Existen derechos o principios frente a los cuales el principio federal, que deja en
manos de los Estados la legislación sobre los matrimonios homosexuales, debe ceder.
Próximamente, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos de América deberá pronunciarse sobre una cuestión crucial: si las parejas del mismo sexo podrán contraer matrimonio en igualdad de condiciones que las parejas de sexo diferente.
Aunque siempre es aventurado realizar pronósticos, creo que se puede anticipar el sentido de esta esperada decisión jurisprudencial a partir de ciertos datos: jurídicos, unos; y sociológicos, otros. Respecto de estos últimos, interesa destacar, sobre todo, uno: que, según indican las encuestas, a día de hoy, y a diferencia de lo que sucedía no hace mucho tiempo, ya existe una mayoría social en EEUU que apoya la igualdad de derechos de las personas homosexuales, incluido el matrimonio. Aunque las causas que explican esta evolución son variadas, es de justicia reconocer aquí el ingente trabajo desplegado a tal fin por el potente lobby en defensa de los derechos civiles.
La importancia de este dato sociológico radica en el hecho de que el matrimonio, como institución, ha experimentado una modificación sustancial en sus perfiles clásicos. La juez Ginsburg supo verlo claramente, y así lo manifestó en la fase oral de exposición de argumentos, celebrada el pasado 28 de abril, al sostener que “hubo un cambio en la institución del matrimonio para hacerla igualitaria cuando no lo era” ( “There was a change in the institution of marriage to make it egalitarian when it wasn't egalitarian”), o que “hemos cambiado nuestra idea de matrimonio” ( “We have changed our idea about marriage”), rebatiendo así los argumentos de quienes muestran su preocupación porque una institución milenaria como esta cambie su definición. De hecho, a lo largo de la historia, tal definición ha ido cambiando, por ejemplo, y hasta no hace mucho, en relación con la posición que ocupan las mujeres con respecto a sus maridos en el seno de dicha institución matrimonial, o por lo que se refiere a la posibilidad de las uniones interraciales, antes prohibidas. Si esto ha sido ya así, ¿por qué no va a poder volver a cambiar ahora esa definición de matrimonio en Estados Unidos, admitiendo la posibilidad de que personas del mismo sexo puedan contraerlo, más aún cuando en numerosos países, pertenecientes al mismo ámbito cultural, esto ya ha sucedido con plena normalidad?
Con todo, estos datos sociológicos, por mucha importancia que tengan, que la tienen, sobre todo porque, según se ha señalado, ponen seriamente en duda que la definición del “matrimonio” como institución sea atemporal, en el sentido de que no haya experimentado evolución alguna, han de ser contrastados con los argumentos jurídicos, para descubrir, en primer lugar, si existe algún obstáculo normativo que impida aceptar la legalidad (en el sentido de constitucionalidad) de esta clase de unión, a fin de poder después indagar si de la propia Constitución es posible derivar la exigencia de tal posibilidad.
A tal efecto, hay que empezar reconociendo que en Estados Unidos la regulación del matrimonio es cosa de los Estados, no de la Federación. Ahora bien, inmediatamente después nos preguntamos: ¿Se agota ahí la cuestión? ¿Basta con reconocer que cada Estado miembro de los Estados Unidos, en tanto que es el competente para regular el matrimonio, puede hacerlo como desee? ¿Puede quedarse ahí el nivel de la argumentación, como pretende el juez Scalia, a fin de no entrar ya a dilucidar si se puede impedir a personas del mismo sexo contraer matrimonio?
Desde luego, si circunscribiéramos el análisis al nivel competencial, dejando al margen cualquier otra consideración, la respuesta parecería clara: Que cada Estado regule el matrimonio como mejor le plazca. Ahora bien, una vez aceptado que los Estados se encuentran vinculados por el mandato constitucional de igual protección, introducido por la Décimo Cuarta Enmienda, y teniendo en cuenta el uso que el Tribunal Supremo ha hecho del mismo, resulta difícil de imaginar que, a fecha de hoy, este va a desconocer que lo que se dilucida en el caso de que está conociendo es un problema de igualdad, y no de federalismo. En concreto, la igualdad de un grupo social, el de las personas homosexuales y, en su caso, bisexuales, que aspira a ver reconocido el disfrute de un derecho que todavía se le niega en algunos Estados de los Estados Unidos: el derecho a contraer matrimonio en iguales condiciones que las personas heterosexuales.
Esa es, en efecto, la gran cuestión de fondo. Y es que resulta imposible mantener, por un lado, que todas las personas son iguales, con independencia, entre otras cosas, de su orientación sexual, y defender al mismo tiempo que el acceso a la institución matrimonial puede encontrarse vedado a las personas homosexuales (o bisexuales) en ciertos Estados, justificando tal posibilidad en razones competenciales (federales). Si no cabe duda de que un Estado miembro de los Estados Unidos no puede prohibir el matrimonio interracial por razones constitucionales de igualdad, de igual modo que por las mismas razones tampoco puede excluir que dos personas incapaces de procrear puedan casarse, ¿qué razones se pueden esgrimir para que sí se permita una exclusión a tal respecto de las personas homosexuales (o bisexuales)?, se pregunta retóricamente, con toda razón, la juez Sotomayor, quien por otra parte dejó claro que el derecho al matrimonio se encuentra incrustado en el derecho constitucional estadounidense, como derecho fundamental que es ( “The right to marriage is, I think, embedded in our constitutional law. It is a fundamental right. We've said it in a number of cases”).
El contenido del matrimonio, como institución, lo configura una serie de derechos (y de obligaciones) que surgen a favor de los casados. Excluir del disfrute de esos derechos (y de la asunción de esas obligaciones) a un grupo de personas por motivo de su orientación sexual carece de fundamento alguno, más aún, cuando, como es notorio, la inclusión de ese colectivo en nada perjudica la posición de que hasta el momento venían disfrutando quienes ya tenían acceso a la referida institución matrimonial.
En un Estado federal, como lo es Estados Unidos, hay que aceptar la existencia de diferencias de trato (y de determinados derechos) derivadas de la distribución de competencias entre el Estado central o Federación y los Estados miembros. Ahora bien, eso no quiere decir que no existan otros derechos o principios frente a los cuales el principio federal deba de ceder. El derecho a la igualdad es uno de ellos (seguramente, el principal). Si a día de hoy, nadie (sensato) duda de que el mismo constituye una barrera infranqueable ante cualquier intento de establecer diferencias de derechos constitucionales entre personas por razón de su origen étnico, ¿cómo es posible albergar esas dudas a causa de la orientación sexual?
Al Tribunal Supremo se le ofrece ahora la posibilidad de contribuir decisivamente a que en el día de mañana nadie (sensato) dude de que la orientación sexual de una persona (o su identidad de género) no puede ser utilizada como motivo que justifique la diferencia de derechos, la discriminación. Por eso, cabe esperar que, en línea con su mejor jurisprudencia sobre la igualdad, jalonada de hitos históricos, no desaproveche esta oportunidad, igualmente histórica, para escribir un nuevo capítulo con letras de oro.