Esta parábola está dedicada a los teóricos del régimen cubano, maestros del relativismo moral que intentan redefinir los conceptos de democracia, libertad y derechos humanos. Por más que quieran hacer creer otra cosa, filete de res es filete de res. Sólo me queda disculparme con los vegetarianos que creen en la democracia, quizá no muy contentos con los símbolos utilizados para esta historia.
El restaurante no tenía cola afuera, así que el caminante se aventuró a entrar. Sabía que contaba con poco dinero para saciar el hambre, pero como todo establecimiento gastronómico estatal que se respete ofrece pan con croquetas, sospechaba que podría al menos entretener el estómago. Quizá más tarde encontrase algo mejor.
Leyó la tabla-menú apoyada sobre el mostrador, en el que también descansaban cientos de moscas casi muertas del aburrimiento. Detrás había un dependiente con poca o ninguna disposición de atenderle. “¿Qué es esto?” Preguntó el caminante hambriento, señalando hacia una oferta donde se leía claramente “Filete de res de primera”.
“¡Filete de res de primera!”, respondió de muy mala gana el empleado del lugar. El recién llegado había escuchado alguna vez que esa comida existía, pero jamás la había probado porque su salario lo más que le permitía era pegarse a los mostradores de las tiendas y soñar con que tenía los 11,25 CUC para llevarse un kilo de aquella exótica carne. Lo más increíble ahora, era el precio de aquella oferta en un restaurante estatal, tan económico para su bolsillo pagado por el Estado.
Entonces pidió el filete de res y se sentó. Pensó que sería mejor que las croquetas suyas de cada día. De cualquier forma, pocas cosas hubiesen logrado ser peor que aquellos habituales zurullos, difíciles de despegar de las encías una vez masticados.
Pasaron pocos segundos y le trajeron un plato humeante. Antes, le habían facilitado un cuchillo y un tenedor, los cuales hubo de limpiar con su propio pañuelo. Pedir servilletas aquí significaría pecar de payaso y ya era más que suficiente con un salero en la mesa.
Cuando tuvo su comida delante y el camarero se marchó para el rincón detrás del mostrador, miró el plato y seguidamente a su alrededor repetidas veces, como buscando desesperadamente ayuda en el restaurante vacío. “¿Esto es el filete?”, preguntó el comensal. Ante la respuesta afirmativa del camarero, pidió ver al cocinero; luego solicitó ver al administrador y todos, absolutamente todos los que tenían que ver con lo que parecía un chiste –exceptuando los responsables a los que no se puede pedir explicaciones así como así–, le juraron que aquello era lo que él había pedido, tal como lo había pedido: filete de res, de vuelta y vuelta.
Resignado, volvió a mirar su festín. Un pequeño promontorio del picadillo de soya más infame que alguien pudiera imaginar se alzaba enfrente de él. No tenía sazón y estaba poco cocinado. Olía horrible. Sin embargo, él no podía demostrar que no se trataba de un filete de res. ¿Cómo, si jamás probó uno?
No quiso darle más vueltas al asunto. En vez de tratar de convencerse de que no era un engaño, decidió aparentar que había caído en la trampa. Y ante la mirada hostil de sus anfitriones –le habían rodeado a medida que venían a verle– probó un par de bocados, esforzándose por tragar rápido, casi sin masticar. Hasta utilizó el cuchillo para cortar, como si fuera un filete de verdad y no un vulgar picadillo de soya lo que se estuviese comiendo.
“¡Uf, verdad que esta carne alimenta! Mira eso, ya estoy lleno”, dijo el desconocido después del tercer “pedazo”, o más bien tercer round . Se disculpó por no acabarlo todo, agradeció el interés del personal por satisfacer sus dudas y su apetito, se levantó y marchó. Pero mientras salía de allí, ahora con el hambre sustituida por una sensación de asco, se prometía que alguna vez iba a probar un filete de res y sabría distinguirlo aunque hoy no supiera de qué se trataba tal cosa.