Otro año acaba de entrar en escena acogido por salvas de cañón, fuegos artificiales y andanadas de plomo que simulan extrañas grabaciones de música underground.
Mi madre está a mi lado, mayor que de costumbre, con sus nudos de agua decapitada rielando en el petróleo de la medianoche.
El agua de borrajas que supuras, Madre, y las tantas ausencias sobrenadan en el abrazo mutuo, o acaso se deslizan hacia el fondo procurando evadir nuestro contacto.
Te permito que rompas el coco frente a casa según indica la vieja tradición; pero a ésa, el agua insípida, la gran sierva potable y lavandera, no la arrojes, por Dios, déjala con nosotros; no la tires, concédele seguir participando de nuestra intimidad. Gracias al agua el dolor me ha diluido a veces (sólo a veces) por el turbio contorno de tus párpados. Deja al agua en la bilis, en la albúmina, aquí, junto a nosotros, como al pan, como al gato, como al murmullo suave de cada objeto mínimo donde el hombre ha dejado su contacto indecible.
Escucha, si echas afuera el agua, si la echas afuera por culpa de una simple tradición herrumbrosa qué será de la ira del jabón frente a la mugre, qué del invierno afín, si es que se cuela con sus inusitados chaparrones; y de las ubres mansas, y del simún de antaño, y del mundo cubista que pinté sobre el playwood para adornar el crudo realismo de tu sala.
Deja el agua en nosotros: que ruede y que se empoce, que arda en el trazo de miel, en la añoranza de líquidos cimbreantes; en la orina o el pus, en sudores o en lágrimas, en el semen y el kama-salila, y en la sangre que rueda por dentro, intransferible.
Anda, Mamá (y perdona que rompa tus esquemas); ve y descorcha la luz o el vino tinto y brindemos con todos por el agua.
Sobre un campo de sábanas echado como brote de carne en la corriente, flaco, trigueño, sólido y caliente yace el cuerpo de un hombre conquistado.
Cuelga la verga trémula a un costado, coceando aún, menguante, su cabeza. Cada músculo reina en cada artesa por entre frondas y émbolos untados de saliva y de semen y sudores que huelen a resaca y yerbabuena. Hay un ronquido de hornos delatores
en la pieza cazada, que aún se agita tratando de escapar a su condena y a esta cristiana paz de agua bendita.
Alberto Serret
En memoria a mi amigo de mi juventud en La Habana.