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General: Aniversario 25 de la caída del Muro de Berlín
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Respuesta  Mensaje 1 de 4 en el tema 
De: cubanet201  (Mensaje original) Enviado: 04/11/2014 15:05
El muro de Berlín, el final de una era
Cuando los alemanes se levantaron contra el muro de Berlín, se aceleró el final de la Guerra Fría.
Radiografía de un momento histórico que contribuyó a crear el mundo actual.
 
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En la noche del 12 de agosto de 1961, el gobierno de Alemania Oriental levantó el muro en una operación relámpago.
Casi 30 años después, los guardias ayudaron a tumbarlo. 
El 9 de noviembre de 1989, un martes, cayó el muro de Berlín. Llevaba casi 30 años en pie como máximo símbolo de la Guerra Fría, que dividía a grandes rasgos a la humanidad en dos bloques antagónicos: el bloque comunista de la Unión Soviética y el capitalista de Estados Unidos.  La sorpresa fue enorme: las generaciones nacidas después de la Segunda Guerra Mundial estaban convencidas de que ese sistema equilibrado a punta de amenazas mutuas de destrucción apocalíptica se mantendría para siempre. Solo los analistas más expertos podían prever que podía terminar, pero en todo caso, no antes de diez, 20, 30 años.  Pero pasó casi de un momento a otro. Y el vertiginoso derrumbe final del bloque soviético comenzó en esa noche increíble.
 
En ese año crucial los hechos se habían desencadenado y ese martes, el moribundo aparato estatal de la  República Democrática Alemana mostró su incapacidad.  Pocos días antes había caído Erich Honecker, su segundo y penúltimo gobernante. El reemplazo, su lugarteniente Egon Krenz, no había logrado aplacar a los ciudadanos, que desde mediados del año estaban abandonando el país, por las recién abiertas fronteras de Hungría y Checoslovaquia, con destino a la anhelada República Federal de Alemania. Krenz sabía que la situación económica era desesperada, pero trataba de convencerlos de que, caído Honecker, había llegado un verdadero cambio.

En la tarde, el gabinete acordó una medida para ganar tiempo. Decidió crear unos permisos para que los interesados pudieran pasar a Alemania Occidental y regresar, que comenzarían a expedir tan pronto estuviera todo listo, tal vez al día siguiente.  Pero el secretario de Información Günter Schabowski no había asistido a la reunión, y cuando llegó a la rueda de prensa que se había acostumbrado a ofrecer (para mostrar que a la RDA había llegado la transparencia) no estaba preparado. Un periodista preguntó cuándo podrían atravesar el muro los berlineses orientales.  Sudoroso y confundido, Schabowski buscó entre sus papeles y contestó: “Ya, esta misma noche, inmediatamente”.

A las siete y media la noticia llegó a los noticieros y salió con rumbo al mundo.  Pronto miles se agolparon frente a los puestos de control para ver si era cierta. Los guardias no sabían qué hacer, pero tampoco sus jefes en la cúpula. Ya nada salvaría al “muro de la infamia”, ni a la República Democrática Alemana, que diez meses después dejaría de existir, absorbida por su hermana del oeste. Dos años más tarde le llegaría el turno de desaparecer a la Unión Soviética. Y el mundo ya nunca volvería a ser el mismo.

El origen
La Unión Soviética armó su imperio en el este de Europa con sus conquistas de la Segunda Guerra Mundial. En la conferencia de Yalta, en febrero de 1945, poco antes de la derrota de la Alemania nazi, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill le habían dado carta blanca a Josef Stalin para administrar su “esfera de influencia”.  En la práctica, se apoderó de los países “liberados” por sus tanques: Polonia, Bulgaria, Rumania, Checoslovaquia, Hungría y Rumania, y sobre todo la joya de la corona, su porción de la Alemania derrotada y desmembrada.

Para gobernar su imperio, Moscú repatrió a dirigentes comunistas de los respectivos países, que habían pasado decenios exiliados en la URSS. Se trataba en realidad de procónsules que respondían más a los intereses rusos que a los de su gente. Gobernaban poblaciones que habían sufrido enormemente y que, tal vez con excepción de Alemania Oriental, eran ya de por sí sociedades agrarias atrasadas en comparación con sus vecinas occidentales. De ese modo, su gente estaba dispuesta a abrazar cualquier forma de orden y estabilidad, viniera de donde viniera, mientras los políticos de oposición eran expulsados o asesinados.

De ese modo, Moscú modeló la vida de esas colonias a imagen y semejanza de la URSS estalinista. Desde el Mar Negro hasta el Báltico se impuso el mismo Estado omnipresente, la misma planeación central de la economía, la represión de cualquier forma de disidencia a cargo de una Policía secreta, todo bajo un aparato estatal rígido y burocratizado, la nomenklatura. Los ideales de justicia social, igualdad y oportunidades para todos eran solo palabras que no reflejaban la realidad.

Al comienzo, en los años cincuenta, mientras el Viejo Mundo se recuperaba de la guerra, el bloque comunista se mantuvo en un ritmo aceptable. Pero a medida que las cosas se fueron normalizando, fue creciendo la brecha con Europa Occidental. Ni siquiera los países más avanzados, como Checoslovaquia o la República Democrática Alemana (el nombre oficial de Alemania Oriental) podían apenas suplir bienes de consumo para sus poblaciones. Los rígidos planes quinquenales, divorciados de la realidad, y el empleo garantizado, condujeron a pérdidas enormes mientras la obsesión por la industria pesada acababa con el medioambiente, sobre todo al este. Poco a poco, los ciudadanos comenzaron a odiar no solo a sus gobernantes, sino sobre todo a los rusos que les imponían una forma de vida que no habían escogido.

La RDA, creada en octubre de 1949, se convirtió pronto en el país de mostrar del bloque comunista.  Pero muchos alemanes orientales envidiaban el nivel de vida de sus parientes occidentales, y comenzaron a cruzar en masa. Para 1961, más de 1,5 millones, muchos de ellos jóvenes profesionales, habían pasado la frontera, y el régimen decidió detener la hemorragia. Su gobernante Walter Ulbricht puso a Honecker, su protegido y mano derecha, a cargo de la ultrasecreta operación Rosa. En la noche del 12 de agosto de 1961 soldados y obreros bloquearon la parte oriental de Berlín y sellaron la frontera con Alemania Occidental. Había nacido la “Barrera de protección antifascista”, como la llamó Honecker.

Rumbo a la caída
Por años la situación en la URSS se mantuvo dentro de lo previsible. Tras la muerte de Stalin en 1953 se consolidó en el poder Nikita Jruschev, reemplazado en 1964 por Leonid Brezhnev. Durante esos años los soviéticos demostraron hasta dónde estaban dispuestos a llegar para mantener ese imperio. Primero en Berlín en 1953, luego en Budapest en 1956 y por último en Praga en 1968. Moscú no tuvo inconveniente en soltar los tanques contra manifestaciones armadas de piedras y palos. En Alemania Oriental la Policía secreta típica del sistema llegó a su extremo de vigilancia con la Stasi, que mantenía un expediente prácticamente de toda la población, en busca de la menor señal de disidencia.

Todo eso comenzó a cambiar en 1985. Tras los breves gobiernos de Yuri Andropov y Konstantin Chernenko, ancianos apparatchiks que simbolizaban su sistema anquilosado, ascendió al poder Mijail Gorbachov, quien a sus 51 años llegó convencido de que solo un auténtico revolcón salvaría a la URSS de desaparecer, acosada por la crisis económica. Y efectivamente, con sus doctrinas bandera, el glasnost (transparencia) y la perestroika (reestructuración), le dio un vuelco a la forma soviética de hacer las cosas.  Gorby, además, comenzó una campaña personal de aproximación a Occidente, desesperado por cambiar la imagen de la URSS  y dar fin a la carrera armamentista que la tenía quebrada.

Esa política, insuficiente y tardía, no incluía a los países de Europa Oriental, que en realidad siempre habían sido más una carga que un apoyo para la URSS. De ahí que su mensaje para ellos fue terminante: sigan el ejemplo y reformen lo necesario, pero sobre todo no esperen que los tanques vuelvan en su auxilio.  El dirigente ruso creía que los habitantes de esos países se mantendrían de buen grado en la órbita comunista, pero pensaba con el deseo.  Los gobiernos títeres aceptaron en mayor o menor grado la orden, y en medio de procesos diversos fueron cayendo uno a uno. Pero desde Berlín, Honecker rechazaba a Gorbachov. El anciano dirigente seguía empeñado en sostener que en su país las cosas iban mejor, que era el ejemplo de un socialismo bien administrado y que allí no se necesitaba reforma alguna.  Gorbachov asistió de mala gana en octubre a la pomposa celebración de los 40 años de la RDA, solo para encontrarse con que la gente le gritaba en coro: “Sálvanos, Gorby”.

Por eso, cuando esa noche del 9 de noviembre  los nuevos dirigentes se enfrentaron a la realidad de que el muro estaba condenado en medio de los bailes y cantos de decenas de miles de personas, no tuvieron a quién pedir ayuda.  Al otro día ni siquiera hubo una respuesta del Kremlin, ni nadie despertó a Gorbachov para contarle lo que estaba pasando. La suerte de la RDA estaba echada, y con ella, según se sabría poco después, también la de la Unión Soviética.
 
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 Fuente Semana


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Respuesta  Mensaje 2 de 4 en el tema 
De: SOY LIBRE Enviado: 06/11/2014 17:22
El último discurso de Ceaucescu
Cuatro días antes de ser ejecutado, el dictador rumano se dirigía
al pueblo prometiéndole el aumento del salario mínimo y las pensiones
 
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Reconstrucción de fusilamiento de Ceaucescu y su esposa Elena
Por Israel Viana | 
Entre esta frase, «esta mañana hemos decidido que, durante el próximo año, aumentaremos el salario mínimo», y la imagen de Nicolae Ceaucescu y su esposa Elena acribillados en el paredón solo hay cuatro días de diferencia. Los que transcurrieron entre el 21 y el 25 de diciembre de 1989, momento en el que Rumania cerró una larga etapa en la que su población había sido oprimida, explotada, masacrada y matada de hambre «por la dictadura más feroz que ha conocido Europa desde, probablemente, la de Stalin», señalaba ABC.
 
El muro de Berlín había caído menos de dos meses antes, pero Europa se transformaba demasiado rápido como para que Ceaucescu pudiera asumir la realidad del desmoronamiento de su propio régimen y el del bloque socialista. El dictador rumano caminaba hacia su muerte sin comprender que el mundo se transformaba. Aquel último discurso era la fiel representación de la pérdida del poder, con los silbidos extendiéndose entre la multitud congregada en la plaza central de Bucarest, mientras prometía una ridícula subida del salario mínimo, subsidios para más de cuatro millones de niños o el aumento de las pensiones. Ya era demasiado tarde.
 
Ceauscescu llevaba 22 años viviendo un sueño del que ahora despertaba abruptamente. Se había ganado la confianza del pueblo rumano cuando, en 1968, se opuso a la entrada de las tropas soviéticas enChecoslovaquia y amenazó con el uso de la fuerza si la URSS se atrevía a invadir el país. Muchos líderes mundiales ensalzaron entonces su figura y le recibieron con honores de Estado. Pero la realidad no era tan bonita, pues gobernó como un dictador implacable, manteniendo un estado policial de corte estalinista, alimentando la corrupción y el nepotismo, monopolizando los cargos más importantes en torno a su familia y viviendo en la más absoluta opulencia mientras el pueblo se moría literalmente de hambre.
 
El polvorín de Timisoara
Como en otros países vecinos, a finales de 1989 una buena parte de la sociedad rumana estaba hastiada del gobierno del «conducator», como se había hecho llamar en los años 80 para rendir culto a su persona. Su política económica, así como el plan de austeridad draconiano con el que se quiso liquidar la deuda nacional lo antes posible, habían incrementado la pobreza de Rumanía hasta límites insospechados, mientras la familia Ceaucescu acumulaba una de las fortunas más grandes de Europa.
 
El 16 de diciembre había estallado la primera protesta en Timisoara, que continuó al día siguiente con la ocupación por parte de los manifestantes la sede del Comité del Distrito del Partido Comunista Rumano (PCR) y la destrucción de documentos oficiales, propaganda política, textos escritos por Ceaucescu y otros símbolos del régimen socialista. El mandatario ordenó disparar contra la población civil, pero, lejos de aplacar la ira del pueblo, convirtió a la ciudad rumana en un polvorín: muertes, peleas, automóviles incendiados, tanques enfrentándose a civiles y voluntarios organizados en retenes para cazar a francotiradores.
 
La revuelta se extendió rápidamente a otras zonas del país y llegó a la capital, causando miles de muertos en lo que fue uno de los sucesos más graves de Europa tras la Segunda Guerra Mundial. El Frente de Salvación Nacional, como se llamó al Gobierno que sustituyó a Ceaucescu, informó después que los combates registrados desde el inicio de la revuelta popular se habían cobrado entre 60.000 y 80.000 víctimas.
 
Abucheos contra el «conducator»
El objetivo del discurso del 21 de diciembre de 1989 no era otro que celebrar una multitudinaria manifestación de adhesión al régimen, con la televisión retransmitiendo en directo, y condenar los sucesos deTimisoara. «Parece cada vez más claro que hay una acción conjunta de círculos que quieren destruir la integridad de Rumania y detener la construcción del socialismo, para poner de nuevo a nuestro pueblo bajo la dominación extranjera. Tenemos que defender con todas nuestras fuerzas la integridad e independencia del país», declaró el dictador ante los tímidos aplausos de la primera línea de asistentes. Estos habían sido traídos desde las fábricas, a punta de pistola, para escuchar proclamas como «mejor morir en la batalla, lleno de gloria, que ser una vez más esclavos en nuestra propia tierra» o «debemos lucha, para vivir libres».
 
Pero Ceaucescu había malinterpretado el espíritu de los restantes manifestantes, que se habían congregado en la plaza central de Bucarest para abuchearle. La imagen del dictador y su esposa Elena tratando de calmar a los asistentes, y pidiéndoles que permanecieran en sus asientos para poder continuar con su discurso, resultaba ciertamente caricaturesca, sobre todo después del anuncio de los irrisorios incrementos del salario mínimo y las pensiones.
 
La reacción de su «amado» pueblo fue tal que su guardia personal le recomendó que se ocultara en el interior del edificio, al tiempo que la señal de televisión era sustituida por anuncios ensalzando las bondades del socialismo. Pero la mayor parte de la población ya se había percatado de que algo extraño estaba sucediendo en Bucarest y no dudó en lanzarse a las calles de las principales ciudades para gritar «¡muerte al dictador!» y «¡abajo el gobierno!».
 
«Usted está solo. ¡Buena suerte!»
Ceaucescu aun tuvo tiempo de cometer un último error, quizá el más fatídico de todos: no huir de inmediato. Tenía la convicción de que la represión de las revueltas que había ordenado terminaría por apaciguar los ánimos. Y cuando se convenció de que aquello no era posible, ordenó a su piloto personal que consiguiera dos helicópteros con personal de seguridad para escapar.
 
Demasiado tarde. Cuando éste dio las órdenes, Ceaucescu alcanzó a escuchar la respuesta del oficial en el auricular, que sonó casi como una sentencia de muerte: «Señor Presidente, hay una revolución aquí afuera. Usted está solo. ¡Buena suerte!». Tuvo que echar entonces mano de un vehículo y huir hasta refugiarse con su esposa en un instituto a las afueras de la capital. En las calles, el Ejército había dejado de obedecerle.
 
Nicolae y Elena fueron detenidos pocas horas después, mientras los principales responsables del aparato de Gobierno y sus militares eran ejecutados. Ellos no iban a correr mejor suerte. El día de Navidad fueron juzgados y condenados a muerte, sin que el dictador pareciera darse cuenta de que su hora había llegado. «Sólo contestaré al Parlamento del pueblo y vosotros tendréis que responder», gritaba encolerizado, mientras daba órdenes al tribunal, insultaba al juez («usted no sabe leer ni escribir») y replicaba a su mujer: «¿Cómo permites que te hablen de ese modo?». «Usted siempre ha declamado actuar y hablar en nombre del pueblo, ser amado por el pueblo, pero solo ha hecho al pueblo esclavo de una tiranía durante todo este tiempo», le replicó el fiscal.
 
El matrimonio más poderoso de Rumania era atado de manos yconducido directamente al paredón. Cuentan que fueron muchos los voluntarios que se presentaron para apretar el gatillo y, cuando ocurrió, las manifestaciones continuaron en Bucarest pidiendo que fueran mostradas por televisión las cadáveres. Hasta que no lo vieran, no podrían creérselo. Aquellas imágenes, que dieron rápidamente la vuelta al mundo, ocupan un lugar destacado en la historia del siglo XX.
 

Respuesta  Mensaje 3 de 4 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 07/11/2014 16:21
Cuando el sol salió por fin en el Este
Muchas voces de la Europa Oriental vivían en el exilio aquel 9 de noviembre.
 Otras se habían forjado en la clandestinidad. El derrumbe de las dictaduras liberó la escritura
  
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Praga, diciembre de 1989. El escritor Václav Havel, futuro presidente de la República Checa, saludaba desde un balcón.

MARÍA R. SAHUQUILLO  / PAÍS

Los años noventa acababan de estrenarse y Sofía y otras ciudades de Bulgaria eran un hervidero de actos y manifestaciones. Los búlgaros, cuenta el escritor Georgi Gospodinov, llevaban años cargados de “electricidad estática”. Y empezaban a liberarla. Para él, como para muchos, salir a la calle para protestar, para reunirse, para hacerse oír era algo tan nuevo que asustaba. Hacía sólo unos meses que los escombros del muro de Berlín habían alcanzado Sofía, precipitando, un día después, la caída del régimen comunista del ya tocado Todor Zhivkov. Y esa sensación de libertad en un país que había vivido 35 años de dictadura era algo inédito. “Me recuerdo en una de mis primeras manifestaciones, intentando levantar los brazos para animar. Nunca lo había hecho y apenas podía separarlos del cuerpo. Tenía miedo. Mientras alzaba la mano y luego el codo, poco a poco, no dejaba de mirar alrededor por si alguien me estaba haciendo una fotografía o espiando”, cuenta. Novelista, poeta y columnista, Gospodinov (Yambol, 1968), uno de los autores búlgaros más conocidos de su generación, apunta que ese destape no sólo se produjo en las calles, también en la cultura, que empezó a tratar de sanar las cicatrices de la censura y el totalitarismo.

Lo hizo de distintas formas. Apoyado en una de las columnas de entrada del Museo de la Literatura Rumana de Iasi (noreste de Rumania), el novelista, poeta y dramaturgo Dan Lungu habla de las diferencias entre la literatura de los países que vivieron ese revolucionario otoño. Polonia, Rumania, Bulgaria, Hungría, Checoslovaquia… “No existe un género llamado escritura de Europa del Este”, incide. “Estamos hablando de varios Estados, de varias generaciones de autores, de diferentes culturas y géneros; aunque sí hay un denominador común: todos descubrimos la libertad de estilo casi a la vez. Y surgió una literatura reconstruida después de la libertad”, dice. Lungu (Soy un vejestorio comunista), que ha reunido en Iasi, en el Festival Internacional de Literatura y Traducción (Filit), a numerosos autores del Este —desde Gospodinov y Norman Manea hasta la premio Nobel rumana Herta Müller—, explica que, tras años de metáforas y círculos para eludir la asfixiante censura, muchos autores abrazaron un lenguaje directo. Incluso áspero; descarnado.

Para algunos esa liberación, el desnudo, llegó tras el Muro. Hace 25 años. Otros no necesitaron ese punto de inflexión, se habían curtido en las publicaciones clandestinas. O lo habían alcanzado, de lleno, fuera. Muchas de las grandes voces de la cultura de Europa Oriental habían tenido que exiliarse. El polaco Adam Zagajewski (Lwów, actualmente L’viv, Ucrania; 1945) abandonó su país en 1982, perseguido por el régimen militar del general Wojciech Jaruzelski. Relata que el día que cayó el Muro estaba en París. “Fue bastante memorable. Mi mujer y yo estábamos cenando con algunos amigos, entre los que estaban el conocido poeta americano C. K. Williams y el filósofo franco-búlgaro Tzvetan Todorov. La televisión nos arruinó la cena: no podíamos apartar los ojos de la pantalla. Ahí vimos en directo, entre la confusión y la alegría, cómo el símbolo sombrío de la división del mundo se hundía, vimos gente feliz cruzando la línea mágica que hasta entonces había sido sinónimo de la pena de muerte. Y de repente esto, alegría, champán. Inolvidable”, rememora.

Zagajewski (Dos ciudades, Deseo, Tierra de fuego), considerado como uno de los grandes poetas contemporáneos, apunta que lo ocurrido aquel 9 de noviembre no afectó a su escritura. El Muro, dice, cayó para distintas personas en distintos momentos. Para él se había derrumbado mucho antes. “En los años setenta me consideré un escritor, un poeta que luchó contra la realidad política de su país. El Muro tenía que deshacerse y se deshizo a través del aprendizaje y de la participación en las publicaciones clandestinas. Y a principios de los ochenta, la brutalidad del periodo de la ley marcial en Polonia tuvo el efecto de retirar la máscara. Cuando me instalé en París tenía la sensación de que el Muro era sólo un fantasma. Al menos en el sentido intelectual, el comunismo estaba muerto mucho antes de aquella cena arruinada por la televisión”, sostiene.

La rumana Herta Müller (Ni’chidorf, 1953) también se forjó en boletines clandestinos antes de publicar, en 1982, su primer volumen —mutilado por la censura— en una Rumania enloquecida por la lupa constante de la policía de inteligencia de Nicolae Ceausescu, la Securitate. Cinco años después, la escritora, perteneciente a la minoría germanófona, tuvo que salir del país ante el acoso del régimen. Fue a Alemania. Y allí, en Berlín, estaba aquel mes de noviembre de 1989, al caer el Muro. Cuenta la premio Nobel (2009) que cuando llegó estaba tan destrozada que no podía haber escrito de otra cosa que de lo vivido durante tres décadas de represión. “Sobre todo los primeros años, cuando yo sabía que el régimen de Ceausescu aún estaba en el poder y que decenas de personas que conocía y amaba no habían logrado escapar. No podía escribir sobre cualquier cosa. Era eso o no escribir en absoluto”, dice en una conferencia en el Teatro Nacional de Iasi. Alumbró ‘En tierras bajas o El hombre es un gran faisán en el mundo, entre otros, en los que, de manera lírica y seca, retrata la sociedad bajo la dictadura de Ceausescu.

El conducator rumano fue ajusticiado junto a su esposa, Elena, el día de Navidad de 1989. Las imágenes de sus cadáveres dieron la vuelta al mundo. “Fue como una tragedia medieval”, apunta Ismaíl Kadaré(El palacio de los sueños). Y en una aisladísima Albania —lo estaba incluso dentro del bloque comunista—, Berlín quedaba muy lejos. Rumanía no tanto, quizá por las formas –Rumania fue la única revolución de aquel otoño en la que hubo sangre--. Lo ocurrido con Ceausescu, aunque no fue un punto de inflexión para la literatura del país, sí “afectó mucho” al régimen, remarca el autor de El gran invierno y Premio Príncipe de Asturias en 2009. “Pero la tragedia albanesa es más espectacular que todo eso, más teatral y terrible, porque estábamos rodeados de nuestros propios muros. Algunos cayeron, otros no”, comenta Kadaré (Gjirokastra, 1936) desde Tirana, donde pasa largas temporadas desde que se exilió a París en 1990. Entonces ya había muerto el tirano Enver Hoxha y el país salía de su reclusión, pero Kadaré, que había retratado la oscuridad del régimen en varias de sus obras, creía que el cambio no era real. Y salió para contarlo.

El derrumbe del bloque comunista dio lugar a numerosas autobiografías, poesía y novelas con reminiscencias del pasado reciente, apunta Lungu. Una forma, voluntaria o no —algunos autores refieren esa intención de cambio social; otros creen que no es su función, sino que escriben de lo que conocen—, de recuperación de la memoria histórica. “Es una literatura que trabaja con la empatía, que cuenta las historias de las personas, héroes o no; fuertes o débiles”, apunta el búlgaro Gospodinov (Una novela natural). “En esta parte del mundo tenemos muchas historias bajo la alfombra, hemos vivido en una cultura del silencio que aún permanece. Por eso es tan importante mostrar esas pequeñas historias personales, incluso cotidianas, que no se contaron. Cualquiera puede comprenderlas, haya vivido lo mismo o no. Sólo las historias personales son universales”, sigue. Vidas, quizá, como la de su abuela, a la que recuerda leyendo en voz baja la censurada Biblia a la luz de una vela. Susurrando, susurrando, mientras recorría sus renglones con el dedo.

Pero la literatura de la zona no puede resumirse como un conjunto de obras de reacción, narración o de recuerdo de la época del telón de acero. Es mucho más. “Si bien es cierto que durante años se habló mucho sobre ese tiempo, ahora el mundo globalizado ha ampliado esas miradas”, dice la escritora y reportera polaca Malgorzata Rejmer (Varsovia, 1985), que ha viajado por Europa del Este para publicar una serie de libros que retratan la sociedad: Bucarest, Albania, Bosnia… Rejmer explica que su generación ni siquiera ha construido ya su identidad en torno al Muro.

Ahora, analiza la consultora rumana Ioana Ioftide, que inicia su camino en la promoción cultural, se publica mucha ficción. También, indica Lungu, libros de historia: “En Rumania, por primera vez, se están publicando obras que analizan la década de los cincuenta, los años negros, uno de los periodos más desconocidos de la dictadura comunista. Es triste que hayan tenido que pasar 25 años para poder hablar de ello, pero se ha hecho”.


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Respuesta  Mensaje 4 de 4 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 07/11/2014 16:44
El dictador Fidel Castro,  de años después de la caída del muro
 
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La caída del Muro de Berlín representa la vuelta de las libertades en Europa del Este.
Para Cuba, ese año 1989 representa una gran ola de represión.
           Por Ernesto Pérez Chang  La Habana, Cuba  Cubanet
Si Fidel Castro hubiera previsto el derribo de aquel muro vergonzoso que los comunistas comenzaron a construir en Berlín el 13 de agosto de 1961 ―el mismo día en que celebraba sus 35 años―, no habría ensalzado tanto la visita de Mijaíl Gorbachov a La Habana en abril de 1989, solo siete meses antes de que las multitudes se decidieran a descorrer por completo las cortinas de ese verdadero teatro de los horrores que fueron y han sido todos los regímenes totalitarios.
 
En un discurso ante la Asamblea Nacional, cargado de gestos hipócritas hacia el mandatario soviético, el dictador cubano, además de elogiar las políticas de “reestructuración” implementadas en la antigua URSS, invitaba a dar “vivas” a la “inmortalidad” del campo socialista sin avizorar que apenas terminado el año tendría que morderse la lengua ante las imágenes de hombres y mujeres, niños, jóvenes y viejos, demoliendo los bloques de concreto que alguna vez los oprimieron y segregaron.
 
A pesar de que muchos esperaban que el socialismo en Europa arrastrara en su caída al régimen cubano, en la isla parecía no suceder nada. Sin embargo, 1989 fue el mismo año del desesperado fusilamiento del general Arnaldo Ochoa junto a otros militares y fue, además, el comienzo de una época terrible, aun no concluida, para un gobierno que, al saberse desprotegido por las armas de los rusos, por primera vez temblaba ante la proximidad real del fin y el comienzo de una era democrática donde habrían de ser juzgados por sus excesos.
 
Si anteriormente Fidel Castro, basado en los acuerdos militares con Moscú de abril de 1962, se había sentido invulnerable, al confiar en que las mismas tropas comunistas que invadieron Budapest en 1954 y Praga en 1968, le salvarían el pellejo en caso de una sublevación popular, a finales de los años 80 las certezas de su impopularidad (ya constatada en la gigantesca crisis migratoria de inicios de esa década) y de su inseguridad política lo condujeron a ese incoherente torbellino de timonazos que ha caracterizado, hasta la actualidad, el proceso político cubano y sus cada vez más absurdas e inconsecuentes estrategias de “salvación” que, a finales de los años 80, lo llevó a un frenesí de cavar túneles y búnkeres por toda la isla previendo una debacle total y, en los tiempos que corren, a una exacerbación de su muy conveniente “capitalismo de Estado” con que piensa resguardar su cadáver, su memoria o su prole pero jamás un socialismo que hace mucho dejó de existir.
 
Si, transcurridos 25 años, los acontecimientos del 9 de noviembre de 1989, en Berlín, son considerados el inicio simbólico de una época de recuperación de las libertades democráticas, en Cuba, ese mismo año fue como el disparo de arrancada de una maratón de reemplazos de dirigentes, movilizaciones militares y medidas de resguardo y represivas de todo tipo, mucho más drásticas, para evitar el “contagio” o, en última instancia, dilatar el comienzo del fin.
 
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En Cuba aún quedan muchos muros por derribar (foto del autor)
Las tensas conversaciones a puertas cerradas con Gorbachov, en abril; los oscuros juicios sumarísimos y los posteriores fusilamientos, en julio; el derribo del llamado Muro de la Vergüenza, en noviembre; más la invasión a Panamá y la detención del gran amigo Noriega, en diciembre, mantuvieron al régimen de sobresalto en sobresalto. La paranoia habitual terminó por exacerbarse cuando al año siguiente, a finales de junio, Mijaíl Gorbachov decretara un cambio en el comercio con la isla, a tono con los precios del mercado internacional, y, posteriormente, una “modernización” de las relaciones diplomáticas que acentuarían la soledad de la dictadura.
 
La desesperación frente a noticias tan nefastas condujo a la celebración apresurada del IV Congreso del Partido Comunista de Cuba, plagado de urgentes modificaciones de la Constitución y de los estatutos de la organización política de manera tal que permitieran un velado recrudecimiento de la dictadura y, al mismo tiempo, poner en práctica una serie de guiños y coqueteos con ese mundo exterior, capitalista, del que meses antes había que proteger a los cubanos, a toda costa. Así, los temas de la “inconstitucionalidad” de cualquier cambio político que excluyera al socialismo, junto a la reinserción en la economía internacional y la necesidad de incentivar la inversión de capital extranjero, ambos anteriormente proscritos en los debates del Partido, centraron las discusiones que más tarde llevarían a la actual política de “sálvese el que pueda” que en aquellos días se escondió bajo el concepto de “rectificación de errores” y hoy lo hace bajo la engañifa de “restructuración económica” y la consigna de “salvar la revolución y el socialismo” que enarbolan los secuaces de Raúl Castro.
 
Si el desplome del muro de Berlín no fue claramente escuchado en la isla debido a esa orden de “silencio total” que fue impuesta a inicios de la dictadura y que, transcurrido medio siglo, aún funciona como nuestro propio Muro de la Vergüenza, cada año reforzado con estratagemas y chantajes, los constantes devaneos políticos, las promesas sin cumplir, la hipocresía como práctica ideológica que ha definido el discurso de la “revolución” fueron puestos al descubierto en ese momento de crisis y, desde esa fecha hasta nuestros días, la impopularidad del gobierno se ha incrementado.
 
La miseria que dejaron los Juegos Panamericanos celebrados en La Habana en 1991, el Maleconazo en 1994, las crisis de balseros, el Proyecto Varela, el incremento de las voces que disienten de manera abierta y que se unen en partidos políticos clandestinos, las Damas de Blanco protestando pacíficamente en las calles, las inmensas multitudes frente a las embajadas para emigrar o cambiar de nacionalidad, las sucesivas defenestraciones de dirigentes y militares, las constantes “deserciones” de diplomáticos, médicos, deportistas y empresarios, los miles de jóvenes en las calles trocando sexo con extranjeros por el azar de una visa definitiva que los aleje de sus infiernos cotidianos son pruebas de ese descontento creciente que, más temprano que tarde, terminará por derribar lo que va quedando de nuestro propio muro.
 
                               Ernesto Pérez Chang
 
Cubanet


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