El 'hombrigo'
Por Miguel Lorente -Médico forense y profesor en la Universidad de Granada
La cultura tiene cuerpo de hombre, voz de hombre, un solo ojo de cíclope macho, brazos y piernas de hombre... y su centro, como no podía ser de otro modo, está en el ombligo.
El ombligo de esa cultura musculada, de voz grave y mirada plana se convierte así en hombrigo, un punto abstracto e invisible en el espacio de la convivencia en el que todo comienza y termina. El hombrigo viene a ser a la cultura como el Big Bang al universo, el lugar de donde surgió la vida tal y como la entendemos, y la cultura tal y como la vivimos; pero también donde se esconden las claves de la materia oscura de la realidad invisible que, aun así, influye en la organización de la parte material del cosmos y de la convivencia en sociedad.
No es casualidad que los científicos busquen acelerar las partículas para alcanzar la antimateria, y que sea la sociedad acelerada del siglo XXI la que esté empezando a mostrar el lado oscuro de un machismo que ha dejado de moverse en la lentitud conservadora impuesta para que todo fuera como siempre, y que ahora vive el vértigo del progreso y el cambio.
El machismo nació para permanecer, no para perdurar. Nació para permanecer en sí mismo, no para perdurar en el cambio a través de una sucesiva transformación: por eso, el objetivo siempre ha sido defender sus valores y referencias por medio de todo ese ajuste al orden y de que todos cumplan sus órdenes. Si no se cumplen los dictados, aparece la amenaza del castigo y la violencia como pena o esperanza de superación; de ahí que muchas víctimas la entiendan como una especie de via crucis destinado a su liberación por no haber sido buenas mujeres. Y todo ello se debe a que el hombre creó la cultura a su imagen y semejanza, después la hizo universal, y luego él mismo se convirtió en la medida de todas las cosas. Ese es el hombrigo, la referencia práctica y funcional que toma al hombre como unidad del sistema métrico cultural.
La realidad nos muestra esa reacción en muchos aspectos del día a día, especialmente en lo relacionado con la defensa directa de sus privilegios a través de la violencia de género, ese arma de destrucción masiva en situaciones de paz que a lo largo de la historia ha causado más daño y dolor que muchas de las armas de guerra tradicionales.
Los hombres nunca se han quejado ni han visto un agravio en cualquier medida o iniciativa que supusiera un trato diferenciado entre distintas personas o poblaciones cuando el objetivo era corregir una injusticia social. No ha habido oposición, por ejemplo, contra las leyes que castigan más la violencia racista, tampoco contra la xenófoba, ni ha habido críticas de los hombres contra el agravamiento de las conductas terroristas, ni cuando se exige la condición de funcionario para que la violencia en determinadas circunstancias sea considerada tortura. Todas son medidas dirigidas a combatir el problema subyacente del racismo, la xenofobia, el terrorismo, la tortura..., y todas esas conductas pueden ser llevadas a cabo por hombres y mujeres, aunque en la práctica la inmensa mayoría sean cometidas por hombres.
Tampoco han dicho nada los hombres contra la violencia que sufren por parte de otros hombres, ni contra la que sufren los niños y niñas, menos aún contra la que viven los ancianos. Ni siquiera han levantado históricamente la voz contra la que ejercían las mujeres contra ellos: estas situaciones formaban parte de la construcción que ellos mismos habían creado en forma de cultura universal, por lo que, de algún modo, aunque no fueran deseadas, tampoco eran ajenas al propio sistema.
Todo ello nos indica que el problema que ahora sitúan en la Ley Integral contra la Violencia de Género (LIVG), no está en el trato diferente que se da ante determinadas circunstancias sociales, que desde el punto de vista de la política criminal requieren ser abordadas con un trato distinto a otras violencias con un significado y circunstancias diferentes, aunque también producen lesiones y muertes. Lo hemos visto con el racismo, la xenofobia, el terrorismo, la tortura... y tantas otras situaciones. Tampoco está el problema en que haya víctimas diferentes (mujeres, niños y niñas, hombres, ancianos), ni agresores diversos (también hombres, mujeres, jóvenes y ancianos), el problema está en tomar como referencia para desarrollar determinadas políticas criminales a los hombres, aunque vayan dirigidas a luchar contra una violencia que llevan a cabo ellos. Hacerlo es como mandar una nave espacial al agujero negro donde surgió el universo y con él la vida, y poder desvelar secretos para entender la realidad patriarcal.
Y es lo que ha ocurrido con la LIVG y con las medidas y políticas dirigidas a erradicar la desigualdad y a promocionar la Igualdad, que vienen a ser como bombillas de colores en el oscuro pozo del hombrigo.
Ahora, muchos hombres, aquellos que defienden ese sistema umbilical que une la masculinidad con el tiempo, para así hacer de cada día eternidad y justificar su creación por la vía de los hechos y de los deshechos, curiosamente se sienten atacados sólo por ser referencia y medida de una conducta protagonizada por ellos mismos. Por eso se quejan de una ley dirigida contra la violencia que ejercen los hombres sobre las mujeres, porque entienden que ellos no se pueden beneficiar. No les importa que haya leyes que castiguen a hombres, nunca les ha importado ni han hecho nada por erradicar la violencia asociada a la conducta masculina; lo que les molesta es que la LIVG no sea también para hombres y, sobre todo, que queden al descubierto los hombres que la ejercen y los valores e ideas que llevan a usarla, pues forman parte de ese núcleo oscuro que han escondido tras las paredes del hogar y en la intermitencia de los comportamientos normalizados con su ahora sí, ahora no...
Se lamentan también de que no son considerados en igualdad con las mujeres a la hora de reconocer el ejercicio de la paternidad con sus hijos e hijas tras la separación, pero en cambio no se quejan de las referencias de una cultura androcéntrica creada por ellos mismos que identifica a las mujeres con la maternidad y el cuidado, y a los hombres con la protección y el sustento. Y tampoco lo hacen cuando, cada día, las madres dedican un 97% más de tiempo a la realización de tareas domésticas, y un 26% más que los padres al cuidado de los hijos e hijas (Barómetro del CIS, abril 2014).
Se quejan de todo aquello que, según su unidad de medida, no les aporta ventajas manifiestas, pero no lo hacen de los privilegios y beneficios que les proporciona la construcción patriarcal surgida de ese hombrigo sideral para hacer de la cultura universo.
Todo lo anterior explica por qué ven las naves de la Igualdad como una invasión y una amenaza, y por qué muchos hombres están respondiendo con más violencia, tal y como demuestran las Macroencuestas. Estos guerreros de la desigualdad no quieren que nada cambie, y para conseguirlo están dispuestos a enfrentarse con quien sea necesario.
Deberían entender que la Igualdad resuelve todos los problemas de la desigualdad, así de sencillo. Otra cosa muy distinta es que vivan la Justicia, la Paz y la convivencia como un problema, pero eso no es culpa de las mujeres ni de los hombres que queremos la Igualdad para toda la sociedad; la única responsabilidad de esa idea está en aquellos hombres que quieren mantener la desigualdad en beneficio propio, y el 'hombrigo' como centro del universo de su cultura.
Muchos de esos hombres consideran que sus ideas son el ombligo del mundo, pero en verdad sólo son la cicatriz que demuestra que parte de la desigualdad y de la injusticia que generaba ya ha sido extirpada.
Este artículo fue publicado inicialmente en el blog del autor.