La noche del viernes 23 de agosto de 1968, con su discurso televisado donde apoyó la intervención militar de la Unión Soviética en Checoslovaquia, Fidel Castro sorprendió y decepcionó a un amplio sector de la izquierda mundial que, pese a que empezaba a alarmarse por las limitaciones a las libertad de creación artística y la persecución a los homosexuales y otros “desviados ideológicos”, consideraba que la revolución cubana era una alternativa al comunismo preconizado por el Kremlin.
Considerando que Castro se mostraba por entonces como un herético y desafiante disidente del comunismo moscovita, había gran expectativa por conocer cuál sería la posición del régimen cubano ante la invasión del territorio checo por tropas soviéticas (iniciada el 20 de agosto de 1968) y de cuatro de sus regímenes secuaces del Pacto de Varsovia con el objetivo de frustrar el proceso de reformas conocido como la Primavera de Praga.
Recordemos que Fidel Castro, que se proponía ser el adalid de la revolución mundial, cuestionaba a la Unión Soviética por su modo de conducir la economía, por no apoyar a los movimientos armados del Tercer Mundo y mantener una política de coexistencia con los Estados Unidos.
En febrero de 1968, en una purga dentro del Partido Comunista (PCC), habían sido enviados a prisión Aníbal Escalante y varios otros militantes que provenían del viejo Partido Socialista Popular (PSP), a quienes acusaron de sectarismo y de recibir instrucciones de Moscú a través de la embajada soviética en La Habana.
En los primeros siete meses de 1968, sobre los intentos de crear “un socialismo con rostro humano” en Checoslovaquia y las reacciones que eso provocaba en los demás países del bloque soviético y el resto del mundo, ni Fidel Castro ni otros personeros de su régimen se pronunciaban en público. Y Granma, el órgano oficial del Comité Central Partido Comunista de Cuba, si no mostraba abierta simpatía, ofrecía una información inusualmente neutral y balanceada.
Así, lo que menos se esperaba era que Fidel Castro, que constantemente se pronunciaba por la defensa de la independencia y la soberanía nacional, apoyara la invasión de Checoslovaquia.
Cuando Fidel Castro arribó al estudio de televisión donde pronunciaría su discurso, el presidente checo Alexander Dubcek estaba secuestrado por los soviéticos y el Partido Comunista de Checoslovaquia, desde la clandestinidad, clamaba por la solidaridad de los comunistas de todo el mundo para detener la invasión.
Fidel Castro inició su comparecencia advirtiendo que algunas de las cosas que iba a expresar “van a estar en contradicción con las emociones de muchos, en otros casos van a estar en contradicción con nuestros propios intereses y en otros van a constituir riesgos serios para nuestro país”.
Continuó reconociendo que la intervención soviética es “una violación flagrante de la soberanía del estado checoslovaco que solo se puede explicar desde un punto de vista político y no desde un punto de vista legal, pues visos de legalidad no tiene, francamente, absolutamente ninguno”.
Pero ahí mismo, el entonces primer ministro echó mano de sus mañas de jurista matrero, y como un Perry Mason de uniforme verde olivo y jerga comunista apeló al punto de vista político para justificar la invasión, al asegurar que “Checoslovaquia marchaba hacia una situación contrarrevolucionaria, se encaminaba hacia el capitalismo y eso afectaba a toda la comunidad socialista”.
Culpaba de la situación a “las reformas económicas burguesas” y a que “el Partido Comunista Checoslovaco, cediendo a las demandas de los intelectuales y de otros liberales, había renunciado a ejercer la dictadura del proletariado”.
“No se podía permitir que los imperialistas arrancaran un eslabón del campo socialista”, dijo Castro, y explicó que más importante que el derecho internacional, que había sido violado por los soviéticos, era “el sagrado derecho de los pueblos en la lucha contra el imperialismo”.
Pero, pasando del papel de leguleyo complaciente a una de sus poses de guaposo que salva su honra, condicionó su apoyo a la Unión Soviética. Primero se preguntó si las relaciones con los soviéticos “seguirían estando presididas por el grado de incondicionalidad, satelismo y lacayismo… si se considerarán tan solo amigos aquellos que incondicionalmente aceptan todo y son incapaces de discrepar absolutamente de nada”.
Luego, tras anunciar a los soviéticos que iba a aprovechar la ocasión para referirse a “algunas verdades que nunca se habían dicho”, Fidel Castro se quejó del “relajamiento y reblandecimiento del espíritu revolucionario de los países de Europa del Este, de su ignorancia de los problemas del mundo subdesarrollado, y exigió que la Unión Soviética, con la misma energía que actuó en Checoslovaquia, se comprometiera a defender a Cuba, Vietnam y Corea del Norte.
Así, Fidel Castro, que estaba atenazado por el estado desastroso de la economía cubana producto de sus experimentos fallidos, se reconciliaba con los soviéticos y les hacía saber que, a cambio de su ayuda, estaba dispuesto a parar con sus críticas y demás majaderías y que aceptaba jugar de acuerdo con las reglas del Kremlin.
Se iniciaba así una luna de miel que se concretaría con un millonario subsidio tras la entrada de Cuba en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), lo que logró paliar los desastrosos resultados de la zafra de los diez millones que no fueron.
El castrismo siempre es capaz de superarse en maldad. Por muy inescrupulosa y cínica que fuera aquella jugada de Fidel Castro de hace 55 años, peor es el mendicante servilismo hacia Rusia que muestran hoy sus sucesores y su bochornoso apoyo a la genocida agresión de Putin contra Ucrania.
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