Es 22 de noviembre de 1963. Son las 12.28 y luce un sol radiante.
Medio siglo después, se seguirá hablando de aquel proyectil y de quién lo disparó
Yo soy la bala que mató a Kennedy
JUAN GÓMEZ JURADO Soy una bala. Mido 6,5x52 mm, junto con mi vaina, y dentro de unos pocos segundos voy a ser el proyectil más famoso de la Historia. He recorrido un largo camino para llegar hasta aquí. Me fabricaron en Italia, en una pequeña factoría de Terni, a 65 kilómetros de Roma. No sé la fecha exacta en que me hicieron, aunque creo que fue durante la Segunda Guerra Mundial. El rifle Carcano en el que me han introducido tiene 23 años de antigüedad. Ese sí, se hizo bajo mandato de Benito Mussolini.
Soy la tercera del cargador. Al igual que mis compañeras, mi vaina no está rellena de pólvora, sino de solenita, un compuesto de nitroglicerina y trinitrocelulosa que se inventó hace tres cuartos de siglo y que no ha cambiado desde entonces.
Soy tan antigua que no debería funcionar, el producto anticuado y obsoleto de un mundo que aún no hemos sido capaces de dejar atrás.
Hoy es 22 de noviembre de 1963. Son las 12.28, y luce un sol radiante, como casi siempre en Dallas. Hace una temperatura agradable, y eso es más raro en Texas. También es un día especial. El hombre que me ha colocado en el cargador me compró por correo. A mí y al rifle en el que aguardo a ser disparada. Fue hace ocho meses, en la revista American Rifleman, una publicación oficial de la National Rifle Association, usando el alias A. Hidell. El paquete costó 19,95 dólares, más gastos de envío y embalaje. El 20 de marzo me enviaron a él, sin mayores explicaciones. Es muy barato y sencillo comprar armas en este país.
Ahora el hombre y yo aguardamos, expectantes. He llegado hasta el sexto piso del Almacén de Libros Escolares de Texas, envuelta junto con el Carcano en unos papeles. El hombre que me posee trabaja aquí desde hace meses. Se llama Lee Harvey Oswald. Acaba de cumplir 24 años, pero a pesar de su juventud ha vivido una vida de problemas y de inestabilidad. Su padre murió dos meses antes de que él naciera, su infancia estuvo marcada por la rabia y la ausencia. No era muy listo. En la escuela hacía novillos constantemente, lo que acabó con él siendo evaluado en un hospital psiquiátrico. Allí le diagnosticaron enormes cantidades de frustración y rasgos de esquizofrenia. Eso no le impediría alistarse en los Marines. Quizás fuese la causa de que intentase desertar a la Unión Soviética, declarándose comunista. Los rusos no le debieron ver muy cuerdo, porque ni siquiera ellos le quisieron y acabó regresando a EE.UU., más desencantado que nunca.
En los próximos meses e incluso años el mundo entero hará cábalas de dónde salió el dinero para pagarme o la intención de que yo cumpliera el destino que estoy a punto de cumplir. Yo no puedo decirlo. Tampoco me importa. He sido creada con un propósito muy claro, y la intención tras ese propósito no me incumbe.
Mi única misión es volar.
Estamos en un almacén atestado de cajas, aunque la disposición de ellas ha cambiado ligeramente. El hombre del rifle ha dedicado una hora a mover un par de docenas para cubrir una de las ventanas, formando una pantalla con la que ocultar sus actos a la vista de cualquiera que pudiese entrar en el sexto piso y llegar hasta el fondo, hasta la ventana que da a la esquina de North Houston Street. Aunque nadie ha entrado desde que el hombre del rifle comenzó su preparación del escenario.
Paciente espera Entre la pared improvisada y la ventana ha dejado un metro de distancia, suficiente para arrodillarse y apoyar el rifle sobre otras tres cajas de libros.
Son las 12.29. Un Lincoln descubierto entra en la plaza Dealey, flanqueado por dos motos de la policía de Dallas. Se acerca lentamente a la ventana junto a la que Oswald está esperando pacientemente. Pasa a poco más de diez metros de nosotros, efectuando un giro de 120 grados y enfilando Elm Street. Ahora se aleja de la ventana. La calle transcurre en línea recta tras la mira telescópica montada en el Carcano, y el desplazamiento del vehículo sigue otra línea recta, moviéndose de forma estable y lenta. La línea de disparo sería perfecta de no estar obstruida por las ramas de uno de los enormes olmos que dan nombre a la calle y que impide el tiro durante unos breves segundos.
El hombre del rifle aguarda pacientemente a que el objetivo vuelva a entrar dentro de su campo de visión. Se prepara, cogiendo aire despacio. En el momento de efectuar el disparo debe detener la respiración.
Su índice, apoyado en el guardamonte, se contrae. Comienza a apretar el gatillo, muy lentamente. Recuerda lo que le dijo su instructor en los Marines.
-No tires de él, apriétalo hasta el fondo hasta el final del recorrido. Así el cañón no se moverá.
La limusina abandona la protección de las ramas. El hombre del rifle ejerce más presión sobre el índice, hasta que se oye un chasquido metálico.
La primera bala sale disparada y alcanza al presidente John Fitzgerald Kennedy en la espalda, la misma que le mantenía por largos periodos de tiempo inmovilizado y recibiendo tratamiento constante, escondiendo su enfermedad al público norteamericano. La bala penetra en su cuello, daña sus vértebras y pulmones y atraviesa su cuerpo, entrando en el del Gobernador de Texas, John Connally, atravesando su axila derecha, destrozando su quinta costilla, saliendo por el pezón derecho, golpeando su muñeca para acabar alojada en su muslo izquierdo. Antes siquiera de que el ruido del primer disparo alcance a la limusina presidencial, el objetivo alza los brazos y aprieta los puños junto a su garganta, en una reacción neuromuscular involuntaria producida por los daños en las vértebras.
Ajeno a esto, el hombre del rifle no se detiene. Tira del cerrojo a toda velocidad, expulsando la vaina vacía y colocando en la recámara la siguiente bala en el cargador. A una velocidad que sus instructores de los Marines, que siempre habían creído que Oswald era un pésimo tirador, juzgarán imposible. No se detiene a enfilar la puntería, y la bala sale disparada, perdiéndose en el aire.
De nuevo el cerrojo se mueve. Click, click. El mecanismo me alza y me coloca en la recámara. Frente a mí hay ahora un túnel de oscuridad. Al otro extremo, un círculo de luz perfecta.
Estoy lista.
Siete segundos después del primer disparo, el gatillo acciona por tercera vez el percutor, que golpea en el fulminante. Los 162 gramos de solenita, distribuidos en pequeños granos de forma tubular, se inflaman al instante, alcanzando una temperatura de 2.600 grados centígrados. La fuerza expansiva de los gases me arranca de la vaina y salgo disparada a través del cañón.
Mi vuelo será corto. Viajo a 700 metros por segundo, así que apenas tardaré unas décimas en alcanzar mi objetivo. Pero ese tiempo minúsculo para un ser humano es toda una vida para una bala. Sólo soy un objeto inanimado, sin más capacidad de hacer daño que la que me ha sido otorgada por quienes me fabricaron y quien me disparó, ni más capacidad de ver o de contar que la que me otorga esta narración.
Pero durante estas décimas de segundo, estoy viva.
Voy demasiado deprisa como para que las decenas de cámaras que hay en la Plaza Dealey alcancen a verme. Ni siquiera la que sostiene Abraham Zapruder, que sin embargo captará el resultado de mi trabajo, en el fotograma de película casera más visto de todos los tiempos.
Vuelo por encima de las cabezas de la gente, simpatizantes del presidente que ondean banderas con barras y estrellas, sostienen carteles de apoyo. Durante el escaso lapso de tiempo en el que el movimiento me confiere vida, cruzo el aire enrarecido de esa gran mentira que es Camelot. Sigo una trayectoria rectilínea hacia el cráneo del hombre que ha dirigido los designios del mundo libre disfrazado tras una sonrisa de galán perfecto, mientras se acostaba con actrices, fallaba en invadir Cuba, mantenía un pulso con la URSS que casi aboca al mundo a una guerra nuclear e iniciaba la guerra de Vietnam. La misma boca que proclamaba «Ich bin a berliner», besaba a Marilyn Monroe a escasos metros de donde dormía su mujer. Su padre hacía negocios con la misma mafia que ayudó a JFK a ganar la Presidencia, esa mafia que muchos dirán que fue la responsable de su muerte.
Decenas de teorías surgirán tan pronto yo haya cumplido mi destino. Unos dirán que fueron los cubanos, como castigo por lo de Bahía de Cochinos. Otros, que Lyndon B. Johnson, el ninguneado, machista y misógino y oligarca vicepresidente que en unos instantes recibirá un ascenso instantáneo. Otros, que fue Sam Giancana, el líder de la Cosa Nostra, que molesto por la traición de los Kennedy juró no descansar hasta ver muertos a John Fitzgerald y a Robert. Otros, que los soviéticos, recelosos de que la popularidad de Kennedy atrajese a más países al círculo de influencia norteamericano. Otros, que la CIA en colaboración con los belicistas jefes del Estado Mayor, deseosos de calentar la Guerra Fría para aumentar su poder y sus jugosas bonificaciones bajo cuerda con los contratistas de armamento.
No sé nada de todo esto, porque no me corresponde saberlo. Cualquier teoría encajará en la compleja vida del hombre del rifle. Quizá por eso fue elegido, si es que alguien maneja los hilos. Finalmente alcanzo mi objetivo, el lado derecho del cráneo del presidente, en una explosión de sangre, fragmentos de hueso y masa encefálica cuya expansión alcanza hasta el salpicadero y cubre de restos orgánicos a su aterrorizada esposa. Jacqueline Kennedy intenta escapar subiéndose al maletero y chillando. Mi vida ha concluido. He cumplido mi misión y mi destino. Dentro de 50 años se seguirá hablando de mí, de quien me disparó y del porqué. En décimas de segundo he convertido a un mediocre en un santo que será llorado y recordado, no por lo que hizo, sino por el final que yo le causé.
Yo soy la bala que mató a Kennedy y hoy, 22 de noviembre de 1963, en la plaza Dealey de Dallas, Texas, he hecho Historia.