FUENTE Por Pedro Roig Aferrado al poder, Raúl Castro afirma que el sistema comunista es “intocable” mientras económica y moralmente, Cuba se cae en pedazos. La revolución nació con un sueño y terminó en un crimen. Es una tragedia que nos aprieta el pecho y nos consume el alma. ¿Es Cuba una isla trágica? ¿Qué misterioso ingrediente de irrealidad política quedó injertado en nuestra conciencia colectiva? ¿Por qué la irresistible fascinación a un enloquecido caudillo que convocó al grito alucinante de “Patria o Muerte”? ¿Somos un pueblo con inclinaciones al delirio mesiánico y la desmesura de grandeza? Las respuestas son complejas.
Yo me conformo con alentar en otros la duda y las respuestas críticas. Empiezo por fijar un dato que se hunde en las raíces históricas. Nuestra experiencia en el sistema democrático, fundamentado en la tolerancia, y las libertades individuales han tenido poca presencia en nuestro entorno político. Salvo 36 años de interrumpida vida democrática, Cuba ha sido gobernada por capitanes generales, dictadores militares y caudillos totalitarios que por 484 años han humillado con sus desatinos y crueldades la dignidad humana. Efectivamente la experiencia democrática de la isla trágica es de una aplastante levedad. Como apunta el profesor José Azel en su libro Mañana en Cuba, el futuro en democracia será una obra monumental porque el verdadero enemigo es que falta la práctica de vivir en libertad y sus responsabilidades ciudadanas.
Nadie niega que estemos ante una crisis sin precedentes en nuestra historia. La ideología marxista, que no fue popular en Cuba antes del 1959, se instaló en el poder por el engaño y se quedó porque supo combinar el carisma de un demente mesiánico con un brutal aparato represivo. Antes de deshonrarse por sus crímenes, la revolución fue para muchos una esperanza. Al final, la catástrofe de Fidel y Raúl Castro nos deja como herencia un enorme vacío moral, infinitamente peor que la ruina económica.
Formados en la escuela de la obediencia al Máximo Líder, la gente sabe que vive en la mentira, con la máscara de la doble moral, consciente de que todo fue una farsa para alimentar la ambición de poder de un loco carismático, apoyado por fieles asesinos como Ramiro Valdés, hoy ancianos corruptos que se van muriendo inconmovibles al fracaso de la revolución. Y es precisamente con el crimen y el fracaso con quienes piden que la diáspora se suba al tren del cambio.
La realidad es otra. En Cuba, Raúl Castro no da margen para la duda y proclama su fidelidad al dogma comunista, mientras la valiente disidencia interna exige una profunda transformación del fracasado modelo marxista-leninista. Cambio que debe ser implementado con toda urgencia no en cinco u ocho años de innecesarios sacrificios sino ahora.
El desastre no espera por el tren utópico. La Conferencia Nacional del Partido ratificó el proceso de “actualización del socialismo” autorizando medidas cosméticas para mantenerse aferrados al poder. Los que piensan que la diáspora debe subirse a los trenes del cambio encontrarán que la estación del ferrocarril de la Cuba Nueva de Raúl Castro está vacía. Allí solo queda la consigna marxista que enarboló el Comité Central que dice: “El Partido es el alma de la Revolución”. Esta es la fatal herencia de una ideología que no es reformable. En ese criminal engendro comunista no hay nada que se pueda salvar. Económica y moralmente Cuba se cae a pedazos.
Todo indica que en política seguiremos padeciendo ese extraño ingrediente de irrealidad. ¿De dónde surgió la idea de que Fidel o Raúl Castro están dispuestos a negociar un cambio en el sistema o el control del poder? En más de medio siglo no existe una evidencia que dé validez a esta premisa. Pero ahí está como una confusa sombra, un fantasma que no descansa, elaborando proyectos de cambios utópicos. Algo así como un absurdo espejismo. El castrocomunismo, además de que no es reformable, no tiene vocación de cambios serios.
Todo indica que los rasgos delirantes aún acompañan nuestra vida pública. Aquí y allá tenemos dificultad para la meditación profunda y el análisis lógico. Impresionables y dados a la improvisación hacemos de la política un apasionado melodrama, una dramática farsa de intrigas y peleas animadas por un desmesurado protagonismo que dificulta el ordenamiento institucional y facilita las dictaduras.
Cuba es un polvorín de descontento. Un horrible monumento hecho sobre las ruinas de una ideología decrépita. Es obvio que la gerontocracia militar está aferrada al poder. La revolución es un cadáver insepulto. Pero en la Cuba irredenta todo es posible. El heroísmo, la desmesura, los proyectos utópicos, el alucinante protagonismo y el fantasma de la más elaborada fantasía conviven en la pelea. Mientras económica y moralmente Cuba se cae en pedazos. ¡Triste destino de la isla trágica!