A pesar de la guerra, se vive mejor en Libia que en la Cuba de los Castro.
Fidel Castro y Muamar al Gadafi, amigos para siempre
Bertrand de la Grange / Madrid
Esperaba encontrar un país abatido, asustado y sometido a las penurias que suelen acompañar cualquier conflicto bélico. He visto todo lo contrario: una nación en pie, combativa, acogedora. Incluso en Misrata, asediada y bombardeada por las tropas del coronel Muamar el Gadafi desde marzo, la población —medio millón de habitantes— se las arregla para conseguir la comida, el agua o el gas para cocinar y, al mismo tiempo, movilizar a miles de jóvenes para combatir a un enemigo infinitamente superior en términos militares.
Nada de eso cuenta Fidel Castro en las varias "Reflexiones" que ha dedicado a Libia. El viejo comandante se ha limitado a denunciar la agresión "nazifascista" de la OTAN y a describir como un héroe a su alter ego de Trípoli: "[Gadafi] pasará a la historia como uno de los grandes personajes de los países árabes".
Al líder cubano no le interesan las motivaciones de una parte sustancial de la población libia que pone su vida en peligro para luchar contra un régimen represivo. Y denuncia de antemano cualquier injerencia extranjera en los asuntos internos de la Isla: "Esos groseros ataques [de la Alianza Atlántica] pueden ser utilizados contra cualquier pueblo del Tercer Mundo". La advertencia va dirigida a los cubanos que podrían sentirse tentados de buscar apoyos fuera del país para cambiar el régimen en La Habana.
La solidaridad entre los dictadores trasciende las diferencias ideológicas. Fidel Castro se llevaba bien con el caudillo español Francisco Franco y no le disgustaba la fuerte influencia del islam en el discurso de Gadafi. Lo dijo claramente en su primera visita a Trípoli, en marzo de 1977. "Soy revolucionario marxista-leninista, pero siento un profundo respeto por las ideas de ustedes, las convicciones de ustedes y las creencias de ustedes. Somos revolucionarios y eso nos une. Por ello estamos dispuestos a luchar junto a ustedes contra el imperialismo".
Es deprimente ver que los autores de esas declaraciones vacías siguen en el poder treinta y cinco años después. Uno, con sus túnicas y turbantes estrafalarios; el otro, con sus uniformes militares y, ahora, con sus horrorosos atuendos deportivos. Ambos aferrados al poder hasta la muerte, para no tener que rendir cuentas por los crímenes cometidos durante sus largas vidas. Comparten la misma megalomanía y las mismas obsesiones, que les han llevado a eliminar físicamente a todos sus adversarios o a neutralizarlos a través del exilio o de la cárcel. Y a confiar únicamente en sus familiares, que ocupan los puestos clave y heredan el poder, como si fueran monarquías: en Cuba, el hermano menor, Raúl Castro; y en Libia, uno de los hijos del coronel, Saif al-Islam, cuya entronización ha sido pospuesta a raíz de la sublevación popular.
A diferencia de su amigo cubano, que siempre ha usado el deporte como un arma ideológica, Gadafi no soporta la popularidad de los atletas y ha tomado medidas drásticas para mantenerlos en el anonimato. En la retransmisión de los partidos de fútbol, los locutores de la televisión libia recibieron la orden de designar a los jugadores por el número de la camiseta, nunca por sus nombres. En el Mundial de 1990, en Italia, hablaron sin parar del "famoso y talentoso jugador número 10". Todo el mundo sabía que se llamaba Diego Maradona, pero se trataba de evitar que el astro argentino le hiciera sombra al susceptible líder de la Revolución Verde.
Excentricidades aparte, los dos hombres han compartido un gusto por la violencia política que va más allá de la lucha por el poder en sus países respectivos. Ambos alimentaron durante décadas el mito de la revolución mundial y crearon estructuras para ese fin: el Departamento América en La Habana, dirigido por Manuel Piñeiro, alias Barbarroja, y el Mathaba en Trípoli, encabezado por Moussa Koussa, que acaba de irse al exilio. A partir de 1992, cuando se hunde la URSS y termina la Guerra Fría, La Habana y Trípoli reducen su apoyo a las guerrillas y a las organizaciones terroristas, como los vascos de ETA, los irlandeses del IRA o los colombianos de las FARC.
Hay, sin embargo, un terreno donde Fidel le gana en maldad a Muamar: el cubano ha destruido la economía de su país y ha derrochado los enormes subsidios de la URSS, mientras el libio ha aprovechado los recursos petroleros para construir una nación más desarrollada y rica que hace 42 años, cuando tomó el poder en un golpe incruento.