-Por los años sesenta se comentaba en el corrillo de los poetas habaneros, más en serio que en broma, el episodio idílico que vivió de adolescente José Lezama Lima, uno de los escritores más importantes de Cuba, con Nicanor Mac Partland, conocido como Julio Antonio Mella.
Mella fue un destacado líder comunista en la década del veinte, que, como consecuencia de su carácter rebelde, nada apegado a la línea oficial de su partido, fue víctima de intrigas, calumnias, prejuicios raciales, envidia y odio.
Estas razones, más lo que dicen los documentos secretos del Kremlin, relacionados con Mella, que fueron desclasificados a partir del derrumbe del campo socialista, han servido para que los historiadores de hoy admitan que quien mandó a asesinar a Mella no fue el dictador cubano Gerardo Machado, como se sigue diciendo en Cuba, sino el propio José Stalin, culpable de millones de muertes.
Lezama contó que cuando él tenía catorce años, Mella le inspiró una gran admiración, una fascinación que nunca pudo olvidar, un gran asombro por su arrojo y valentía, ingredientes que sin duda dan paso al amor en un corazón adolescente.
Un día que visité sola a Lezama, tres años antes de su muerte, sin la compañía de Ciro Bianchi, su fiel entrevistador, que me había llevado a su casa con anterioridad, le pregunté sobre Mella.
Me miró a los ojos, tal vez un poco sorprendido con la pregunta, y exclamó: “Fue el símbolo sexual más carismático de aquellos momentos, con su perfil voluptuoso de Apolo habanero”.
Me hubiera gustado escuchar de sus propios labios todo lo concerniente a su historia con Mella, pero no me atreví a preguntarle más.
En muchas ocasiones, Lezama había narrado en entrevistas los recuerdos que tenía de Mella. Y a sus más íntimos, había dicho que nunca pudo olvidar a aquel muchacho alto, de extraordinaria belleza física, musculoso, de carácter jovial, tan valiente como un dios homérico. Incluso, comentaba los trabajos periodísticos que Mella publicó en las revistas universitarias, escritos en un lenguaje claro y dinámico, firmados como Lord Mac Partland.
Contó en las entrevistas cómo a los 14 años, con una acentuada curiosidad en su pubertad, vio a Mella por primera vez al frente de una manifestación estudiantil, por la calle San Lázaro, y escuchó sus gritos contra el dictador Gerardo Machado. Lo vio como un relámpago, empujando a sus compañeros para que avanzaran con valor. Por último, escondido Lezama en una cigarrería, vio al joven convertido en arquero diestro, cuando lanzó una soga al cuello de la estatua en bronce de Alfredo Zayas, y tiró con fuerza, para derribarla, mientras todos huían despavoridos y dejándolo solo a merced de la policía.
Lezama vio a Mella muchas veces más en la Universidad, muy de cerca. Se encontró con su mirada, para él, de dios protector de mancebos. En la Sociedad de Torcedores de La Habana, cerca de la casa donde vivía, el poeta vio a Mella por última vez. Como le ocurriera al Titán de Bronce, Antonio Maceo, Lezama recordaba que también a Mella se le hinchaban las venas del cuello en los discursos, ¨…con su gran fuego comunicante, exaltado y vehemente¨.
Al poco tiempo, Mella marchó a México. El poeta tenía entonces quince años. Nunca más lo vio. Seguramente le hubiera gustado haber sido su oráculo y profetizar todo lo por venir, alertarlo del peligro que corría cuando criticó a la sociedad de Stalin y los métodos de la Internacional.
Supo que Mella, uno de los ídolos más vivos y perennes de su juventud, había sido asesinado en una calle de México, con apenas 29 años. Tiempo después, es muy posible que Lezama lo haya visto de nuevo en un periódico, como lo vi yo, todo vestido de negro, negro también su sombrero de alas anchas de fieltro, y con su misma mirada, viril y seductora, de conspirador misterioso.