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General: Mariel:el éxodo que sorprendió a Washington
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De: cubanet20  (Mensaje original) Enviado: 03/10/2010 16:06
 
30 años del Mariel
Mariel: el éxodo que sorprendió a Washington
 
 Soldados norteamericanos reciben a refugiados cubanos a su arribo a Cayo Hueso, durante el éxodo del Mariel.
Soldados norteamericanos reciben a refugiados cubanos
a su arribo a Cayo Hueso, durante el éxodo del Mariel.
 
 
Por JUAN O. TAMAYO
Merle Frank, vecina de Miami, nunca imaginó lo que pasaría después de que ella preguntó al presidente Jimmy Carter en 1980 cómo podría él ayudar a la ciudad con la muchedumbre de cubanos que estaban llegando en el éxodo del Mariel.
 
"Seguiremos teniendo el corazón y los brazos abiertos', afirmó Carter a Frank, entonces directora de la Liga de Mujeres Votantes de Miami, durante una conferencia de la Liga en Washington.
 
Fidel Castro le tomó la palabra a Carter: una palabra reportada en todo el mundo. Seis días después, el 11 de mayo, Mariel estableció el récord de llegada de personas en un solo día, y criminales recién liberados comenzaron a abordar los barcos.
 
Ningún presidente de Estados Unidos, antes o después, se ha esforzado tanto como Carter para establecer relaciones normales con Castro. Y ninguno ha sufrido consecuencias tan terribles.
 
El éxodo terminó oficialmente el 26 de septiembre de 1980, cuando soldados cubanos ordenaron a los últimos 150 barcos en el Mariel que abandonaran el puerto, situado al oeste de La Habana, sin pasajeros.
 
Para entonces, 125,000 cubanos habían llegado a Cayo Hueso, Carter había conseguido cristalizar su imagen como indeciso, y Castro se jactaba de haber asestado otro golpe al ‘‘imperio'.
 
"Desgraciadamente, una democracia siempre está en desventaja cuando un régimen totalitario decide hacer algo como esto', afirmó Robert Pastor, el hombre de avanzada para los asuntos cubanos en la administración de Carter.
 
Carter ya estaba enfrentando otras crisis cuando estalló el éxodo del Mariel en abril de 1980: las repercusiones del fallido rescate de los rehenes en Irán y la invasión de Afganistán por la Unión Soviética.
 
Había colas para comprar gasolina en todo Estados Unidos, el senador Ted Kennedy estaba compitiendo con Carter en las primarias del Partido Demócrata y el candidato presidencial republicano Ronald Reagan ganaba terreno.
 
El factor clave en la crisis del Mariel, declaró Pastor, fue la decisión tomada al principio de que Washington no podía detener el éxodo sin tomar medidas duras que podrían poner en peligro vidas humanas en alta mar.
 
"Lo cierto es que, una vez que se decidió que la única manera en que podíamos detener el flujo del éxodo era arriesgarnos a sacrificar vidas humanas --y ese era un precio demasiado alto-- nunca pudimos controlar los sucesos, y después de eso lo único que pudimos hacer fue reaccionar a lo que iba sucediendo', explicó Pastor.
 
Pero los problemas fueron mucho más allá de esa decisión, escribió David W. Engstrom en su libro de 1997 sobre el Mariel Presidential Decision Making Adrift (Decisiones presidenciales a la deriva).
 
La administración de Carter consideró inicialmente la crisis un problema entre Cuba y Perú, cuya embajada en La Habana estaba atestada de 10,000 personas en busca de asilo, escribió Engstrom.
 
Más tarde, vaciló entre tratar de asegurar la seguridad de los inmigrantes cubanos y evitar darle alas a una mayor inmigración, subrayó.
 
Mientras el Departamento de Estado advertía que el éxodo equivalía a un contrabando de inmigrantes y decía a los exiliados que sólo estaban ayudando a Castro, el Servicio Guardacostas urgía a los exiliados que iban en barco a Cuba a que llevaran consigo suficientes chalecos salvavidas y que entregaran planes de navegación.
 
No fue hasta el 14 de mayo cuando Carter asistió en persona a una reunión sobre la crisis y ninguna agencia federal fue puesta a cargo de la situación desde el principio, según Engstrom.
 
"Los gobiernos peleaban unos con otros: el federal con los estatales, los estatales contra los condados, los condados contra las ciudades, y las decisiones cambiaban de un día para otro', recordó Sergio Piñón, en esa época investigador del Departamento de Policía de la Florida.
 
Fue entonces que Carter hizo su comentario del 5 de mayo tras un discurso ante la Liga de Mujeres Votantes, abriendo las compuertas al éxodo masivo del Mariel.
 
"En ese momento, todos nos miramos y básicamente estuvimos de acuerdo en que él no había dado ningún tipo de detalle específico', recordó Frank, agente de bienes raíces. ‘‘Pero Castro tiene que haber dicho: ‘¡Qué bien! ¡Qué buena oportunidad para nosotros!' '
 
Carter dijo luego que él había sido malinterpretado, y el 14 de mayo ordenó a los Guardacostas que detuvieran todos los barcos que salieran con destino a Cuba. A finales de junio, el volumen de arribos era mínimo, pero los problemas continuaron.
 
Le tomó dos meses a la administración decidir que trataría a los recién llegados como solicitantes de asilo en vez de refugiados, para evitar sentar precedentes de que los extranjeros que llegaran en barco serían considerados refugiados.
 
Funcionarios del Departamento de Estado alegaron mientras tanto que el éxodo era en gran parte un problema doméstico, mientras que otros departamentos federales querían que el gobierno federal asumiera el control del asunto.
 
"Esta fue una emergencia única que era mitad política exterior y mitad política doméstica, e involucró a muchísima gente que no estaba acostumbrada a trabajar junta', amplió Pastor, quien es ahora profesor de la Universidad Americana en Washington.
 
Carter se negó en un principio a realizar negociaciones directas con Castro, pero luego envió a La Habana a Pastor, entonces director para América Latina del Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, y a Peter Tarnoff, secretario ejecutivo del Departamento de Estado.
 
Mariel "se manejó terriblemente mal', afirmó Stuart Eizenstat, asesor de política doméstica de Carter, según Engstrom.
 
Al fin y al cabo, el éxodo ayudó a impulsar lo que fue el esfuerzo más decidido de un Presidente norteamericano en medio siglo para terminar con las hostilidades entre ambos países.
 
"Debemos tratar de conseguir la normalización de nuestras relaciones con Cuba', escribió Carter en una directiva presidencial secreta --esencialmente una orden a su administración para conseguir esa meta-- poco después de su entrada en la Casa Blanca.
 
Carter eliminó todas las restricciones de viajes entre Estados Unidos y Cuba, incluyendo el turismo, y facilitó el establecimiento de misiones diplomáticas. Desde entonces operan en La Habana y Washington secciones de intereses.
 
Carter negoció un acuerdo en 1977 que definió las aguas territoriales y los derechos de pesca, y acordó que recibiría a más de 3,000 ex presos políticos puestos en libertad por Castro.
 
Pero no consiguió persuadir a Cuba de que retirara sus tropas de Angola --uno de los objetivos esenciales de Carter--, y el último soldado cubano no salió de Africa hasta 1991.
 
Un análisis de la crisis del Mariel llevado a cabo por la administración de Ronald Reagan concluyó que el Mariel "destruyó toda posibilidad de mejorar las relaciones bilaterales bajo la presidencia de Carter'.
 


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Respuesta  Mensaje 2 de 2 en el tema 
De: cubanet20 Enviado: 03/10/2010 16:08
 
Diez días en la Embajada de Perú
 
  Una multitud de ciudadanos cubanos solicitan asilo político en la Embajada de Perú en La Habana.
Una multitud de ciudadanos cubanos solicitan
 asilo político en la Embajada de Perú en La Habana.
 
Por AURORA ARRUE
La radio era La Voz de las Américas. La noticia la repetían constantemente: ‘‘Miles de cubanos asilados en la Embajada del Perú en La Habana'. Y las cifras crecían.
 
Raquel, mi suegra, estaba de visita en el barrio de Miramar, cerca de la embajada. Ella fue la que escuchó los rumores. Decidida a asilarse, nos llamaba insistentemente. Quería que fuéramos con ella.
 
Yo no podía creerlo. Que entraran unos cuantos a la fuerza, sí. No era la primera vez. Pero que retiraran la guardia cubana por dos días, eso era imposible.
 
A pesar de mi escepticismo, al final de la noche decidimos probar. Enrique, mi esposo, llamó a mi hermano menor Adrián y salimos los tres de Cojímar para La Habana. Me despedí de mi padre con un ‘‘hasta luego', pensando que horas después regresaríamos.
 
Algo sórdido se respiraba en el ambiente. La esquina de Aguila y Neptuno estaba más oscura que nunca. Las guaguas atestadas de gente, sobre todo las que iban en dirección a La Playa, no se detenían.
 
Al fin logramos llegar y reunirnos con Raquel.
 
Tomamos otro ómnibus, que en la parada de la embajada quedó vacío. Y así sucedía con todos los ómnibus.
 
No sabíamos exactamente en qué dirección caminar pero no hacía falta. Era una procesión moviéndose aprisa y en silencio, casi corriendo por aquellas calles interminables.
 
En el área de la sede peruana no había luz. Total oscuridad. La gente, desesperada, buscaba por dónde entrar, cómo saltar. En un extremo, la cerca estaba rota. ¿Quieren entrar? Me suspendieron de un lado y me recibieron en brazos en el otro. Nunca pisé la cerca. Caí de pie en el jardín de la embajada donde la hierba ya era escasa. Sentí en mis pies el fango, la humedad de la noche a través de mis sandalias. Eran más de las 12. ¿Más de la una? Minutos después comenzó a llover y, con la lluvia de agua, la lluvia de piedras, de palos, de objetos; cualquier cosa que hiriera. Los disparos al aire, las cabezas partidas, los gritos, el terror. Soldados, policías, cercaron el área.
 
Fuimos de los últimos en entrar.
 
Asustados, pasamos la noche de pie, abrazados, protegiéndonos las cabezas. Estábamos los cuatro muy juntos, apenas podíamos movernos.
 
Y comenzó a amanecer. El jardín de la Embajada del Perú sembrado de cuerpos. Una masa compacta inundaba el frente, el costado, los aleros del techo y cada uno de los árboles alrededor de la casa.
 
Acostumbrada a encontrar los mismos rostros amigos en todas partes, aquí, para mi sorpresa, no conocía a nadie. ¿De dónde había salido toda aquella gente?
 
El lugar, más que una salvación parecía una trampa, el fin de todo.
 
Era sólo el primer día, domingo 6 de abril y ya estábamos exhaustos: sin comer, ni beber, sin apenas cerrar los ojos. ¡Qué hablar de los nervios! Tratábamos de tener más espacio, para respirar. ¿Pero dónde? Todo estaba cubierto, atestado de gente.
 
Ya en la tarde no podía más de la sed. Pude encontrar agua y bebí hasta saciarme. Alguien me indicó dónde estaba el servicio sanitario de las mujeres: una habitación al fondo del patio. Para entrar, había que bajar un par de escalones y me quedé paralizada: un cuarto vacío convertido en estanque. Un cuarto lleno de orines y excrementos de todo un día, de cientos de mujeres desesperadas, como yo. No tuve otra opción que bajar el escalón y empapar mis pies y mis sandalias para aliviarme.
 
Al otro día o al siguiente, nos dieron un permiso firmado de 12 o 24 horas para ir a la casa y regresar. Nosotros nos arriesgamos. Era la única forma de traer algo de comida, alguna medicina para sobrevivir lo que vendría.
 
De regreso, nos registraron minuciosamente al llegar a la posta. Nos quitaron las latas, las botellas. Pudimos pasar los caramelos, algunas galleticas compradas en bolsa negra; vitaminas enviadas por los parientes de la comunidad. Como no podíamos entrar con el frasco de leche magnesia, nos la tomamos allí mismo.
 
Los días pasaban.
 
Los árboles quedaron sin hojas, sin ramas. El antiguo césped verde se convirtió en fango resbaladizo. Cada día estábamos más sucios, más cansados, más hambrientos. Eramos como náufragos en un jardín, esperando por un milagro: que nos dejaran emigrar a cualquier lugar.
 
Vivíamos aterrorizados por los de afuera y temerosos de los de adentro.
 
Algunos perdieron las camisas. Fabricaron cuchillos de lata. Se hacía cualquier cosa para sobrevivir. Había demasiada hambre, demasiada ira, suficiente violencia. Un día se corrió el rumor de que estaban infiltrando agentes del gobierno para crear problemas entre nosotros. Ajeno a aquellos rumores, a mi hermano Adrián se le ocurrió limpiar sus zapatos tennis en los baños: un grupo de letrinas recién instaladas en una extensión cercada en el frente de la embajada. Cuando mi hermano regresó y le vieron los bordes casi blancos de los zapatos, no se cuántos hombres le cayeron encima gritando: ‘‘¡Un infiltrado!'. Por suerte, ya habíamos encontrado varios amigos de Cojímar que lo defendieron al minuto. Le salvaron la vida.
 
Los días eran calientes, a veces llovía y las noches, como casi todas las noches habaneras de abril, eran frías. Nunca existió el espacio suficiente para acostarnos. Lo máximo, era sentarnos los cuatro, enlazando con las piernas al del frente y así sucesivamente recostar la cabeza en la espalda del otro. Durante el día no podíamos abandonar el sitio. Era nuestro sitio. Al menos, alguno de los cuatro tenía que quedarse para cuidar el área, nuestro único pedacito de tierra.
 
Mi familia de cuatro se alimentaba de unos pocos caramelos. Las galleticas volaron. A veces repartían yogurt y ese día era una fiesta. Repartían cajitas de cartón con comida: arroz y huevo. Esas cajitas las pasaban las autoridades cubanas a través de la cerca. Lograr llegar a la cerca, ya era una hazaña. Alcanzar una de las poquísimas cajitas, era la otra, más peligrosa aún. Muchas veces los policías se deleitaban en lanzar al aire las cajitas y disfrutar del espectáculo de las peleas. Una vez a Adrián, que estaba acostado cuidándonos el sitio, le cayó una cajita encima. Pudo comer un poco, pero enseguida la gente se le vino encima a disputarse los dispersos granos de arroz. Casi lo aplastan, casi lo devoran.
 
El patético espectáculo de "la hora de la cena' fue filmado una y otra vez. Esas eran las imágenes perfectas para la propaganda contra los asilados, las que vería el pueblo en sus televisores, las que vería el mundo en los documentales. Imágenes para la manipulada historia.
 
A nuestro lado de la cerca, también había escenas inolvidables. Fue una lástima que aquellos cineastas no filmaran el interior de las letrinas. Si en nuestras casas el papel higiénico era inexistente desde hacía muchos años, ¿qué esperar en aquellas condiciones? El problema fue resuelto con el único papel posible en los bolsillos: el dinero. Billetes de todas las denominaciones tapizaron paredes y pisos. Las imágenes de nuestros mártires revolucionarios, de los próceres de nuestra Patria, llenos de mierda.
 
Entre los vecinos de al lado, de atrás, del frente, nos cuidábamos, nos manteníamos al tanto de todos los rumores. Sabíamos que había que aguantar. Se decía que el Perú nos iba a dar asilo, pero no era oficial.
 
El embajador y los empleados de la embajada entraban y salían. Agradecidos, los aplaudíamos al verlos. Un día se fueron. No volvieron.
 
Se incrementó el miedo. ¿Qué harían con nosotros?
 
Tratábamos de caminar, de abrirnos paso entre la muchedumbre. Averiguar qué se decía en las otras áreas del jardín. Encontrar algún amigo con quien compartir.
 
Había todo tipo de gente. De todas las edades. Mayoría de hombres, algunos niños. Familias enteras. Sin higiene. Sin descanso. Sin comida. La gente comenzó a enfermar, a desmayar.
 
No sé cuántos días transcurrieron. ¿Diez?
 
Como la situación era insostenible, comenzó el intento de las negociaciones por los altoparlantes. El gobierno cubano se comprometía a darle el permiso de salida del país a todo el que abandonara la embajada.
 
Los altoparlantes repetían y repetían lo mismo.
 
Pero había mucho miedo. ¿Y si una vez afuera nos encarcelaban, nos enviaban a trabajos forzados a una granja? Por supuesto, nuestras vidas no serían las mismas. De ser mentira la promesa del asilo, de seguro el gobierno tomaría represalias.
 
Nosotros cuatro decidimos correr el riesgo. Ya estábamos hartos, demasiado débiles, demasiado angustiados.
 
Esperamos la madrugada para evitar las turbas de la calle y pedimos los salvoconductos.
 
Al salir, nos separaron y nos hicieron atravesar matorrales en plena oscuridad. Se escuchaban disparos, ladridos de perros, ruidos extraños. A lo lejos se veían unas luces.
 
Yo fui la última en llegar. Ya estaban allí Enrique, Raquel y Adrián.
 
A esa hora nos hicieron fotos. Nos llenaron papeles, más papeles y nos dieron los grises pasaportes para emigrar.
 
Los militares nos hicieron montar en una guagua. Nosotros cuatro solos con el chofer. Hacía frío. A toda velocidad y con ventanas y puertas abiertas. Desde la calle nos tiraban grandes pedazos de hierros que entraban por dondequiera. Tuvimos mucha suerte, ninguno nos alcanzó. Cualquiera de esos hierros pudo habernos matado.
 
Estuvimos escondidos casi una semana en nuestra casa de Cojímar. Yo de día caminaba doblada para evitar la mirada curiosa de los vecinos a través de las ventanas.
 
En esos días, quemé mis diarios de niña, las magníficas cartas de mis amigos, papeles, recuerdos. No quería implicar a nadie.
 
Y sólo una gran amiga se atrevió a despedirme. A los demás no los culpo. Algunos me juzgarían, los otros tenían miedo. Tal vez ya estaban en el trabajo, en la escuela, gritando en mi contra. Así era el momento. Ahora yo era "escoria', convertida en enemiga de mi propia familia, de mis propios amigos.
 
Aunque ya estaba en casa y cuidada por mi familia, me costó mucho esfuerzo recuperarme. No toleraba la comida. Había perdido más de diez libras en unos días. Mi mente, en un limbo, en un estado raro de inconciencia. Mucha tristeza.
 
En realidad, nunca pensé irme de Cuba. Nunca antes imaginé un exilio. Con 30 años y estudiante universitaria, la salida del país era legalmente imposible. Sobrevivía de la forma más digna y feliz, dentro de las reglas del juego. Como otros jóvenes de mi generación, resignada a mi karma. Hacía mucho había perdido mi adolescente fervor revolucionario. Pero continuaba allí, envuelta en el miedo cotidiano, en la paranoia de ser escuchada, mal interpretada. La situación del país, para entonces, era un chiste. Las consignas, alimento para el choteo: el humor sarcástico, invencible, del cubano.
 
El lunes 21 de abril recibimos la llamada telefónica prometida. Teníamos que presentarnos en dos horas en el círculo social Abreu Fontán.
 
Enrique estaba en la Víbora, en casa de sus padres con su único hermano. Los cuatro nos encontraríamos allí.
 
Todo fue tan rápido.
 
No pude despedirme de mi madre. Mi padre, tan enfermo, tampoco estaba en casa. Mi otro hermano, maestro en la Escuela al Campo, ajeno a todo lo sucedido. Sólo pude abrazar a mi hermana, aferrada a su niña de un año, en brazos. Y fue mi hermana llorando en la puerta de mi casa la última imagen, el último adiós. Desde el cristal del auto la veía alejarse. Todo envuelto en el más profundo dolor. Con ella se quedaba todo lo querido: mi familia, mis amigos, mi pueblo, mi ciudad, mi historia.
 
Al llegar al Abreu Fontán, nos pidieron los papeles y enseguida subimos en un autobús.
 
Llegamos a un puerto para nosotros desconocido. Había una pequeña fila para montar en el yate de turno. Pero ya era casi de noche. Decidieron dejar el resto de la gente para el siguiente día.
 
Había en ese lugar sólo una casa de campaña. Nos dijeron que entráramos las mujeres, los hombres quedarían a la intemperie toda la noche. En un descuido del guardia, logré entrar a mi hermano. Con sus 18 años, el pelo largo y de espaldas en la oscuridad, nadie lo descubriría. Así logré proteger a Adrián toda la noche.
 
Pasamos las horas entre el miedo, los nervios y muchos ruidos de herramientas y voces.
 
Al amanecer el lugar estaba irreconocible. Habían construído todo un campamento con muchas casas de campaña.
 
Más gente llegaba, pero nosotros éramos de los primeros. En el primer yate que atracó al puerto nos montaron.
 
Era un yate de lujo o quizás no. Una familia de Miami había ido a recoger a sus parientes. El resto de la tripulación fuimos nosotros: "gente de la embajada'. A bordo del Lollipop atravesamos el Golfo. Un día de sol, claro, perfecto. Se perdía poco a poco La Habana, Cuba, en el horizonte. Desapareció todo trazo de tierra. Sólo ahora el ancho mar. El otro lado del mar.
 
Durante las ocho horas que duró el viaje, algunos se marearon. Otros comieron demasiado y la pasaron mal.
 
Las primeras luces. Ya era de noche cuando llegamos a Cayo Hueso.
 
Al bajar del barco, nos entregaron una hamburguesa de McDonalds y una manzana. Al rato nos montaron en unos ómnibus para el traslado a Miami.
 
Estábamos a salvo. Estábamos felices de haber sobrevivido. De frente al país que cambiaría nuestras vidas para siempre.
 
Yo particularmente estaba también triste, muy triste. Quizás nunca volvería a verlos, a mi familia, a mis amigos. Quizás nunca regresaría a mi ciudad.
 
Y en el viaje a Miami, casi dormida, agotada, recostada al cristal de la ventanilla, en medio de una carretera completamente oscura se dibujaban cosas nunca antes vistas, irreconocibles, que no se detenían: miles de luces, intensas luces, de un naranja eléctrico, interminables.


 
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