Quedarse en el clóset He hecho el amor con un número incierto de mujeres en los últimos treinta años.
No por eso dejo de tener un pliegue gay
POR JAIME BAYLY
Soy padre biológico de tres hijas. Me he casado dos veces con dos mujeres. Estoy casado con la madre de mi hija menor. Soy bisexual, aunque en los últimos tiempos me he sentido más gay que bisexual.
Puedo hacer el amor con una mujer. He hecho el amor con un número incierto de mujeres en los últimos treinta años. No por eso dejo de tener un pliegue gay, un latido gay, una mirada y una pulsión gays. Si bien amo a Silvia y soy feliz con ella y es el cuerpo que más placer me ha dado, a veces fantaseamos con traer a un hombre a la cama. Eso espolea el deseo, atiza el placer, promete transgresiones que, de sólo pensarlas, nos hermanan en esas teóricas conspiraciones eróticas. Pero está claro que si algún día se nos concede la dicha de hacer un trío delicado, será con un hombre.
Podría decir que soy bisexual y no sentiría que estoy mintiendo. En un plano operativo o funcional, soy bisexual en la medida en que he podido tener relaciones sexuales razonablemente felices con una mujer y con un hombre. En un plano intelectual, sin embargo, soy un pelín más gay que bisexual. Lo soy porque ahora mismo estoy casado y vivo con mi esposa y mi hija y, aunque las amo, a veces fantaseo con darme un revolcón áspero con un hombre. Lo soy porque cuando me toco a solas al final de la madrugada, pienso en un hombre, siempre en un hombre, un hombre al que no veo hace treinta años y sin embargo perdura en mi memoria erótica con unos bríos que no se apagan.
Mi vida sentimental y sexual ha sido un desastre. No tengo amigos. Todas las personas con las que he tenido relaciones sexuales me odian o prefieren no verme y con seguridad quisieran que esté muerto. He dejado tristeza, rencor y enemistades a mi paso. Mi vida es un fracaso si la mido por las personas que me quieren. En este momento sólo me quieren mi esposa y mi hija menor y a ellas me aferro, adorándolas, como un náufrago a una balsa. Temo hundirlas conmigo.
Mi primera esposa, alias La Bruja, me odia. Le he dado buenas razones para odiarme. La he humillado en privado y en público. Le he comprado una casa, se la he regalado (aunque tomándome la precaución de inscribir la propiedad a mi nombre) y luego la he echado de ella. Hace cuatro años que no la veo. No quiero verla. Nuestro amor ha terminado en una guerra. Nos hemos traicionado mutuamente. Ya no hay nada de qué hablar. Lo mejor es dejarnos en paz, aunque no sé si eso se puede.
Hace más de cuatro años no veo a mis dos hijas mayores. Las tuve con mi primera esposa. Ambos fueron embarazos accidentales, fortuitos, no deseados. Esos embarazos trajeron angustia y desolación a mi vida. No quería ser padre. Sabía que era gay, sabía que esa mujer embarazada estaba testarudamente enamorada de mí, sabía que todo terminaría mal. Todo terminó mal. No estaba equivocado. Esa mujer no debió enamorarse de mí, debió entender que yo era gay. Yo no debía confundirla, estimular sus expectativas amorosas, debí replegarme y evitar todo contacto sexual con ella. No supe, no pude, la confundí, nos confundimos juntos. Ahora somos enemigos. Tenemos dos hijas de veintiún y diecisiete años. Nuestras hijas están con ella y contra mí. No quieren verme. Me consideran un traidor. Han tomado partido por su madre. Cuando eché a su madre de la casa, también las eché a ellas y no me lo perdonan y probablemente no me lo perdonarán. Estoy resignado a la idea de no verlas más. Es una idea descorazonadora. Me hace sentir un fracasado. No debí echarlas de la casa que les había regalado. Pero fue un momento de cólera y ofuscación y destruí la armonía con mi primera esposa y mis dos hijas mayores. Lo que ahora recordamos no son los momentos más o menos felices que compartimos durante muchos años sino el momento funesto en el que yo les declaré públicamente la guerra y las humillé. No hay vuelta atrás. Es un punto sin retorno.
Mis amores con los hombres han sido todos clandestinos y contrariados y me han dejado un sabor amargo, salvo el último. He tenido relaciones sexuales con un puñado de hombres. No son más de seis. Todos ellos ahora me odian y seguramente negarían en privado y en público que fueron mis amantes. Han sido amores destruidos por la culpa y el secreto y la vergüenza. No han sido amores, han sido promesas rotas de amores incumplidos. Quise amar a esos hombres y me entregué a ellos pero ninguno quiso corresponderme y todos se alejaron de mí por una razón o por otra, probablemente porque no me amaban tanto como yo a ellos.
Solo he amado tranquilamente a un hombre. Era argentino, alias La Lombriz. Era bastante menor que yo, trece años menor. Podía ser mi hermano menor. Fui feliz con él. Fue mi novio, mi compañero, mi amante en privado y en público. Pudimos habernos casado pero la ley no nos lo permitía en su país de origen, ni en el mío, ni en los Estados Unidos, donde yo vivía con él o esperándolo. Fue un amor tranquilo y feliz que duró ocho años. Esos ocho años no quise estar con nadie más, solo con él. Hasta que conocí a Silvia, mi esposa, la madre de mi hija menor. Me enamoré de ella, me alejé de mi novio, lo dejé, lo abandoné, lo traicioné, él me traicionó. Ahora me odia y yo lo odio porque él no supo ser mi amigo cuando me enamoré de Silvia y porque dijo cosas horribles de mí en público. No quiero verlo más. No después de todo lo que ha dicho y hecho contra mí. Lo mejor es dejarnos en paz y no vernos más.
Hace cuatro años tenía novio, ex esposa y dos hijas y me llevaba muy bien con esas cuatro personas. Mi novio y mi ex esposa no se conocían ni querían conocerse. Pero mis dos hijas y mi novio se conocían y se querían. Ahora estoy peleado con esas cuatro personas, no las veo, no quieren verme, las he humillado. Si fuera una persona inteligente, habría hecho las cosas de otra manera. Pero no he podido gobernar mi vida con una mínima inteligencia y he sembrado odio, rencor y traición a mi paso. Soy un traidor y estoy lleno de enemigos y ya no tengo adónde ir. He llegado a un punto sin retorno. Estoy feliz. No quisiera estar en otra parte, no quiero irme a otra parte. A mi esposa y mi hija menor no puedo traicionarlas, con ellas soy inmerecidamente feliz y en esta isla nos vamos a quedar hasta que yo me muera. Por lo demás, no nos compliquemos más la vida, ¿de qué hombre voy a enamorarme a estas alturas, cuando soy un viejo gordo bueno para nada? ¿No sería mejor aceptar que mi vida homosexual ha terminado y que mi vida sentimental se limita felizmente a mi esposa y a mi hija menor y a ellas debo aferrarme como un náufrago a una balsa? ¿O las hundiré conmigo si me aferro a ellas?