lleva más allá una temática difícil, vista aún con tabúes dentro de la Isla
Por Ernesto Santana Zaldívar |
Después de haber resultado Premio del Público en el último Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, la película Vestido de novia comienza a exhibirse ahora en circuitos y salas de varias ciudades y, por el asunto que trata y aquel premio recibido, es lógico que reciba el apoyo de la audiencia.
Naturalmente, un filme que trata sobre el cambio de sexo mediante una operación quirúrgica y la represión y el abuso hacia los que han decidido escoger el sexo que sienten suyo, se supone que ha de ser interesante y loable.
Y Vestido de novia lo es, sobre todo sabiéndola ópera prima, el primer largometraje de ficción de Marilyn Solaya, directora con experiencia cinematográfica no solo porque actuó como la novia de David en Fresa y chocolate, sino sobre todo porque dirigió el documental En el cuerpo equivocado (2010), que contó con un buen equipo de realización y, tras siete años de investigación, nos acercó a la vida de Mavi Susel, un transexual que recibió cambio de sexo en 1988 y, ya como mujer, contrajo matrimonio en 1991.
Al final de Vestido de novia, leemos que la película está inspirada en hechos reales, y eso se reafirma con la presencia de la misma Mavi Susel en el reparto de actores (la enfermera en la consulta de obstetricia) y con su nombre encabezando la larga lista de agradecimientos especiales, donde aparece también, y previsiblemente, Mariela Castro. Pero, como siempre sucede, que el filme haya partido de hechos reales a la hora de contar su historia no significa más que una curiosidad anecdótica, pues la verosimilitud de lo que aparece en pantalla depende más de la habilidad narrativa que de similares acontecimientos de la realidad.
Y el guion, también de Solaya, buscando verosimilitud, a veces la rehúye. Estamos ante la típica situación del matrimonio normal donde el pasado irrumpe y lo cambia todo. Pero la premisa de la película —que Rosa nunca le confiesa a Ernesto la verdad— no está bien encajada. Esa Rosa que nos da Laura de la Uz, y que se supone que sea la que buscaba la directora, no es suficiente para un engaño así.
Estamos en el poblado habanero de Casablanca, en 1994, cuando el “período especial en tiempo de paz” toca fondo. Apagones continuos, carencia de todo. Ernesto (Luis Alberto García) es un incorruptible ingeniero en la construcción de una cadena de hoteles, dispuesto a cumplir su compromiso de trabajo con Fidel Castro; su reciente esposa, Rosa Elena, es una auxiliar de enfermería y ambos viven en armonía a pesar de la situación del país y de que el padre de ella es inválido.
En medio de esta realidad tan confusa, donde nada es lo que parece ser, la violencia resulta un muelle demasiado apretado que asoma a veces y promete saltar en cualquier momento, pero aun así es difícil ver en Rosa a alguien que fue hombre, ni siquiera cuando se disfraza de tal, y más difícil entender por qué le dice a su marido que está embarazada o cómo se envalentona cuando va a reclamarle a Lázaro y rompe el vidrio de una ventana. La violación de Rosa por Roberto, amigo de Ernesto que lo traiciona, roza la caricatura, y ese Ernesto decidido —y alentado por su falso amigo— a matar a Rosa, no se salva ni siquiera porque terminan reconciliándose, lo que da lugar a una absurda oscilación de la protagonista del me voy con él al no me voy contigo para el campo y, por fin, al final, Ernesto descubre que Rosa canta vestida de hombre en un grupo vocal masculino.
Hay otros ingredientes defectuosos en la historia, como Lázaro, gerente truhán, ex amante de Rosa cuando era hombre, que aprovecha que Ernesto no sabe la verdad para sacarlo del camino y seguir robando, interpretado por un Jorge Perugorría sin matices, y llama la atención la tendencia del relato a caer en las repeticiones, los énfasis y el derroche: los rostros magullados y con manchas de sangre, las mentiras verbales de Rosa a Ernesto, la compulsión traicionera de Roberto.
Salvando las distancias, hay que anotar que, como Fresa y chocolate, a la que tanto hace referencia, esta película critica un pasado de varios lustros, no el presente, que se supone mejor de una manera muy vaga. En este caso, Vestido de novia va directo al demagógico currículo de Mariela Castro, ángel de una pretendida, y ejemplar en su segregación política, revolución sexual. Comprometiéndose con el CENESEX, la película busca su agrado, le hace un agradecimiento al final, aunque se anota en especial a Mariela Castro, y en uno de los diálogos Rosa, muy visionaria porque sí, augura que en el futuro habrá más tolerancia con los de sexualidad diferente. De hecho, en su frase “Yo sé que esto va a cambiar”, quién sabe hasta dónde llega ese “esto”.
Se le llama cine sumergido a la producción fílmica lograda mayoritariamente al margen del Estado y que interpela a la cinematografía institucional, pero se ha reconocido que incluso películas del ICAIC como José Martí, el ojo del canario o Conducta desbordan o evaden hasta cierto punto los cánones oficialistas, acercándose a la pluralidad del cine independiente. No sería errado aventurar que Vestido de novia persigue una intuición parecida, una amplitud de horizonte más acorde con los nuevos tiempos, y para ello se sumerge en el amplio caudal de la temática gay que, en estos años, pretende adelantar la “desmachificación” de la sociedad cubana.
El propio título ya dice mucho, pues está tomado de un representativo poema de Norge Espinosa, a quien también se agradece en el filme y cuyo nombre se muestra, al pasar, en un cartel sobre la poesía joven de los 80. Para terminar arriba, el tema de X Alfonso que abre los créditos, Interrogante, advierte que la resignación “no es la solución para acabar con los problemas que te imponen los sistemas” al punto de no “volver a creer en sus promesas”.
Marilyn Solaya, promesa ella misma, apostando por temas fuertes, ha traído su pasión al cine cubano actual, una pasión humana y una sensibilidad que ojalá la ayuden a abrirse y hacer camino en nuestra cinematografía por venir.