastecimiento y que ha ganado presencia en el vocabulario cotidiano de la isla es la acción de «hacer cola»; un universo muy particular al que lamentablemente muchos cubanos destinan la mayor parte de su día. Durante los últimos años, el Gobierno creó una figura estatal para los inspectores del «grupo de lucha contra coleros», especie de burócratas que controlan la compra individual y racionada a partir de documentación personal. El «colero» es otra figura representativa de las colas, se dedica a hacer la fila con anticipación para tomar puestos ventajosos y luego revender los turnos a otras personas. Siempre quedará la opción de «colarse», término que indica la acción de adelantar el turno, ubicarse en un sitio aventajado diferente al que le toca a la persona o al «colado».
La manera en que hablamos y nos expresamos nos identifica. El lenguaje enriquece o limita nuestra información, ayuda a negociar la política en términos cotidianos, pero también reduce y naturaliza acciones y medidas que el poder dicta. El lenguaje ha sido uno de los constructos que más ha modificado el Gobierno cubano. Ha resemantizado conceptos como «gusanos», «escoria» y «partes blandas» y ha criminalizado conductas que disienten de la narrativa gubernamental. Sin dudas, el lenguaje sobre la comida también tiene consecuencias en el patrimonio y la memoria alimentaria de la nación.
FUENTE: elTOQUE