Ahora algunos pretenden que los resultados de la votación en noviembre no sean validos, si no es el propio Manuel Zelaya quien traspasa el poder en enero al candidato que resulte electo. Los que asumen esa postura están sepultando la única solución no violenta que hoy existe al no estar las partes en conflicto inclinadas a aceptar ninguna otra. Desacreditar las elecciones hoy equivale a legitimar la violencia de mañana.
La impresentable alternativa a la solución electoral sería la de hambrear al pueblo hondureño con sanciones, alentarlo a emprender una guerra civil o tener que recurrir después que se desate la violencia a una “intervención humanitaria” de Naciones Unidas. Bloqueo económico, guerra fratricida e intervención extranjera. Todas amparadas internacionalmente. ¿No resulta extraño que Castro y Chávez aboguen a favor de sentar la legitimidad de semejante precedente? Ofrecer asilo a una persona en una embajada y permitir que desde ella haga llamados a la insurrección contra el poder, ¿no es una situación que debería ser preocupante para quienes ejercen cotidianamente la represión contra disidentes y opositores en sus respectivos países?
Decretar el estado de sitio y dar un ultimátum al presidente Lula es exactamente el tipo de cosas que se intenta provocar con la operación del retorno de Zelaya. El primero, de mantenerse, deslegitimaría las elecciones. El segundo era innecesario. Ambos son contraproducentes. El asunto no era extender un ultimátum para retirar la inmunidad a la sede de Brasil sino exigirle a la mayor potencia de la región que actúe de manera responsable y conforme a los convenios de Ginebra que norman los límites de la acción de sus representantes diplomáticos. Los patrocinadores de Zelaya saben que en una guerra de nervios se puede inducir al adversario a cometer errores graves e irreversibles y a ello apuestan.
La sociedad civil pro democrática en Honduras y otros países necesita jugar un papel más activo y centrista. Es ella la que puede llamar a la calma a todas las partes, develar las provocaciones e impedir que se caiga en ellas. Son las iglesias, gremios, organizaciones no gubernamentales de ese país las que tienen la posibilidad de impedir que el proceso electoral se distraiga o deslegitime por la presencia de Zelaya o una innecesaria escalada de tensiones bilaterales con Brasilia.
Por su parte, la comunidad internacional no debe jugar a la ingeniería política. Las buenas intenciones no traen resultados positivos cuando son actores externos quienes intentan imponer sus propias soluciones alineándose incondicionalmente con las demandas de una de las partes. Si los dos actores principales de este conflicto resultan irreconciliables la comunidad internacional debe buscar en el proceso electoral la salida en vez de desacreditarlo y agravar la situación.
Los que en cualquier rincón del mundo deseen evitar una tragedia a los hondureños y prevenir un nuevo conflicto en Centroamérica deben contribuir con observadores y recursos a asegurar la transparencia de las elecciones de noviembre. Extender apoyo a esas elecciones es un deber de todo ciudadano, institución y gobierno que desee una salida democrática y no violenta en ese país.
Zelaya, si lo desea, puede verlas desde su hostalito brasileño en Tegucigalpa o por la TV instalado en un hotel cinco estrellas de Río de Janeiro ahora que le ha pedido asilo a Lula.
Sin embargo, es necesario tener presente que las elecciones no pondrán fin a la actual conflictividad social, sino son el medio para comenzar a abordar su solución democrática.
Al candidato que resulte electo le deberá corresponder la puesta en marcha de un proceso de reconciliación nacional, y dar respuesta eficaz a la justa y añeja demanda de una mayor calidad democrática y equidad de oportunidades en Honduras. Puede que para ello se hagan finalmente necesarias algunas reformas constitucionales, pero no la de los actuales artículos pétreos, en particular el referido a la imposibilidad de reelección. En vez de eliminarse debiera ser replicado en las constituciones de toda la región.
Dar salida electoral, no violenta, a la crisis; fomentar la reconciliación; mejorar la calidad de la democracia y la equidad de oportunidades sociales en Honduras: Esas --y no otras-- deben ser las metas. Si hay objetivos “políticamente correctos” a alcanzar en esta crisis son esos.