Un héroe al que las cosas le salieron mal
El habanero que se cree Che Guevara
Por José Hugo Fernández | LA HABANA, Cuba
La Acera del Louvre, frente al hotel Inglaterra, y el entorno del Parque Central, en La Habana, son las tierras del mundo que reclaman el concurso de sus modestos esfuerzos. El Che las recorre puntualmente, con la palma extendida, pues, según afirma: “Lo mío no es tirar el puño, sino extender la mano”. Así va pidiendo a los turistas extranjeros que cooperen con “la causa”. No es un loco empalagoso ni atemorizante. Tampoco es uno de esos enajenados pícaros que se disfrazan como el guerrillero para obtener unas limosnas. Él está convencido de que es el Che, así que su objetivo, ante todo, es ser tomado como tal.
Opera de noche, igual que las lechuzas, porque los rangers (así llama a los policías), se ensañan con él, como en La Higuera, y ya ni correr puede, luego del último enfrentamiento, cuando quedó con una pierna inútil. Es el motivo por el cual su única arma es una muleta, que le ayuda a mantenerse en pie mientras abre nuevos focos guerrilleros, siempre en pos de los nostálgicos viudos del estalinismo –ancianos por lo general-, que vienen desde Europa en busca de putas adolescentes y de souvenirs guevaristas. El Che se deja retratar por ellos, siempre con la condición de que la muleta quede fuera del lente.
Hace un par de noches conversé con él, hasta donde se puede llamar conversación al acto de escuchar sus ditirámbicas sentencias, sin que acceda a dar respuestas coherentes a pregunta alguna. Así le oí soltar algunas prendas de antología que, por suerte, quedaron registradas en mi grabadora: Pongamos por caso ésta: “Duermo poco, esperando la hora de los hornos. Y cuando duermo, lo hago con un ojo abierto y el otro cerrado, en el Parque Central, para poder cuidar la estatua de Martí, porque la cosa está mala”. O esta otra, que no tiene desperdicios: “Soy un mártir de la revolución, pues debe usted saber que un mártir no es sino un héroe al que las cosas se les fueron de las manos”.
Quise conocer el verdadero nombre de este infeliz ángel caído, quise saber dónde vivía y a qué se dedicaba antes de volverse loco, si es que existió un antes para él. Quise hurgar en las causas que le impulsaron a su chiflada apropiación de la identidad del Che Guevara. Pero mis intentos resultaron baldíos. Ante toda pregunta, se limitaba a responder que él es un mártir de la revolución.
Aunque pensándolo bien, tal vez su respuesta no sea tan atolondrada. Incluso, más o menos tan mártires como él podríamos ser la mayoría de los cubanos. Entre el Che que alguna vez quisimos ser y esta especie de coja caricatura que expone su cara triste ante las cámaras de los turistas, en la Acera del Louvre, la distancia en verdad es mucho más idílica que real. Y hasta con una ventaja para éste, contenida en el hecho de que prefiere tender la mano antes que tirar el puño.