Novelar la memoria
Vicente Molina Foix y Luis Cremades han reconstruido la historia de la relación amorosa que ambos vivieron entre 1981 y 1983. El resultado es un libro hermoso, inteligente, doloroso y valiente
Portada del libro El invitado amargo (Editorial Anagrama, Barcelona, 2014)
No se cae en el elogio desmedido en el texto de la contraportada de El invitado amargo (Editorial Anagrama, Barcelona, 2014, 410 páginas), cuando se le califica como un libro sin precedentes. Al hecho poco habitual de haber sido escrito de manera compartida por dos autores, se suman otros detalles no menos singulares. Cuando decidieron acometer ese proyecto literario, Vicente Molina Foix y Luis Cremades estaban distanciados desde hacía treinta años y durante el proceso de escritura nunca se vieron. Su único contacto fue a través del correo electrónico. En esa obra se proponían rememorar la historia de la relación amorosa que ambos vivieron. Pero para realizar ese recuento verídico adoptaron los mecanismos de la ficción. El resultado de ese desafío es un libro difícil de encasillar: ¿memorias, novela, testimonio autobiográfico? Mas no creo que eso importe mucho al lector, quien ante todo estará agradecido a Molina Foix y Cremades por haber escrito un libro tan lúcido, valiente, hermoso, doloroso.
El libro tuvo como punto de partida un incidente que en sí mismo es muy novelesco. Molina Foix lo narra en el texto con el cual concluye El invitado amargo. La noche del 30 de diciembre de 2012 unos desconocidos entraron en su casa cuando él se hallaba fuera. Al regresar algunos días después, encontró la casa revuelta, aunque sin grandes destrozos. En su búsqueda desesperada de dinero y objetos de valor, los ladrones abrieron los cajones llenos de papeles antiguos. En el suelo dejaron las cartas que Molina Foix conservaba. Confiesa que antes de irse a la cama, quiso releer algunas que no recordaba. Entre las que escogió al azar, había una firmada por Luis Cremades. Y comenta: “La leí, y otra después, y ya no paré, encontrando además por sorpresa cuatro mías dirigidas a él fotocopiadas antes del envío, algo que no recordaba haber hecho una vez en mi vida”.
Molina Foix descubrió así la literatura que había en aquellas cartas y de manera accidental recuperó a la persona a quien había estado unida sentimentalmente. Eso le sugirió la idea de reconstruir aquella memoria amorosa mediante un proceso de recreación imaginaria. Era, eso sí, un libro que necesitaba ser redactado entre los dos. Escribió entonces a Cremades, quien, tras un primer momento de indecisión, aceptó. Fue, apunta Molina Foix, el arranque de “este libro desarrollado a tientas y a distancia, sin conversaciones telefónicas ni encuentros, pero acompañado de no menos de trescientos cincuenta emails subsidiarios, y no utilizados, que Luis llama, con gracia, el making of”.
Aunque lo señalan irónicamente, lo cierto es que Molina Foix y Cremades siguieron la pauta del folletín del siglo decimonónico. Cada uno redactaba un capítulo sin acuerdo previo y al recibirlo, el otro escribía el suyo tratando de mantener la intriga. En la primera parte, que abarca 262 páginas, se van alternando (cada texto va encabezado con el nombre de su autor). En la segunda y la tercera, renunciaron a esa distribución equitativa y utilizaron con más libertad el espacio que cada uno necesitaba para reflexionar sobre los hechos posteriores a la ruptura. Asimismo la narración no siempre sigue un orden cronológico lineal e incluye vueltas atrás y anticipaciones.
Lo que se narra en el libro es una historia de amor y desamor, que tuvo lugar entre 1981 y 1983. Una relación de pareja que solo duró dos años, pero que dejó en ambos una profunda huella. Cuando se conocieron, Molina Foix era un hombre económicamente independiente, con piso propio y con un considerable prestigio literario. Como poeta, formaba parte de los “novísimos”, un grupo de autores jóvenes que José María Castellet reunió en 1970 en una famosa antología. Contaba además con tres novelas editadas (Museo provincial de los horrores, 1970; Busto, Premio Barral, 1973; La comunión de los atletas, 1979) y tenía contactos en el mundo intelectual. Cremades era un joven provinciano, inteligente, sensible, guapo, que estudiaba sociología en la Universidad Complutense, escribía poemas y se estaba iniciando en varios terrenos: la vida, la literatura, el sexo, las amistades.
Molina Foix era quince años mayor, poseía otras vivencias, otros conocimientos, otras lecturas. Eso hizo que la de ellos fuese también una relación de maestro y discípulo. Pero esa desigualdad devino un lastre y un detonante de las tensiones que surgieron entre ellos. Ambos además se hallaban en etapas cardinales. Molina Foix en el camino hacia la madurez, en la toma de decisiones importantes. Cremades, en la de iniciación y aprendizaje. A lo anterior, Molina Foix añade una observación: “cualquier amor adulto entre seres inteligentes será conflictivo y difícil. Toda felicidad es una inocencia”.
Honestidad, transparencia y sentido autocrítico
Vuelvo a lo que antes apunté para señalar que muchos de los capítulos de Cremades correspondientes a la primera parte tienen mucho de bildungsroman. Así, refiriéndose a su sexualidad escribe: “En aquellos días la homosexualidad para mí, como el arte, era más un espíritu que una práctica. Deseaba concretarlo, pero después de tantos sueños ni se me ocurría cómo podía hacerse real. No me llevaba bien con mi cuerpo, no me consideraba guapo, al contrario. Había pasado la adolescencia en casa —un niño con fiebres reumáticas— sin hacer deporte; había sido el raro en clase, respetado por una inteligencia ajena a la lógica, una intuición entre poética y profética, pero dado por inútil para cualquier tipo de complicidad amistosa”.
Por su parte, Molina Foix al hablar de la relación cuenta que “Luis se dejaba hacer, pero mandaba en mí, desde muy pronto. ¿Sin saberlo? Como es natural, le gustaba ir de aprendiz, pues siendo los dos de letras y habiendo yo para entonces publicado ya tres novelas y alguna otra cosa, tenía más lecturas que él, mejor inglés que el suyo, y el poso de más de quince años de buenos profesores no académicos: Pedro Gimferrer, Félix de Azúa, Ramón-Terenci Moix, Ramón Gómez Redondo y su amigo y paisano Antonio Martínez Sarrión, a los que fueron añadiéndose, mientras yo crecía en saberes delegados, Calvert Casey (tan breve y fulgurante maestro-amigo), Juan Benet, Luis de Pablo, Guillermo Cabrera Infante y su no menos partner Miriam Gómez…”. Asimismo expresa que “era muy grato leer sus versos y aconsejarle o corregírselos, pero más estimulante era ver a los pocos días el resultado de esas insinuaciones transformado en una poesía honda y misteriosa”.
Tanto Molina Foix como Cremades asumieron la redacción de El invitado amargo con honestidad, transparencia y sentido autocrítico. De ahí que las dificultades por las cuales atravesó su relación sentimental estén plasmadas con intensidad y hondura. Ambos tienen la generosidad de admitir debilidades, dudas, rencores, con la certeza de que pudieron ser evitados. Asimismo no eluden exponer su reacción ante el fin del amor. En el caso particular de Molina Foix fue más cruel, por haber estado dominada por el despecho. Eso además hace que su ejercicio de reconstrucción sea también un análisis sincero y doloroso del amor y el desamor, el encuentro y la pérdida, así como de aspectos como la vida en pareja, la lealtad, las carencias emocionales y físicas, la infidelidad y los celos, ese invitado amargo al que alude el título. En otras palabras, Molina Foix y Cremades logran que su recuento verídico trascienda el ámbito estrictamente personal y aporte una reflexión sobre las relaciones amorosas y sus complejos intersticios.
En El invitado amargo se narra una bella historia de amor que, al final, no cuajó. Probablemente por eso el libro está permeado por una soterrada melancolía y una tristeza inteligentemente oculta. Eso se puede ejemplificar con unas líneas que Molina Foix escribe en el último capítulo: “Mi amor por Luis fue un amor sin resguardo, el más cierto, el más excitante y desequilibrante de mi vida, y, pese al devenir de dos años felices y tormentosos, el más perdurable. Del suyo no puedo más que especular, dudar, creer, recordar los muchos momentos de dicha incomparable que me produjeron y los trastornos que no lograron quitarme la voluntad de seguir amándole. Quizás el amor de Luis fue solo un amor escrito. De ahí también su potencia, su atractivo para mí y su permanencia, ahora que somos viejos, yo mucho más que él, y nuestras vidas tomaron sendas distintas”.
En los últimos tres capítulos redactados por él, Cremades narra la llegada de otro invitado, este más amargo que los celos. En el año 2000 decidió hacerse la prueba del VIH y el resultado fue positivo. Puso entonces en venta su piso de Madrid y se mudó a la casa de sus padres en San Vicente del Raspeig, en la Comunidad de Valencia. La acogida que recibió allí no fue la que esperaba: “Yo no era bienvenido. Le había quitado el colchón a mi hermana, que sufría de la espalda, mi madre se quejaba de tener más trabajo y me pedía dinero para cubrir los gastos que ocasionara mi presencia; mi padre no decía nada, salvo algunos gritos, parecía dispuesto a boicotear mi recuperación sin que pudiera saber por qué. Me sentí acorralado”. Los amigos también fueron desapareciendo, “unos por miedo, otros por pereza, la mayoría porque me convertía en una carga más que en un beneficio”. Conviene que diga, no obstante, que esas páginas dedicadas a la enfermedad están escritas con mucha entereza, sin caer en el patetismo ni la autocompasión.
Aunque su núcleo central es el desnudamiento —también, en cierto modo, la deconstrucción— de aquella relación amorosa, El invitado amargo es además la evocación de una época: la España de comienzos de los 80. En ese aspecto, el libro proporciona una crónica de una sociedad que empezaba a adaptarse a su recién conquistada libertad, así como de la vida literaria que entonces florecía en Madrid. Por esa cartografía desfila una rica galería de personajes: Juan Benet, Javier Marías, Álvaro Pombo, Fernando Savater, Lourdes Ortiz, Carlos Bousoño, Leopoldo Alas, Luis Antonio de Villena… Entre todos, el que más presencia tiene es el poeta Vicente Aleixandre, quien aparece retratado bajo otra luz. Molina Foix era buen amigo suyo desde hacía varios años, y comenta que “era un gran socorrista, además del doctor del alma, y si se terciaba, podía operar a corazón abierto”. Por eso, cuando en la pareja se suscitaron los primeros problemas, Aleixandre aceptó de buen grado cumplir su papel de Gran Sanador.
Descubrimiento de un talentoso narrador
Cremades cuenta que mediados de los años 90 había viajado a Cuba, un país del que no sabía nada. En aquella primera visita surgieron contactos que le permitieron volver veinticinco veces más, como colaborador de un programa de cooperación en la rama del turismo. En el libro cuenta que durante el segundo viaje conoció a varios escritores, entre ellos a Antón Arrufat. Y recuerda que este lo animaba con insistencia: “Escribe, escribe, no pienses, pon tus deditos sobre el teclado y escribe…”. Por mi parte, puedo contar que cuando Arrufat fue en julio de 1997 a presentar la edición española de De las pequeñas cosas, Cremades, quien entonces no estaba en Madrid, le dejó su casa en la calle del Espíritu Santo para que se hospedase en ella. Esa noche yo fui a recoger a Arrufat allí y lo acompañé hasta la Casa de América, donde se hizo la presentación del libro.
Y puestos a mencionar las “conexiones cubanas” presentes en El invitado amargo, Molina Foix habla en varias ocasiones de Guillermo Cabrera Infante y Miriam Gómez, con quienes estableció una buena amistad cuando vivía en Londres. También evoca con mucho cariño a Calvert Casey, a quien sitúa “después de Néstor Almendros y antes de Guillermo Cabrera Infante, Miriam Gómez y Severo Sarduy, un instrumento fundamental de lo que alguna vez he pensado que ha sido, en la música de mi vida, mi quinteto cubano de cabecera”. Reconoce que todos fueron importantes para él, pero ubica a Casey en un sitio especial. Y comenta: “Mi fascinada amistad con él duró poco tiempo, porque vivió poco, suicidado a los cuarenta y cinco años en Roma, pero la marca que dejó en mí fue inextinguible”.
La lectura de El invitado amargo no solo resulta apasionante por el interés de lo que se cuenta, sino por la calidad de la escritura. Algo a destacar es que, a pesar de que Molina Foix y Cremades poseen estilos propios, no es posible señalar diferencias notorias o rupturas radicales entre los capítulos de uno y del otro. Algo sobre lo cual, en principio, cabía albergar dudas. El primero cuenta con una extensa bibliografía y desde hace muchos años viene demostrando que es un excelente narrador. Cremades, por el contario, hasta ahora solo había escrito poesía. Sin embargo, su estreno como prosista ha significado el descubrimiento de un talentoso narrador.
Las dos voces que van armando esta novela de la memoria se hermanan muy bien y lejos de ser contradictorias, sus perspectivas se complementan. Asimismo y aparte de dos voces, es lícito hablar de dos personajes, pues cada uno es escrito y aparece visto a través de los otros del otro. Ese detalle de que Molina Foix y Cremades sean, al mismo tiempo, autor y personaje, lo señala el primero al final del libro: “Luis me escribía y mandaba por correo cartas a mano a la vez que me escribía en su cabeza como personaje tal vez más soñado que real. Ese Vicente semiinventado de entonces se ha instalado en mi casa unos meses, y quizá siga conmigo y me acompañe en la imaginación, desde donde ha podido comunicarse de nuevo —dejando entrar al pasado y uniéndolo al presente— con el juvenil Luis recobrado”.
Hace pocos días, El invitado amargo recibió uno de los Premios de la Crítica Literaria Valenciana 2015. Unos meses antes, el suplemento cultural Babelia lo incluyó en su selección de los mejores libros publicados en 2014. Merecidos reconocimientos a este libro honesto, doliente, iluminador.