Generación del Picadillo de Soya hace memoria
Tal vez en el momento que el lector lea estas líneas, se está conmemorando los veinte años exactos del inicio del período especial, la marca mayor infligida a la historia de Cuba en la última centuria.
Comenzó en agosto del 1993, cuando el ex secretario del Consejo de Ministros Carlos Lage anunció que la economía cubana tocaba fondo, y con ella los preceptos y las actitudes. Los estantes empezaron a vaciarse. El valor del peso cubano se volvió una broma cuando salió el dólar a la luz, para convertirse en el sueño y la pesadilla a la vez.
La tenencia del dólar fue perseguida como un virus. Se decomisaban todos los dólares ocupados a los individuos. A algunos les impusieron condenas largas. Fue despenalizado en 1994 por la presión popular del “maleconazo” y paradójicamente algunos de los sancionados aún siguen presos, porque durante la condena se complicaron con delitos inherentes a la cárcel.
La verde cara de Washington, viajó de mano en mano con suma premura por esos días, con sigilo, con susto, escondida en las medias o los zapatos, detrás del tanque del retrete o aprisionada dentro del calzoncillo. Había que encontrar un extranjero, que se dignara a comprarnos en las tiendas los productos prohibidos.
Utilizando el argot popular, podemos decir que muchos cubanos se transformaron en ratas. Comían desperdicios, hurgaban en los latones de basura, engullían pizzas que en vez de queso llevaban condones derretidos y también “bistecs” empanizados de colcha de trapear, según leyendas urbanas de la época. La capacidad de depredación llegó a niveles límites. Perros, gatos, auras, totíes, morena de mar. Hasta el pez león, una extraña especie del océano Índico que osó acercarse a la orilla de un país donde se libraba una batallaba campal por la supervivencia. Fue extinguido.
Los vagabundos pulularon, igual que dementes y suicidas. En la sociedad comenzó a crecer y desarrollarse la enfermedad del alcoholismo, como vía de escape contra los caminos sin salidas. El alto costo de la vida obligó al padre de familia que no podía comprar ron bueno para olvidar sus penas, a beber alcohol de farmacia. Apareció una maquinaria clandestina de producción de barbaridades como chispa de tren, gualfarina, calambuco. Aquellos borrachos frustrados, sin fuerzas ni carácter, ni incentivos para educar a sus hijos, no los atendieron y ellos, desde temprana edad perdieron cualquier esperanza de futuro y siguieron a sus padres por el camino del alcohol, acabando con sus destinos.
Algunos la llaman la Generación del Picadillo de Soya, que disparó a cifras incalculables la estafa y el robo de carteras. El trapicheo, la venta ilícita. Impusieron dos monedas, una débil con la que pagaba el estado los salarios y una insultante con la que se compraban las cosas. De repente todo tuvo un precio altísimo en el mercado negro. Una pecera sin uso en un rincón llegó a costar ochocientos pesos y una libra de arroz cincuenta y cinco. La inflación.
En el campo se cambiaba una tonga de ropa usada por un carnero, así como un par de botas por un puerco. Muchos individuos caminaban en caravana por los campos de Pinar del Río como zombis, cambiando jabón y detergente por arroz viandas. El trueque.
Antes que se liberara el mercado agropecuario en el 94, en Marianao había que hacer una cola desde la noche anterior para comprar carne cuando alguien mataba un puerco en el barrio.
Para subir a un ómnibus se escenificaron verdaderas tramas de películas trágicas. El aceite destinado a la producción de pan y dulces se vendía en el mercado negro, también la sal, el azúcar, y cualquier cosa que reportara dinero. Los trabajos más buscados fueron aquellos donde se pudiera robar, o cargar comida. El jineterismo instauró una verdadera revolución en la concepción de la familia. Viajar al extranjero se convirtió en una condición de vida.
Los puestos de trabajo en los centros laborales donde se operara con turismo, adquirieron precios. Operador de una gasolinera: trescientos dólares; dependiente en una tienda de divisas: doscientos; cocinero: cien. La diferencia en las posibilidades para enfrentar la crisis, entre de los que podían acceder al dólar, ahora cuc, y los que debían inventar para conseguirlos se abrió como una brecha en la identidad cubana.
En 1997, el ex secretario Lage dijo, en una aparición en público, que la economía cubana había terminado de tocar fondo y comenzaba a subir. Luego Machado Ventura y Marino Murillo lo han ido repitiendo muchas veces, pero la realidad aún espera por el milagro a la alza. Hoy la mitad de los hombres en edad laboral, que son los llamados a propiciar la emersión, “trabajan” sentados en un taburete en las puertas de sus casas, vendiendo barajitas confeccionadas por cuentapropistas con materiales robados al estado, o traídas del extranjero por mulas.
Una medalla merecemos, por empeñarnos en sobrevivir durante estos absurdos veinte años “especiales”.