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¿Era Cuba una nación soberana antes de 1959?
Carlos Prío Socarrás, Ramon Grau San Martín y Carlos Hevia del Partido Auténticos
José Grabriel Barrenechea | La Habana | 14ymedio
No entraré en detalles, solo voy a admitir que entre el 2 de mayo de 1902 y el 9 de septiembre de 1933 la República de Cuba fue un semi-protectorado norteamericano. Lo definía el apéndice impuesto por el Congreso norteamericano a nuestra primera Constitución republicana: la enmienda Platt. Pero desde que durante 127 días el primer Gobierno de Ramón Grau San Martín se mantuvo en el poder en contra de la voluntad norteamericana, la realidad fue muy otra. Grau se negó entonces a jurar la Constitución de 1901 por contener el referido apéndice, e hizo más: trajo al imaginario colectivo cubano la idea de que por mucho que en Washington cogieran catarro no había necesariamente que ponerse a estornudar en La Habana. Lo logró ese 9 de septiembre con un gesto muy simple, casi pueril, pero efectivo no obstante. Mientras pronunciaba su discurso de toma de posesión como presidente desde la terraza norte de Palacio, alguien lo interrumpió con la noticia de que lo llamaban desde la embajada americana. Grau, con su desenfado habitual, respondió: "Dígale a Washington que espere, que estoy hablando con mi pueblo". Y es que mucho antes de enero de 1959, la revolución de 1933 hizo a Cuba independiente por primera vez en toda su historia. Todo un mérito si se tiene en cuenta que en esa época en el mundo imperaba el derecho de la fuerza, y que por sus dimensiones, población y recursos la República de Cuba era un país insignificante ante los enormes ejércitos de la época. Esta aseveración se puede demostrar con relativa facilidad. Aún los Gobiernos de Batista, o bajo su control, que siempre han sido acusados de entreguistas por la historiografía oficial, dictaron a partir de 1934 una legislación obrera o de respaldo para el pequeño cultivador de caña, el colono, inusual para la época. La culminación de este proceso fue la Constitución de 1940, todo un antecedente del estado de bienestar europeo de posguerra, en la que quedó consagrada la jornada laboral de ocho horas, o en la que se declaró a la propiedad privada como condicionada a su utilidad social. Y tal se hacía en un país en el que, tras la abrupta caída del precio del azúcar en 1920 y el consiguiente crack bancario que trajo las "vacas flacas", los mayores intereses económicos del país habían pasado a manos norteamericanas. Bajo el segundo Gobierno de Grau y el de Carlos Prío Socarrás, nuestro pequeño país se comportó como todo una potencia hemisférica, y a ratos incluso mundial Legislaciones y medidas atentatorias de tales intereses, por lo tanto, y que en consecuencia, por el solo hecho de haber sido adoptadas, demostraban de modo innegable el alto nivel de independencia política de que comenzamos a disfrutar a resultas de la Revolución de 1930. Pero nuestro alto nivel de autodeterminación política se transparenta sobre todo en la política exterior del periodo auténtico-republicano. Bajo el segundo Gobierno de Grau (1944-1948) y el de Carlos Prío Socarrás (1948-1952), nuestro pequeño país se comportó como todo una potencia hemisférica, y a ratos incluso mundial: Cuba entonces fue el principal aliado de la Guatemala de Arévalo, tan mal vista por ciertos intereses monopolistas estadounidenses. La Habana se convirtió en el bastión de las fuerzas democráticas del Caribe en su lucha contra las muchas dictaduras de la región, no pocas veces a contrapelo de los intereses norteamericanos, llegándose a preparar desde aquí expediciones importantes, como la enfilada contra Trujillo en Cayo Confites (es cierto que esta fue desmantelada por las presiones desde Washington, ¿pero, no tuvieron París y Londres, potencias incuestionablemente soberanas, que detener su incursión en Suez en 1956 bajo presiones semejantes...?). E incluso se llegó al extremo de que el Congreso cubano, con pleno apoyo presidencial, se atreviera a querer enviar una comisión destinada a investigar posibles violaciones a los derechos humanos a raíz de la represión norteamericana contra la sublevación boricua de 1950, encabezada por Pedro Albizu Campos, ¡y que el propio presidente, Carlos Prío Socarrás, se preocupara por la situación de este último ante el presidente Truman!.
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¿Era Cuba una nación soberana antes de 1959? (2)
Ramón Grau San Martín y Fulgencio Batista
Por José Gabriel Barranecgea / La Habana / 14ymedio
Nos referiremos en esta segunda entrega al cuartelazo del 10 de marzo. Si como Fidel Castro sostiene el mismo fue impulsado desde EE UU, pues entonces no habría más que admitir que aunque habíamos sido independientes en el periodo 1933-1952, ya no lo fuimos entre este último año y 1959. Y, sobre todo, que con los norteamericanos el único modo de mantenerse independiente era a la manera castrista. Que solo mediante la movilización total de la nación, y su puesta incondicional a las órdenes de algún "ser superior" (léase un Castro), era y es posible mantener la soberanía nacional.
No voy a incluir aquí las abundantes razones que se dan en Batista, El Golpe para demostrar no ya la no implicación norteamericana en los sucesos de la madrugada del 10 de marzo, sino incluso su abierto desagrado ante el mismo. Ya antes las hemos discutido en una reseña de este libro para este mismo diario. Prefiero aquí referirme a otros argumentos, no usualmente presentados en el debate intelectual.
Incluso allá por los ochenta un castrista tan acérrimo como Mario Mencía, en el El Grito del Moncada, tomo I, al no encontrar el modo de sustentar la versión de una supuesta inspiración y dirección norteamericanas del cuartelazo, solo había podido echar mano de una "aprobación por omisión" de la embajada, por no haber avisado a Prío. Sin tomar en cuenta, no obstante, que según su mismo relato, no solo los miembros de la misión militar norteamericana sabían de lo que se cocinaba entre Columbia y Kuquine, sino todo La Habana y hasta el país. Y que si nadie tomaba en serio el guiso se debía a que todos compartían la misma ciega confianza en la fortaleza de nuestra democracia. No en balde Raúl Roa, ante la advertencia del recién defenestrado Rómulo Gallegos de lo que se tramaba, solo atinó a responder, lleno de confianza, que algo así ya no tenía cabida en la Cuba de 1952.
Se puede sostener la no inspiración o apoyo norteamericano al cuartelazo basándonos también en el más elemental sentido común político. Aun en medio de la Guerra Fría, y mediante operaciones encubiertas, el elemento rampante y tempestuoso de ese país, como lo llamaba Martí, solo ha podido arrastrar al de humanidad y justicia a intervenir allí donde era claro, o en todo caso altamente probable, la toma del poder de los comunistas. Esta situación no se daba ni de lejos en la Cuba de finales de los cuarenta y comienzos de los cincuenta.
El partido comunista estaba a punto de ser ilegalizado gracias a un artículo de la Constitución por el que ellos mismos habían votado favorablemente en la Asamblea Constituyente de 1940 El partido comunista (PSP) había visto cómo las masas le retiraban su ya escaso apoyo histórico durante el periodo auténtico-republicano. Si para las elecciones de 1948 había obtenido 142.972 votos, aproximadamente un 6% del padrón electoral, en las reorganizaciones de partidos de noviembre de 1949 y 1951 obtuvo respectivamente 126.524 y 59.000. Esta última cifra lo situaba a solo unos pocos miles de seguidores del 2% que exigía la Constitución para legalizar a un partido político. O lo que es lo mismo, que el partido comunista estaba a punto de ser ilegalizado gracias a un artículo de la Constitución por el que ellos mismos habían votado favorablemente en la Asamblea Constituyente de 1940.
Por último, pretender que los norteamericanos promovieron el golpe para detener la segura victoria del partido ortodoxo resulta ridículo. Preguntémonos: ¿le temerían los yanquis al personalista partido de Chibás, el partido que estaba por completo en manos del más implacable y popular enemigo del comunismo en Cuba? Por demás, el único de los políticos cubanos de primera fila que se había opuesto a la ayuda a la Guatemala de Arévalo. Con lo que a las claras mostraba el "Adalid" su pro-norteamericanismo.
Lo cierto es que los norteamericanos no tuvieron nada que ver en el suceso que trastocó nuestra vida nacional hace casi 63 años. Y que por tanto nuestra democracia cayó entonces no por haber sido demasiado independiente de EE UU, como lo era, en base a las formas demasiado plurales connaturales a este sistema político. Fueron fuerzas y contingencias internas las que dieron al traste con el único periodo de nuestra historia en que la Nación cubana ha sido soberana. Porque, aunque admitamos que Cuba ha sido independiente tras 1952, y sobre todo a partir de 1959, salta a la vista que la soberanía no ha estado nunca tras esas fechas en las manos de toda la nación, sino en las de una reducidísima élite gobernante, la cual ha justificado ese escamoteo de la soberanía en base a la más completa banalización de nuestra historia y la del mundo.
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A partir del tiempo real
El gran dictador Fidel Castro entrando a La Habana el 8 de enero de 1959
Por Vicente Echerri | Nueva York | 14ymedioPara los cubanos, la llegada del Año Nuevo ha estado, por más de medio siglo, inextricablemente asociada a otra efeméride: el triunfo de la revolución liderada por Fidel Castro en 1959, la cual no tardó en convertirse en un régimen totalitario de partido único que se extiende hasta hoy.
Si el recordatorio es unánime entre los nuestros, no así su sentido: algunos, consumidores de trasnochados énfasis nacionalistas —que cada vez son menos— celebrarán lo que definen como la llegada de la soberanía e independencia verdaderas junto con la realización de anheladas conquistas sociales; otros —tanto en Cuba como en el exilio—, que alguna vez festejaron ese triunfo y hace mucho se consideran traicionados y estafados por el régimen de la revolución, recordarán con nostalgia lo que, a su parecer, pudo ser el rumbo hacia la verdadera democracia: la esperada revolución que habría de barrer las “lacras coloniales”, que habían sobrevivido en la república, para consolidar los ideales martianos de libertad, justicia y equidad sobre los cuales se fundó la nación. Los más escépticos somos de la opinión que ese 1 de enero de 1959 fue un día infausto, en el cual, en un acto de colectiva irresponsabilidad, el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases más representativas, le entregaron la república a un demagogo, con conocidos antecedentes gansteriles, que ya había puesto en marcha un proyecto para el derribo de las instituciones democráticas y su vitalicia estada en el poder.
"Ese 1 de enero de 1959 fue un día infausto, en el cual el pueblo de Cuba, y particularmente sus clases más representativas, le entregaron la república a un demagogo". Somos cada vez menos los cubanos que conocimos el país que precedió al triunfo revolucionario. Aunque no dispongo de datos estadísticos al respecto, no es temerario afirmar que la mayoría de mis compatriotas nació después y que incluso algunos que ya estaban en el mundo entonces tienen una idea distorsionada del pasado gracias a tantos años de insistente adoctrinamiento. No son pocos, por ejemplo, los anticastristas de corazón y méritos que, sin embargo, aún creen que la revolución fue un recurso al que se apeló justa y necesariamente para reformar lo que algunos insisten en llamar la “pseudorrepública” y, en consecuencia, aunque cuestionan la gestión del castrismo y su perpetuidad al frente del Estado, dan por buenos sus motivos de origen.
Mi niñez transcurrió en la década del 50 y tengo memoria del país pujante y vital que teníamos, y de las libertades que gozábamos, a pesar del golpe de Estado de 1952, de ciertos niveles de corrupción política y administrativa —insignificantes si los comparamos con los existentes en la actualidad— y de los desmanes y ejecuciones extrajudiciales cometidos por la fuerza pública durante la etapa de la guerra civil (que, aunque condenables, son apenas una vigésima parte de los que le atribuyó la revolución triunfante). Con esto no pretendo aligerar a Fulgencio Batista de las responsabilidades que él y su gobierno tienen ante la historia, tan sólo ponerlas en su justa perspectiva. El gobierno de Batista no puede calificarse propiamente de tiranía (como suele repetirse en la prensa y los textos de historia que circulan en Cuba), ni siquiera de dictadura en el sentido en que lo fueron otros regímenes de esa estirpe en Latinoamérica. De haber sido una tiranía, la supervivencia de Castro habría sido impensable: las tiranías se comportan de otra manera. Además, Batista no tenía ningún plan de perpetuarse en el poder. Cuando renunció a la presidencia, en la madrugada del 1 de enero, adelantaba su salida de palacio por unas pocas semanas: las que mediaban entre esa fecha y el 24 de febrero en que le hubiera entregado el gobierno a Andrés Rivero Agüero y, casi seguramente, se habría marchado del país, como había hecho, en circunstancias menos dramáticas, en 1944.
Comparar el gobierno de Batista con el castrismo es lo mismo que comparar un resfriado con un cáncer: el primero, que coincidió, además, con una época de altísima prosperidad en nuestra vida nacional, era un mal transitorio; en tanto el segundo ha conseguido arruinar el país y envilecer al pueblo hasta niveles que habrían sido inimaginables aquel primer día de 1959.
No tengo ninguna duda de que nuestra experiencia democrática —que se extiende desde el 20 de mayo de 1902 hasta el 1 de enero de 1959, cuando los poderes públicos se desmoronaron para que Cuba ingresara en el despotismo— fue, pese a todos los defectos que puedan apuntársele, un orden infinitamente superior y más civilizado que lo que vino después: un país que progresaba, no obstante ciertos niveles de corrupción y algunos períodos de autoritarismo gubernamental que nunca lograron ni se propusieron, estos últimos, suprimir las libertades fundamentales (como lo prueba la prensa de la época). Todos los logros importantes de nuestra vida nacional, incluida la salud y la educación pública gratuitas, son fruto de ese tiempo (aunque algunos se extendieran cuantitativamente luego).
Si un defecto grave tuvo la república que antecedió al castrismo fue el de la frivolidad de sus intelectuales y políticos que contribuyeron, con sus críticas desmedidas, a socavar las instituciones democráticas, en tanto invocaban, a la ligera, la Revolución (como un expediente de violencia que advendría para resolver todos los problemas y curar todos los males, sin comprender que soluciones y curaciones se iban logrando por el lento y firme camino de la evolución). En los 25 años que preceden a la llegada de Castro al poder (de 1933 a 1958), el pueblo cubano vivió ingenuamente en expectativa de revolución, al punto que todos los movimientos políticos de importancia y todos sus agentes (tanto desde el gobierno como desde la oposición) se proclamaban revolucionarios; sin advertir que esa actitud agredía los soportes mismos sobre los que descansaba una democracia que en verdad necesitaba perfeccionarse, pero que no precisaba ser demolida.
En este momento en que empieza a surgir en Cuba una nueva conciencia política que busca recobrar las libertades conculcadas y los derechos perdidos durante tanto tiempo, se impone un análisis radical (que llegue a las raíces) para negarle legitimidad y pertinencia a la acción revolucionaria —que por malicia de unos cuantos e ignorancia de los más— nos lanzó al abismo aduciendo que nos salvaba. Para reformular la patria nueva no se puede partir, en mi opinión, del 1 de enero de 1959 que nos hizo entrar en la intemporalidad totalitaria, sino del tiempo real —con luces y sombras, grandezas y miserias— que le precedió.
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