hablan con la prensa el jueves pasado en Washington, tras anunciar la creación de un equipo bicameral para combatir el cambio climático
Pedro Caviedes
Hace unos meses se cumplieron cincuenta años de la llamada Crisis de los Misiles en Cuba. Fue quizá el pico más alto de esa época vertiginosa en que la humanidad se vio amenazada con la aniquilación nuclear. La Guerra Fría mantuvo una tensión constante entre la Unión Soviética y los países de Europa Oriental, con Estados Unidos y los países de Europa Occidental. El Pacto de Varsovia contra la OTAN. Las agencias de espías conseguían en un bando y en el otro, torcer la mano de algún funcionario, de algún científico, que entonces mantenía informado al contrario sobre las actividades de su antagonista. Las misiones diplomáticas trabajaban a toda máquina para mantener abiertos los canales de comunicación, y que a ningún gobernante se le ocurriera la soberbia estupidez de ‘apretar el botón’. Cada bando movía sus fichas como en un juego de ajedrez, hasta que a los soviéticos se les ocurrió mover su artillería a un escaque, Cuba, excesivamente cercano al rey, con el fin de poner en jaque a Estados Unidos. Pero ante tal amenaza, los estadounidenses trazaron una raya. El mundo tuvo el alma colgando de un hilo por los días que duró la crisis. La Tierra, tal y como la conocemos, estuvo a punto de cambiar su apariencia para siempre. El invierno nuclear envolvería a la vida en su gris ocaso de extinción y soledad. Bosques, ciudades y selvas, serían arrasados de raíz.
Para aquellos gobernantes elegidos, o impuestos, en aquella época, ¿cuál sería la forma ética de gobernar? ¿Qué meta, qué fin, debía regir sus mandatos? Si los políticos con sus decisiones persiguen el bienestar de sus pueblos, considero que por encima de todo, la atención del mandatario en las potencias dueñas de arsenales nucleares, debía volver siempre a encoger la posibilidad de una guerra global. ¿De qué serviría cualquier logro, cuando en pocos minutos la tierra que habitaban sus ciudadanos podía quedar desolada? En ese mundo ilógico que siguió al fin de la Segunda Guerra Mundial, al final ganó la razón.
Y cayeron los muros.
Me parece un buen motivo de esperanza que en el discurso de inauguración para su segundo mandato, entre otros aciertos, el presidente Obama haya mencionado abordar el cambio climático, como uno de sus principales frentes en los próximos cuatro años. Sin embargo, este tema debería ser el primero. Y el primero en la agenda de todos los gobernantes de las potencias.
Y es que, quizá no con la rapidez escalofriante con que esos misiles pueden descuartizar el planeta, una amenaza parecida se cierne hoy sobre nuestros hogares. El ser humano, diferenciado de los animales por su capacidad para vencer a los elementos, al fuego, al agua, al aire, a la tierra, ha logrado volcar las fuerzas de la naturaleza en su contra. Después de las revoluciones económicas, políticas y culturales, después de las guerras, de las naves espaciales, del automóvil, del microchip, Internet y la superautopista de la información, los robots, las vacunas, los rascacielos, los viaductos, los portaviones, el tren bala, el ser humano se embelesó con su obra, y se olvidó de la generosa madre naturaleza, que le entrega los recursos para alcanzar sus proezas.
La tierra suave y fértil que heredaron nuestros antepasados comienza a petrificarse. Dolorosas sequías devastan los sembrados. Nos sorprenden olas de calor inesperadas y tormentas de hielo absurdas. Con las estaciones, las temperaturas suben y bajan a máximos nunca vistos. El nivel de los mares desborda las ciudades. En el trópico, inviernos precedidos de sequías inundan poblaciones enteras. Los huracanes llegan hasta donde nunca se habían atrevido haciendo temblar metrópolis dispuestas para resistir terremotos, mas no la corriente enfurecida de los mares, revoloteando en las alturas. Y sin embargo, cumbre internacional tras cumbre, intento de tratado tras intento de tratado, la actual clase dirigente de la Tierra, no se pone de acuerdo en nada que contenga este tema.
Los lobistas, bien remunerados por los dueños de los pozos que nutren las naciones de sus combustibles fósiles, han logrado que muchos políticos, títeres sin pudor, ni moral ni ética ni sentido de la responsabilidad ni conciencia, pongan en tela de juicio no solo la veracidad de nuestros científicos, sino lo único incontrovertible que poseía el ser humano hasta ahora: la realidad, la evidencia.
Me pregunto qué habría pasado si en aquellos años de la Guerra Fría, el poder económico estuviese tan afincado en el poder político como lo está hoy en día.