La presentación del libro del bloguero y prisionero político cubano:
Ángel Santisteban Prats, titulado "El Verano en que Dios Dormía", se llevó
a cabo y estuvo a cargo del profesor Antonio Correa y del escritor y periodista Carlos Alberto Montaner
Carlos Alberto Montaner Presentan en Miami el libro “El Verano en que Dios Dormía” de un prisionero político cubano
Por Carlos Alberto Montaner Agradezco a Neo Club Ediciones, a Armando Añel y a Idabell, su mujer; a la Casa Bacardí de la Universidad de Miami y del Instituto de Estudios Cubanos y Cubanoamericanos, y a Alexandria Library, la oportunidad de presentar esta excelente novela de Ángel Santiesteban Prats, El verano en que Dios dormía, ganadora del concurso literario Franz Kafka, Novelas de Gaveta 2013.
Quiero mencionar especialmente al escritor Amir Valle quien, en su momento, me llamó la atención sobre la calidad humana y profesional de Santiesteban descubriéndome a un singularísimo escritor. La devoción de Amir por Santiesteban y su generosa solidaridad es una buena prueba de que el comunismo no ha podido destruir los lazos de amistad, aunque ha pretendido controlar la vida afectiva de los cubanos.
La represión como castigo e intimidación general
Santiesteban es un magnífico narrador cubano, nacido en 1966. Fue encarcelado por la dictadura y condenado a cinco años de prisión, supuestamente por un delito nunca probado de violencia doméstica. En realidad, lo que castigaban eran sus críticas al sistema y su enfrentamiento con el régimen. La acusación sólo era la coartada formal para ocultar la represión política.
Naturalmente, el régimen cubano esconde su mano represiva tras la supuesta independencia de un poder judicial que en Cuba sólo es otra temida expresión del aparato de terror.
Si el régimen castrista, realmente, sintiera que debe perseguir a los culpables de grandes atrocidades, y si no utilizara los tribunales selectivamente para acosar a sus adversarios, hubiera castigado severamente al comandante Universo Sánchez cuando mató a tiros a un vecino incómodo. O hubiese iniciado una investigación responsable sobre el asesinato de decenas de inocentes en el remolcador Trece de marzo. O habría indagado con seriedad la acusación hecha por Ángel Carromero sobre la probable ejecución de Oswaldo Payá y Harold Cepero en julio del 2012, por sólo mencionar tres casos entre los cientos de atropellos y crímenes impunes que han debido soportar los cubanos.
Hemos visto, vivido y sufrido lo suficiente para saber que la dictadura invariablemente miente sobre la naturaleza de sus adversarios. Los acusa de terroristas, agentes de la CIA, de alcohólicos, de traidores o, como en este caso, hasta de violencia doméstica, para no tener que asumir una ingrata verdad: utilizan la difamación, los actos de repudio, las golpizas, la cárcel y, a veces, el paredón, para cobrarles a las personas críticas la osadía de decir lo que piensan.
Simultáneamente, esos maltratos de palabra y obra siembran el terror con el objeto de que el ejemplo no se propague. Se trata del castigo preventivo. Pegan para que los demás bajen la cabeza.
La represión en Cuba, pues, tiene dos propósitos claros que ya Lenin recomendaba al inicio de la revolución bolchevique: castigar a los culpables de apartarse de la línea oficial e intimidar al resto de la población. Son, por cierto, los mismos métodos de la mafia convertidos en medidas de gobierno.
Ese proceso de destrucción de la reputación del disidente o del simple desafecto, especialmente si se trata de un intelectual afamado, es siempre el preludio de la cárcel, o de la agresión física. Comienza con el insulto y evoluciona hacia una salvaje pateadura, ostensible y pública, encaminada a “darle una lección” para que no se atreva a contradecir los evangelios sagrados de la tribu de matones que ocupa el poder.
Ángel Santiesteban ha pasado por todo esto. Lo han golpeado, lo han difamado y han tratado inútilmente de silenciarlo, pero lo que han conseguido es convertir su caso en lo que se llama “una causa célebre” que ha despertado la atención de medio mundo.
Algo parecido a lo que, en el pasado, les sucedió a Heberto Padilla, José Mario, Armando Valladares, Jorge Valls, Ángel Cuadra, Reinaldo Arenas, René Ariza, Héctor Santiago, María Elena Cruz Varela, Juan Manuel Cao, o a Raúl Rivero, y a tantos otros escritores y artistas que padecieron diversas modalidades del mismo calvario. Los sufrimientos que les infligieron sirvieron para desenmascarar y desacreditar a la dinastía militar de los Castro.
La novela y la fuga
El verano en que Dios dormía narra la fuga de un grupo de cubanos a bordo de una balsa. El narrador cuenta, casi siempre en primera persona, los avatares del viaje, y describe a los personajes que lo acompañan desde que embarcan en las costas cubanas, llenos de ilusiones, hasta que regresan a la Isla, a bordo de una nave de la marina norteamericana que los traslada a los campamentos de Guantánamo, donde les aguarda un destino incierto.
En este caso, la peripecia es menos importante que las disquisiciones del autor sobre la historia cubana y sobre el fallido gobierno comunista. Es interesante destacar una presencia frecuente en las reflexiones del novelista: José Martí. Santiesteban, como tantos cubanos, justamente, venera a Martí y utiliza su vida y su obra como canon y medida para juzgar lo que acontece en la Isla.
La historia es fuerte y dramática por dos razones. La primera, porque miles de cubanos han muerto ahogados o devorados por los tiburones y barracudas en los mares cercanos a Cuba tratando de escapar del sistema comunista. Es decir, Santiesteban, en su ficción, que tanto tiene de realidad, les da una voz potente a esos millares de víctimas. Su novela, aunque el autor no se lo haya propuesto, tiene un componente histórico muy importante.
¿Cuántos cubanos han muerto en el intento? Son decenas de miles. No se sabe con exactitud, pero son muchos. Algunos hablan de 75 000, otros del doble. Sin duda, muchos más de los que han muerto en combate en todas las guerras libradas en la Isla desde que Colón la pisara a fines del siglo XV. Y si no son más, es porque José Basulto concibió y puso en el aire a Hermanos al Rescate para ayudar a los balseros, hasta que la dictadura destruyó dos de las avionetas desarmadas que volaban sobre aguas internacionales, asesinando a cuatro personas que sólo intentaban ayudar a compatriotas en peligro de muerte.
La segunda razón que le da una notable importancia a esta novela es el tema del éxodo imparable de los cubanos. ¿Por qué o, más bien, de qué huyen, si desde los siglos XVIII, XIX, y muy particularmente del XX, hasta el triunfo de la revolución cubana en 1959, la Isla había sido un receptor neto de cientos de miles de inmigrantes, al punto de ser la nación americana que más extranjeros recibiera con relación a su población? (Más, proporcionalmente, que Argentina y Estados Unidos).
Huyen de la falta de libertades, traducida en falta de oportunidades. Las sucesivas generaciones de habitantes de Cuba siempre percibieron la prometedora experiencia de vivir mejor que sus padres y abuelos, algo que lograban sistemáticamente.
Hasta que llegaron los Comandantes, mandaron a parar las ilusiones de prosperar y les impusieron a los cubanos un sistema de gobierno que impide la creación de riqueza, es incapaz de mantener las infraestructuras, y destruye el capital físico acumulado, como se observa en esas ciudades devastadas por la estupidez sin paliativos del castrismo.
Cuando uno nace en Cuba sabe que, por mucho que estudie o se esfuerce, no podrá mejorar su calidad de vida porque el sistema lo impide. Por eso Cuba es el único país del mundo del que escapan en balsa, arriesgándose a morir, los ingenieros, los médicos, los escritores, y todo aquel que tiene ganas de hacer algo constructivo con su vida o emprender una actividad lucrativa para lograr el bienestar propio y de la familia.
Huyen, además del discurso mentiroso y cansino que trata de justificar más de medio siglo de fracasos sociales con referencias heroicas a unas actividades violentas que perdieron toda conexión con las jóvenes generaciones.
¿Qué demonios significan la remota batalla de Uvero –un tiroteo elevado a la categoría combate épico–, o la desastrosa aventura del Che en Bolivia, para unos muchachos que quieren tener vidas divertidas y normales que les permitan desplegar sus alas y perseguir sus sueños individuales?
Y, cuando lo logran, cuando, finalmente, han conseguido emigrar, experimentan otra faceta del horror: el Estado, esa rencorosa dictadura comunista empecinada en perjudicar a los que han huido y en acosar y mortificar a los que se han quedado, les niega el acceso a los títulos académicos que legítimamente adquirieron, les vende documentos a precios de estafa, los califica de escoria o gusanos, los trata como enemigos, e intenta que el país de acogida los mantenga en un limbo legal para que no puedan abrirse paso.
Mientras las demás naciones de América Latina le piden a Estados Unidos que proteja a sus ciudadanos indocumentados con unas medidas legales semejantes a la Ley de Ajuste que ampara a los cubanos cuando tocan suelo americano, el miserable Estado forjado por los Castro intenta que se derogue esa legislación. No satisfecho con el daño infligido a los cubanos cuando vivían en la Isla, trata de prolongar su sufrimiento en el exilio creándoles dificultades para que no puedan desenvolverse adecuadamente.
Nada de lo que aquí se dice es diferente a lo que musitan en voz baja los intelectuales cubanos que no han podido o querido exiliarse, incluidos muchos de esos desdichados que firman cartas en la UNEAC para respaldar la tiranía o para aplaudir fusilamientos, presionados por la policía política.
Por eso es tan incómoda una voz como la de Ángel Santiesteban Prats. Cada vez que un escritor dentro de la Isla –y pienso en Padilla, en María Elena Cruz Varela, en Antonio José Ponte, en Raúl Rivero, en Yoani Sánchez, en Iván García, en tantos otros— se atreve a describir la realidad sin miedo, o tragándose el miedo, sus pusilánimes colegas son víctimas del desagradable fenómeno de la disonancia moral. Piensan una cosa, pero dicen otra, mientras aplauden lo que, realmente, corazón adentro, les repugna. El régimen ha conseguido domesticarlos, ellos lo saben, y viven con esa molesta huella que siempre dejan los grilletes.
En fin, debe ser muy triste vivir enmascarado oficiando siempre en el templo de la doble moral. Ángel Santiesteban Prats se libró de esa ignominia y escribió, para probarlo, un libro espléndido. Algún día Dios despertará y él saldrá de su celda. Lo esperarán miles de lectores agradecidos para darle el abrazo que merece.
SOBRE EL AUTOR CARLOS ALBERTO MONTANER Carlos Alberto Montaner ( La Habana, 1943). Escritor y periodista. Ha publicado una veintena de libros, varios de ellos traducidos al inglés, el portugués, el ruso y el italiano. La revista Poder lo ha calificado como uno de los columnistas más influyentes en lengua española. En 1992 fue elegido vicepresidente de la Internacional Liberal, cargo que ocupa desde entonces. Reside entre Madrid y Miami.
Por Ángel Santiesteban, escritor cubano preso por decir lo que piensa de la Dinastia de Castro y su dictadura.
Nos dimos la espalda con ganas de no habernos conocido, guardábamos demasiado dolor. Y en realidad no me alegré, quizá siempre quise verme como el equivocado, el rajado, el tipo que no supo entender las exigencias de mi tiempo. Tuve más deseos de gritarles traidores, porque a pesar de todo confié en ellos, que en sus manos las cosas serían mejores. Pero entonces, al verlos huir como yo, me dejaban sin aliento, sin esperanzas, sin la duda de haberme equivocado. Supe que necesitaba la duda, me era necesaria para reflexionar conmigo mismo. Ahora me quedaba sin el polo opuesto. Y sentía tristeza. Al carajo la historia, la épica, las ideologías. A la mierda todo. Al final siempre queda el ser humano al desnudo. Y quizá sea ese el momento que más importe y esta sea la enseñanza.
–Oye, Rafael –me gritó–, ¿no me vas a desear suerte? –Jódete –le respondí. Entonces sonrió como si no le importara. –Está bien –dijo como algo inevitable mientras levantaba los hombros–, sólo recuerda que marineros somos y por la mar andamos.
Seguro era otra de sus amenazas. De todas formas, comprendí que era un enemigo declarado y debería cuidarme siempre que se cruzara en mi camino. Le guardaba rencor por el daño que me había hecho, pero sobre todo, al profesor de filosofía. Él era mi gran oponente, la persona que me había enseñado a pensar. Mi Rafael María de Mendive, salvando las distancias. Antes de mi desilusión, mi profesor me obligaba, a través de las discusiones, al análisis desde distintos ángulos. En los años en que yo defendía la revolución, sus ideas pegaban en mi cabeza como en un yunque. Y nunca trató de confundirme ni de cambiar mis ideas. Sólo se empeñaba en que razonara:
–En nuestro socialismo a la cubana es inevitable que tus neuronas se oxiden por la maldita monotonía de hacer diariamente una tarea cualquiera que no te reporte nada nuevo en meses, quizá en años; el tedio es un himno que nos despierta cada mañana y lo arrastramos por el resto del día hasta la hora de dormir, o como diría la clase proletaria cuando se les pregunta qué hacen: “aquí, machacando en baja”; lo peor es que sientes que la juventud se acaba y ese hecho no puedes hacerlo reversible.
Miras a tus padres –decía y se rascaba incesantemente la cabeza–, en los rostros de esa generación, en la que me incluyo, se pueden ver grabadas las malas noches de las guardias de milicia, el sol incrustado en la piel, el sello de tantas zafras, sus esperanzas gastadas desde hace mucho tiempo por el cansancio y el sacrificio acumulado durante tres décadas, las ilusiones frustradas por lo que parecía imperecedero y ya no lo es, la gran debacle, la realidad que creímos imposible: la eterna hermandad que se juró con la Unión Soviética, convertida ahora en tantos Estados para quienes ya no somos importantes, cada uno intentando sobrevivir: se olvidaron de la historia compartida en el mismo bando, de las aventuras que emprendimos de mutuo acuerdo, de la sangre que se derramó, de que este país se convirtió en una provincia, un municipio, un koljoz, donde todos no éramos más que comisarios políticos y lo decía con rabia, lastimado por una realidad que quiso cambiar y le negaron desde su primer intento de discernimiento.
También pagamos por ser sus aliados, por confiar ciegamente en la falsa fortaleza del muro de Berlín que se desmoronó y sus ladrillos son subastados en el mundo para ser usados como pisapapeles. Desde entonces comenzamos a desconfiar de todo lo que parecía ser y no fue. Ahora cada palabra nos resulta falsa, el Lenin que nos enseñaron a amar es una ofensa para la humanidad y ultrajan y derriban sus monumentos; nos educaron con el respeto a Stalin, por haber salvado el socialismo en la Segunda Guerra Mundial; lo que no dijeron es que fue otro gran asesino, que le construyó campos de concentración a su propio pueblo; recuerdo que nos pedían participar en el recibimiento a Honecker, a Ceausescu, con los hijos tomados de la mano a mover banderitas durante horas y bajo el sol, al borde de las calles, sin alimentos ni agua, para verlos pasar sólo unos instantes, todo ese sacrificio para ellos, que no merecían nuestra ingenuidad –decía con los ojos inyectados en lágrimas.
Creo que las grandes diferencias de los que defienden el socialismo y el capitalismo pueden ser aceptadas y respetadas por quienes las asuman de un lado o del otro –me aseguraba mi profesor de filosofía–. Pero en la Isla, el gran dilema del sistema caribeño está en que no es una cosa ni la otra, ese socialismo de mercado, además sólo para extranjeros, y es lo que lo hace diferente al de China, es un híbrido el cual no puedo digerir, me supera –decía–. Sin sumar la sensación de monarquía con que se administra el tesoro público, o el de un Pontífice guiando su rebaño en materia de política, fíjate que el nombre de guerra que eligió: Alejandro… fue el mismo que escogió el papa Borgia… Esto es una gran finca: Birania –repetía varias veces y abría los ojos como si quisieran salirse de sus órbitas–. Por eso, aunque sigan exhortando a tu generación con lemas, discursos y buenas intenciones, ya no convencen. Entonces es cuando se te unen la incertidumbre, el miedo y el cansancio.
Y recuerdo por mi experiencia que fue así. Primero es una idea vaga, lejana, que toma fuerza en sueños, palabras no premeditadas, acciones, una chispa apenas perceptible que crece, comienza a hacerse notar, algo caliente que te obliga a pensar de otro modo, te amarga, nada te parece bien, lo criticas todo, te angustias, todavía sin saber en realidad qué es exactamente, y tienes descomposición de estómago, vómitos, fiebre, nauseas, acidez, los mismos síntomas de las embarazadas, pero con la diferencia del odio que sientes hacia el monstruo que se te va creando dentro, sin poderlo detener, y hacia ti mismo por ser el creador, y peor que a las embarazadas, porque no valen inyecciones de aborto ni legrados. Se concibe fuera de tu alcance y posibilidades de evitarlo.
Hasta que llega la crisis de no aguanto más, y dices en cien maneras diferentes la dolorosa decisión: Hasta aquí las clases, Me voy, Me largo, Brinco el charco, Me tiro, Al Norte, Voy tumbando, Pa fuera, Adiós, Lolita de mi vida, Parto, Completo Camagüey, Rajo, Abre que voy, Ojos que me verán ir, jamás me verán volver, Para luego es tarde, Como una veleta, Abandono el juego, Boto, Pa la poma, Montaré el tubo, Zafo, El manisero se va, Pelo suelto y carretera, Tumbo catao, Me echo a la mar, Al yelo, Barco parado no gana flete, Fastear, Malecón y 90, Voy quitao, Rompo el corojo, Como una tapa de lata, Hasta Santiago a pie, Con un cohete en el culo, Pongo pies en polvorosa, Me esfumo, Paticas pa qué te quiero, Abre camino, El último tren, San Blas: el que come y se va, Me evaporo, Voy abajo, La güagüita de San Fernando: un rato a pie y otro caminando, Me soplo, Paso doble, Bato las alas, Tumbo la mula, Hasta la vista, baby, Voy echando humo, Con el carcañal pegándome en la cabeza, Chillo goma, Me evaporo, Chancleteando, Aguántate de la brocha que me llevo la escalera, Voy volao, Emigro, No se me verán los pies, Me salgo, La peste el último, Voy a tomarme la Coca Cola del olvido, Me mudo, Paso a mejor vida, Como alma en pena que se lleva el diablo, Quemo el tenis, Daré el salto, Voy quintiao, Me piro, Me voy con los malos, Recoge la maleta y el bastón, Vuelo el caballo, Echo un pie, Andarín Carvajal, Me puse las pilas, Andando se quita el frío, Pa la yuma, Voy en bora, Ajilo, carajo, Voy que chiflo, Use tenis Tortoló, Alzo el vuelo como Matías Pérez, Voy soplao, Caminito del guaimaral, Me salgo del plante, Acomódate, que el viaje es largo, Tunturuntu, Aprieto el culo y le doy a los pedales, Me bajo, Al carajo albañiles, que se acabó la mezcla, Como bola por tronera, Voy que jodo, Rompo el cuentamilla, Me voy para el monstruo, Levanto el vuelo, El perro tiene cuatro patas y emprende un solo camino, Se va del parque, Pongo la quinta, Voy para los Amarillos de la costa, Quemo las naves, Me tiro la toalla, Hago las maletas, Voy pa el frente, Pincho el caballo, Que el último apague el Morro, Me voy como un volador de a peso, Tumbantonio, A bolina, Me libré, Huye pan, que te coge el diente, Hasta más ver, Escapo como Skipy, Viento en popa, Me voy a pique, Abriré una raya, Me voy al carajo, Al yanqui, Pa el gringo, Vuelo supersónico, Me afeitaré con Gillette, Espanto la mula, Me lanzo, Voy fugao, Alantifá, Se los dejo en los callos, Me desaparezco, Fuera de juego, ¡Y me cago en el coño de mi madre!; de pronto, esa idea se convierte en lo más importante de tu vida, en la meta a alcanzar por sobre todas las cosas. Vas a encontrar miles de obstáculos que te amenazan con cárcel, muerte, sufrimiento, pero ya nada te va a importar, ni siquiera tu propia vida, porque echarla al mar, a la pura suerte, para luego encontrarte a oscuras en aquel plato inacabable, sin bordes, dentro de esta boca de lobo que amenaza con tragarte, es una locura. Pero nada te detendrá.
SOBRE EL AUTOR Ángel Santiesteban (La Habana, 1966), escritor, bloguero y disidente, es autor de “Dichosos los que lloran” y “Los hijos que nadie quiso”, entre otros libros. Su obra ha sido acreedora de premios como el Casa de las Américas, el premio de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el Alejo Carpentier. Su novela “El verano en que Dios dormía” obtuvo el Premio Internacional Franz Kafka de Novelas de Gaveta, en 2013. Tras sufrir un juicio amañado y ser condenado a cinco años, se encuentra recluido en una prisión de La Habana.