El 4 de julio del nacimiento de Estados Unidos de América. Odiados y envidiados, pero nunca asustados, mucho menos derrotados.
Sobran energúmenos quemando banderas americanas o imágenes del Tío Sam, muchas veces creyendo lo que les dicen líderes de pacotilla, o sin saber por qué. Sin embargo, no es fácil encontrar idiotas quemando billetes de veinte dólares o visas de entrada a esta gran nación. Ni siquiera en América Latina, donde el antiimperialismo, junto con la corrupción y la envidia, son deportes nacionales.
240 años de la única revolución verdaderamente victoriosa en el mundo, sin Saturnos que hayan devorado a sus hijos. Donde cada generación vive mejor y más plenamente que la anterior. Y ofreciendo cada vez más y mejores condiciones de vida a sus ciudadanos, sin necesidad de guillotinas, paredones de fusilamiento, delatores, paramilitares, turbas o nomenklaturas.
Un dato muy sencillo explica muchas cosas y destroza cuanto mito “revolucionario” pulule entre miserias humanas, viudas de Marx y Lenin, y frustraciones de sietemesinos: en 240 años de Estados Unidos de América —sí, americanos, que así nos llamamos— solamente cuatro miserables han sido sentenciados por “traición a la patria”. ¿Qué otra revolución en el mundo y en la historia puede mostrar un record similar?
¿Nación perfecta? ¡Claro que no! Desde haber nacido proclamando el derecho de todas las personas —menos los negros esclavos— a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, hasta necesitar cien años después de una guerra civil que abolió la esclavitud para que personas de la raza negra pudieran tomar agua en los mismos bebederos que los blancos, sentarse en cualquier asiento en un ómnibus sin necesidad de humillarse, asistir a las mismas escuelas con las mismas oportunidades, o aspirar en igualdad de condiciones a los cargos electivos, incluso el de Presidente del país.
Nos odian. Nos atacan. Nos insultan. Nos disparan. Nos ponen bombas. Nos masacran. Cada vez que pueden. En negocios, maratones, bases militares, buques, clubes nocturnos, fiestas navideñas, cines, donde sea. Nos culpan de todos los males provocados por inmorales dirigentes en otros países. Sin embargo, en el fondo nos envidian. Por nuestras libertades, nuestra igualdad, nuestra democracia, nuestras riquezas, nuestros éxitos y nuestras expectativas cotidianas.
Por ser un país donde el límite es el cielo, donde el hombre más poderoso del mundo puede ser reelecto solamente una vez (como hubiera dicho Agustín Lara), y no necesitamos un speakers corner como en el Hyde Park de Londres para expresar libremente todo lo que pensamos sobre cualquier tema, sin temor a represalias y sin necesidad de dar explicaciones o justificaciones.
Porque lo hacemos cada vez que queramos, siempre que sea dentro de los límites del respeto a los demás y a las leyes que rigen el comportamiento en este venerable país, donde aunque no hayamos nacido en él tenemos todos los derechos posibles menos el de ser presidente o vicepresidente. ¿Alguien puede mostrar un país mejor para vivir?
Podremos estar de acuerdo o no con las decisiones de nuestro presidente. O nuestro senador, representante, gobernador, alcalde, concejal. Pero todos ellos saben que su legitimidad depende de nuestro voto, y cuando no lo obtienen, por las razones que sean, no les queda más remedio que hacer las maletas y largarse de su cargo.
Porque nosotros no les tememos a ellos. Son ellos quienes nos temen a nosotros, porque saben que sin nuestro voto son solamente ceros a la izquierda. Eso nos diferencia de las tiranías: los gobernados no tememos a nuestros gobiernos, son los gobiernos quienes temen a los gobernados.
No necesitamos conceptualizaciones teóricas de ningún modelo en abstracto, ni planes de desarrollo económico y social hasta dentro de 15 o 20 años. Simplemente, nuestra economía y nuestra sociedad se desarrollan porque funcionan en un entorno de libertades y respeto a las leyes y los derechos de las personas. Ni necesitamos leyes migratorias para impedir la salida al exterior de quienes vivimos en Estados Unidos.
Ni líderes iluminados que se eternizan en el poder. Ni partidos de vanguardia de nada, ni “organizaciones de masas”: los americanos nos agrupamos como le parezca pertinente a cada quien, desarrollando un tejido de amplias relaciones e interacciones personales y comunitarias a través de una sociedad civil extremadamente fuerte y desplegada.
Estados Unidos no es un país libre y democrático por ser tan fuerte y poderoso. Al revés, es tan fuerte y poderoso por ser tan libre y democrático.
Y por eso ha sido, es y seguirá siendo la tierra de los libres y el hogar de los valientes.