“A las 23:14 horas una avalancha de
gente fuerza la apertura de las barreras
en Berlín, y miles de ciudadanos de la RDA
pasan a Berlín Occidental, donde son recibidos
con gran alegría. El alcalde de Berlín pronuncia
un discurso en el que declara: ‘ayer por la noche
el pueblo alemán fue el pueblo más feliz del mundo”
(De una crónica de la época)
Cuando en las cercanías de la Puerta de Brandenburgo cayó hace 20 años la primera loza del ominoso muro de Berlín y, una multitud desde occidente -calculada en más de 20 mil personas- se introdujo por el lugar hacia la todavía vigente RDA, se estaba sellando el fin del llamado socialismo real y con ello comenzó un fulminante proceso que afectó a la izquierda comunista de todo el mundo, que perdió sus paradigmas, viendo derrumbarse sus modelos, ninguno de los cuales pudo sostenerse ante las embestidas libertarias de la gente.
Implosión producto de la contradicción principal existente en el mal llamado socialismo real, vinculada a las libertades individuales, un valor inalienable que los pueblos pierden en períodos, pero no todo el tiempo. El muro de Berlín, como todos los muros que existieron y existen en la historia de la humanidad, ha sido erigido para cercenarles a las personas la capacidad de adoptar decisiones individuales, familiares o colectivas.
Ese brazo esencial en algunos regímenes se les corta a los pueblos en aras de una pretendida igualdad, de una equidad que nunca es tal, porque los privilegios no dejan de existir y a los que en el capitalismo se denominan clases opresoras, en los regímenes de ese otro tipo, que nos negamos en llamar socialismo, se llaman burocracias.
Estos hechos ocurridos hace dos décadas con el comienzo de la demolición del muro de Berlín generaron además de esperanzas el comienzo de una nueva época, con la ilusión de que se impusiera además de la paz, entre los países de la comunidad mundial, la democracia, la pluralidad y la tolerancia.
Se trataba del derribo de esa línea de frontera fortificada, emblemática de la división del mundo en dos bloques geopolíticos, ideológicos y económicos, lo que hizo pensar que los conflictos, particularmente los armados, perderían su razón de ser, y no faltaron los que ganaron celebridad momentánea pregonando que había llegado el fin de la historia (Fukuyama), en el sentido de una lucha entre las dos grandes visiones: izquierda y derecha.
El tiempo mostró otra cosa. Lo que había terminado era la opresión para los pueblos del oriente de Europa, donde reaparecía la esperanza, el poder basarse en las propias fuerzas para construir los destinos. Claro, muchos se dieron de bruces contra otro muro, el de la realidad.
Las esperanzas suscitadas por la caída del muro de Berlín estaban justificadas para quienes, en los países del oriente de Europa, vivían bajo regímenes opresivos y económicamente agotados, e incluso para quienes, en el resto del mundo, veían en ese hecho sin duda, de un valor histórico superlativo, el comienzo del colapso del mal llamado socialismo real, con la apertura de caminos nuevos para la transformación social.
A dos décadas de distancia resulta obligado reconocer que los acontecimientos vinculados a esa demolición – las transiciones en Europa oriental a regímenes de democracia representativa, luego de la disolución del Pacto de Varsovia y de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas convulsionaron buena parte del camino de la historia, aunque, ciertamente, no la suprimieron, como pensaba Fukuyama. Incluso la incidencia del derrumbe llegó a nuestras costas, donde la izquierda sufrió obvias convulsiones.
La caída del muro fue el fin de gobiernos policiales que sucumbieron, bajo el peso de su propia obsolescencia e incapacidad para advertir la importancia que tienen las libertades individuales.
Detrás de la llamada vieja “cortina de hierro”, la adopción del capitalismo de mercado como modelo único trajo aparejado crecimiento económico, pero también una desigualdad social desconocida hasta entonces, carencia, miseria y una corrupción desembozada que en Rusia, heredera principal de la extinta Unión Soviética, hizo muy difícil distinguir los límites entre la mafia y el gobierno.
La caída del Muro fue un hecho histórico de indiscutible trascendencia, con muchas consecuencias positivas –en especial, para las sociedades que ganaron en libertades individuales y salieron de la mediocridad homogénea de un sistema económico que fracasó, pero de ninguna manera marcó el triunfo definitivo del capitalismo sobre el socialismo ni el final de una confrontación Este-Oeste que es mucho más vieja que la conformación de la Unión Soviética y del pacto de Varsovia y que, tras la desaparición de la construcción berlinesa, ha ido encontrando otros cauces.
Los cambios produjeron también guerras cruentas, como las de Chechenia y Bosnia, en las que se cometieron actos de barbarie comparables a los de Vietnam e incluso a los de la Segunda Guerra Mundial. Claro, confrontaciones que siempre estuvieron latentes y que al quebrarse los controles de los gobiernos comunistas, estallaron con niveles de crueldad que alarmaron al mundo.
Es bueno reconocer, que el fin de la competencia bipolar y de la carrera nuclear entre Washington y Moscú generó un alivio generalizado en el planeta y, con el paso de los años, ha ido dando paso a un reordenamiento de los conflictos bélicos, pero no a su desaparición. Hoy los mismos tienen vinculación con intereses estratégicos del capitalismo y el factor desencadenante, esencial, el petróleo. Ello sin dejar de mencionar la conflagración permanente, con estallidos esporádicos y brutales que se vive en la zona que disputan israelíes y palestinos.
También la proliferación nuclear misma se mantiene ya que la técnica esta al alcance de países del tercer mundo y ya no es más hegemonizada por las grandes superpotencias. Por otra parte el aparato militar, mediático y energético de Occidente han remplazado al viejo “fantasma” del comunismo por las amenazas, reales o imaginarias, del terrorismo (especialmente, el de matriz islámica) y el narcotráfico.
Sin embargo, pese a la experiencia de lo ocurrido en Berlín, algunas formulaciones paranoicas –no menos que las de las autoridades dictatoriales de la extinta RDA- se han traducido, antes o después de los sucesos de noviembre de 1989, en la construcción de nuevas infames murallas: las que edificaron Turquía y Marruecos en Chipre y en el Sahara Occidental para robarse territorios de esas naciones invadidas. Hay otros muros que se han venido construyendo por Israel en la Palestina ocupada y Estados Unidos en la frontera con México.
En el plano de la teoría económica si bien el llamado socialismo real había venido mostrando su agotamiento desde los años 70 y ese proceso progresivo devino colapso en las dos décadas siguientes, lo que vendría a ser el capitalismo real –es decir, el neoliberalismo salvaje, depredador, corrupto e irracional que se impuso como modelo al mundo por la revolución conservadora que encabezaron Margaret Thatcher y Ronald Reagan– se encontró también ante la evidencia catastrófica y devastadora de su propio agotamiento.
Hoy los pueblos están abiertos a otros caminos, que vinculen la amplia libertad con mecanismos económicos abiertos, sanos, éticamente controlados por los estados y las organizaciones ultra nacionales, para que los pueblos puedan crecer y desarrollarse en una humanidad todavía carenciada que, todavía, no ha podido sortear el hambre. La caída del muro en Berlín puso punto final a una experiencia que no funcionó, de economía planificada, basada en un recorte insólito de las libertades individuales.
Hace 20 años ese camino se cerró, creemos, definitivamente.