Carlos Olivares Baró
Releo siempre a Reinaldo Arenas (Holguín, Cuba, 16 de julio de 1943-Nueva York, 7 de diciembre de 1990), quien el pasado domingo 16 de julio, cumplió 80 años: escribo cumplió y desdeño el subjuntivo cumpliría: Reinaldo sigue latiendo en mí: lo percibo antes del alba y antes que anochezca. Todo se lo debo a él. Cuando yo era un jovencito de 16 años, el autor de Arturo, la estrella más brillante, se convirtió en mi mentor literario: me acarreó al cosmos de Faulkner, Onetti, Donoso, Rulfo, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa, Virginia Woolf. Me internó en la poesía del Siglo de Oro Español y en Baquero, Lezama Lima, Eliseo Diego, García Marruz, Virgilio Piñera…
Reinaldo, aquí tengo tu dedicatoria en Celestino antes del alba: “Carlos, no nos une el amor, sino el espanto: ¿será por eso que te quiero tanto?”: nota que parafrasea unos versos de Borges. Yo todavía no me imbuía en los libros del autor de Ficciones: estas palabras sirvieron de pretexto para irme a la Biblioteca Nacional José Martí a buscar sus publicaciones, las cuales estaban clasificada con el sello CD (Circulación Detenida): gracias a la complicidad de Tomás Fernández Robaina (“Tomasito, la Goyesca” en las novelas de Arenas), que trabajaba en el Departamento de Préstamos a Domicilio de la biblioteca, tuve acceso a ellas. Recuerdo, Reinaldo, aquel regalo que me hiciste en mi cumpleaños 17: El informe Brodie (Emecé, Editores, 1970), libro que te cedió un escritor español de visita en La Habana y tú decidiste dármelo como ofrenda por la celebración de mi onomástico.
Se agolpan en mi memoria nuestros encuentros por la Habana Vieja, por el Malecón, por las playas de Miramar, por la Rampa, por la librería La Moderna Poesía, por Coppelia, por el barrio del Vedado. Me llevaste una tarde a la calle Trocadero y arribamos a la casa de José Lezama Lima: me presentaste al líder del Grupo de Orígenes: qué instante aquel cuando el autor de Paradiso me estrechó la mano, me invitó a sentarme a su lado: fui testigo de su respiración asmática.
Reinaldo, regresar a La Habana coronaría en parte los deseos: cierta vez lo comentamos. Ahora, en tu cumpleaños 80, sueño que retornamos a la Ciudad: vamos tomados de la mano y desandamos por los puentes y el puerto. Es de noche, la luna de Fortunato nos alumbra. Amanece, los árboles con los designios de Celestino ya los cercenó el abuelo. En el mar Héctor canta. Fray Servando está encadenado en la prisión del Morro. La Habana es una mujer cansada. La calle Monserrate se arrebuja en un azul muy triste. Es julio, Reinaldo: las avideces se prolongan en los parques, ya no tiene gracia caminar por Trocadero. Qué hacer, si ya en la esquina de 12 y 23 no converge la furia con el sollozo de la llovizna.
Es julio de 2023, se cumplen 33 años de aquella carta donde escribiste: “Al pueblo cubano tanto del exilio como en la isla los exhorto a que sigan luchando por la libertad. Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza. Cuba será libre. Ya yo lo soy”. Te quedaste perseverante y rabioso en los instantes del sudor de tus manos. Tú tocabas las verjas de las casonas del Vedado: “Abrir, cerrar la reja/ de hierro, siempre de hierro, / mas dejar dentro la fuerza / que el hierro nos hizo, el hierro. // Abrir, cerrar la vida / de hierro, siempre de hierro, / mas antes mostrar la herida / que el hierro nos hizo, el hierro”, escribiste en la primera página del poemario Abrí la verja de hierro, de Fayad Jamís, que me obsequiaste en diciembre de 1974. Camino por la calina de una Habana metafórica, extraviada en el espejismo del retorno: la música azorada de tu palabra ha quedado impregnada en la caliza de los muros.
Leo tus últimas cartas desde Nueva York. Resuena tu risa en mi espalda. “Siempre he padecido por tener —y querer tener— muchos deseos de vivir. Eso puede costarnos la vida o la libertad, pero la misma vida sólo vale por la intensidad con que hayamos vivido, no por los lloriqueos y lamentos con que la empañamos. Pido al cielo una muerte fulminante y súbita antes de llegar a la vejez llorona. Ese deseo me será concedido”: me revelaste en una postal de agosto de 1989. Advertí las razones de tu asombro ante “Palabras escritas en la arena por un inocente”, el poema de Gastón Baquero, y el júbilo de cuando leíamos juntos “Para entonces”, de Manuel Gutiérrez Nájera.
Vuelvo a tu pentagonía, proyecto narrativo al que te entregaste con pasión desbordada. 1. Celestino antes del alba: el poeta niño que narra su tribulación ante un paisaje tierno y excitado de mujeres (madre, tías…) y de un abuelo cercenando los árboles donde Celestino rasgueaba sus quimeras; 2. El palacio de las blanquísimas mofetas: “La muerte está ahí en el patio, jugando con el aro de una bicicleta”. Viaje protagonizado por espectros históricos en los meses finales del gobierno de Batista: retrato de los gestos de una familia en un pequeño pueblo del Oriente cubano. “La luna baña la muerte que casi parece una estrella blanca, centelleando en mitad del patio”. Enajenación y desesperanza encuentran escapatoria en la muerte.
3. Otra vez el mar: novela-poema que aborda el desgarramiento en la vida de dos personajes (un hombre y una mujer) ante la irrupción de la Revolución castrista. Seis días en el mar: seis cantos en los que se empalman la Historia, los ensueños y las desazones de la generación que resintió los primeros años del castrismo. 4. El color del verano: celebración del gran carnaval por los 50 años de la Revolución: Fidel Castro es un anciano delirante, a quien el pueblo le dice Fifo. Crónica del homenaje al tirano en pleno verano. La isla es una gigantesca cárcel donde los habitantes sobreviven en medio de confabulaciones, sospechas y acusaciones. Virulenta crónica de un “país cuyos hijos nunca pudieron encontrar sosiego” (Reinaldo Arenas). 5. El asalto: novela orwelliana con índices distópicos en el espacio de un Estado gobernado por el Reprimerísimo a quien todos reverencian, obedecen y veneran. “Árida fabula sobre el destino del género humano cuando el Estado se impone por encima de sus sueños” (Reinaldo Arenas).
He vuelto en estos días a los folios de Arturo, la estrella más brillante (“A Nelson, en el aire”), el relato-poema que dedicaste al escritor Nelson Rodríguez Leyva, autor del libro de cuentos El regalo (1964), quien después de tres años en los campos de concentración Unida Militar de Ayuda a la Producción –UMAP—, intentó desesperado junto con un amigo, granada en mano de desviar un avión a la Florida. Acción que fue neutralizada por las escoltas de militares en la nave. Meses después, Nelson y su acompañante el poeta de 16 años Angel López Rabi, fueron fusilados. Tentadora fábula de vital fuerza narrativa en que la poesía dialoga con la verdad.
Asimismo, visito de nuevo tus sonetos de Voluntad de vivir manifestándose; hago parada en Termina el desfile, donde aparecen los magnéticos relatos “La vieja Rosa” y “Bestial entre las flores”. La maravilla y los prodigios de tu imaginario otra vez en las tres noveletas que integran el volumen Viaje a La Habana (Que trine Eva, Mona, Viaje a La Habana). Me arropo en la atmósfera de tus cuentos póstumos recogidos en Adiós a mamá (1995): historias en las cuales el sacrilegio y la ternura convergen a través de una singular articulación de ironía, orfandad, goce y delirio. Desando por las planas de Ante que anochezca que sigue siendo el estremecedor testimonio que legaste sobre el despotismo de la dictadura castrista y sobre todo de tu desobediencia indomable.
Celebramos ochenta años del nacimiento de uno de los más trascendentes escritores cubanos del siglo XX: “aventurero de muchas agallas, barroco fabulador al que ni los suplicios ideológicos ni la ciudadela del capitalismo pudieron domesticar”, ha dicho Mario Vargas Llosa del autor de El mundo alucinante. “Una soga y un reloj, /un tenedor al revés, /el terciopelo y el boj / visto en nubes al través, / y el picaflor en su envés / va a su siesta milenaria. / Sin preguntar por su aria, /el carbunco desconfía. / ¿El fuego será un espía / o la abuela temeraria?”: así lo representa José Lezama Lima en una de las Décimas de la querencia.
CUBAENCUENTRO