Por Miriam Celaya | La Habana
En un principio fueron los casetes, primero los que veíamos en aquellos viejos equipos de video betamax y algún tiempo después, los VHS. Eran los oscuros años 90 y los repartidores ilegales –conocidos como “mensajeros”– llegaban pedaleando en sus inseparables bicicletas, de cliente en cliente, con sus mochilas a la espalda. Alquilaban en 5 o 10 pesos cubanos cada casete, en dependencia de la cantidad de filmes que tuvieran grabados y de la calidad de la grabación.
Para entonces no era masiva la presencia de equipos de vídeo entre los cubanos, de manera que el feliz poseedor de uno de éstos, no solo era un privilegiado, sino que además se convertía en el anfitrión de amigos y vecinos cercanos que evadían la dura realidad del llamado “período especial” refugiándose en el colorido mundo de algún producto hollywoodense u otro programa, usualmente grabado por el aún más restringido grupo –elegidos entre los elegidos– de quienes poseían una antena DIRECTV.
Compartir un programa o una película también era cuestión de afinidades y solidaridad en una época en que casi todos los cubanos sufrían los embates de una crisis económica que, como el propio sistema que la generó, parecía no tener fin. Por eso algunos contertulios se ponían de acuerdo para rotarse el pago del alquiler del casete o –en su defecto– aportaban algún toque gastronómico que mejoraba la reunión, bajo la forma de algún té, un café adecuadamente “ampliado” con chícharos tostados u otro brebaje de cualquier cosa.
El mensajero, por su parte, debía tener la intuición y el entrenamiento suficientes para sortear ciertos obstáculos. La suya se trataba de una ocupación ilícita, de manera que siempre existía el riesgo de la delación envidiosa y combativa de algún dirigente cederista o el hostigamiento policial. Los agentes del orden solían cazar a los mensajeros para decomisarles los casetes y, a su vez, venderlos en el mercado negro a otro mensajero o al propietario de algún banco de videos, que también era ilegal. Así se cerraba el círculo.
Las autoridades habían ordenado una batida policial para acabar con esa práctica que favorecía “la penetración ideológica del imperialismo” en la población cubana, y que afectaba “especialmente a los más jóvenes”. En los centros de trabajo –sobre todo los relacionados con las ciencias sociales y las investigaciones– la batalla contra esta sutil propaganda enemiga era un punto esencial en las directrices de los núcleos del PCC y de las direcciones administrativas y sindicales, aunque muchos de los propios dirigentes y la casi totalidad de los trabajadores eran consumidores asiduos del “venenoso” producto.
Así, mientras en horario laboral los comisarios del sistema despotricaban contra “el carril dos”, como se identificaba oficialmente a la “guerra ideológica” del gobierno estadounidense contra Cuba, en el ámbito doméstico el consumo del producto demonizado crecía exponencialmente. Sin dudas, la misma propaganda “negra” que azuzaba el gobierno contra los programas y filmes extranjeros solo conseguía interesar al auditorio a favor de su consumo. La batalla verde olivo contra la influencia yanqui estaba condenada al fracaso.
La “antena” y los DVD, agentes imperialistas de los “años cero”
Con el debut del siglo XXI y el arribo informal de nuevas tecnologías de la informática y las comunicaciones, los casetes fueron cayendo en la obsolescencia, incluso en esta ínsula atrasada y desinformatizada.
Desde los años finales de la década anterior habían irrumpido los DVD, suplantando a los viejos equipos de videos y favoreciendo la proliferación de los CD, “quemados” en alguna pequeña sala doméstica, y distribuidos igualmente por todo un ejército de mensajeros. También se extendió epidémicamente el uso de antenas parabólicas, cuyos propietarios alquilaban sus redes a las viviendas aledañas que tuviesen la capacidad de pagar por su uso.
Aunque limitado a las preferencias de programas del propietario, este sistema se expandió rápidamente en la capital y ciudades cabeceras donde existe gran concentración de población, lo que dificultaba a los cuerpos represivos la detección y decomiso de los equipos.
Por otra parte, cuanto más avanzaba la tecnología tanto más costosa resultaba la lucha en su contra. Ahora ya no se trataba de perseguir sujetos que huían en bicicleta por el entramado de asfalto, sino que era preciso movilizar medios especializados, personal y equipos, además de las patrullas de la policía que debían participar del decomiso y arresto de los infractores.
Semejante despliegue permitía que, mientras los cuerpos represivos operaban en una manzana, en los barrios aledaños los mercaderes del entretenimiento se encargaban de desmontar las redes y ocultar sus equipos en sitios seguros. Rápidamente los cubanos aprendieron a identificar el minivan con el rótulo de “Radio Cuba” que encabezaba la comitiva policial, y en breve también los propietarios de antenas tuvieron sus propios informantes dentro de las estaciones de policía, que –soborno mediante– avisaban con anterioridad sobre las operaciones de decomiso. En cualquier caso, cada equipo decomisado era una victoria pírrica para las autoridades, teniendo en cuenta el costo de la operación y lo magro de la cosecha.
El gobierno se anotaba otra bochornosa derrota frente a los recursos dictados por el gusto popular y la experiencia de medio siglo de supervivencia entre trampas e ilegalidades.
Internet, el demonio en persona
Con esa tozudez propia de los castrados mentales, los corifeos oficiales de hoy se mesan los cabellos y desgarran las vestiduras ante la evidencia de lo inevitable: la preferencia de la abrumadora mayoría de los cubanos por los productos culturales del “capitalismo feroz”. El vehículo ilegal que ahora aterriza con frecuencia semanal en los hogares cubanos es el llamado “paquete”, y ha roto todos los records de audiencia de sus antecesores.
En la actualidad resulta casi imposible no escuchar desde algún hogar vecino los sonidos de programas habituales de la TV extranjera. Hasta tal punto el paquete ha invadido la vida doméstica nacional que la TV nativa ha devenido prácticamente intrusa furtiva en medio del imperio del consumo de audiovisuales de contrabando.
Basta un disco duro externo para transportar terabytes de entretenimiento y cultura capitalista que se transmite en los hogares de la Cuba “socialista” a precios módicos, entre 25 y 30 pesos cubanos, para romper la grisura de la programación de la TV estatal.
Sin embargo, los censores designados, con la infinita vanidad que les hace creerse árbitros de lo que debe ser el gusto general y administradores de lo que debe consumir culturalmente cada cubano de la Isla, le llaman “banalidad” al gusto popular que privilegia una telenovela de cualquier parte sobre la Mesa Redonda, y que conoce al dedillo cada nueva serie que se transmite, cada filme que se estrena y cuál es el último chiste de Alexis Valdés, además de toda la pléyade de estrellas de la música y de los más variados programas de factura extranjera, incluyendo dibujos animados y una variadísima programación infantil que cubre los vacíos, la insipidez y la pésima calidad de la programación vernácula dedicada a los niños.
Para mayor desesperación de los frustrados comisarios culturales, la antena ahora ha sido enriquecida por el poder indiscutible de Internet, ese “potro desbocado”, acortándose el tiempo entre lo que se produce y lo que se consume en materia cultural, además de permitir una relativa actualización noticiosa al margen del sistema informativo gubernamental.
Una guerra perdida
A este tenor, no es de extrañar que címbalos y trompetas oficiales hayan convocado a sus comisarios culturales y a sus oxidadas instituciones para librar otra batalla contra la penetración yanqui, como si esta no fuera ya un hecho consumado. Los funcionarios culturosos, cual vírgenes vestales, están escandalizados con la entrega del otrora pueblo combatiente a los seductores encantos de la sociedad de consumo. Con la falta de creatividad que les caracteriza, los aguafiestas de siempre han lanzado su propia estrategia: la “mochila”; una ridícula parodia del “paquete”, cuya más elocuente prueba de actualización es la inclusión entre sus ofertas de aquellas series de la TV cubana que hicieron época en la teleaudiencia nacional en los años 80: “En silencio ha tenido que ser”, “Julito el pescador” o “Algo más que soñar”. Y todavía aspiran a ser tomados en serio.
Lo cierto es que, mientras las tecnologías avanzan y los mensajeros de éstas refinan sus estrategias de supervivencia para escapar a los controles oficiales y vender sus productos, la represión –como el propio sistema que representan– continúa atada a los mismos métodos de vigilancia y persecución propios de los años de la guerra fría. Continúan anclados a un pasado que no volverá.
A estas alturas resulta obvio que los cubanos gustan más del mundo de colores que puntualmente les llega cada semana en el paquete que de la promesa de pobreza eterna que les depara la cotidianidad. El espejismo socialista que décadas atrás los movilizara ha perecido de muerte natural: se asfixió sumergido en su propio fracaso. La cita que hoy ilusiona a los cubanos humildes es con el capitalismo, aunque por el momento solo sea desde las pantallas de su TV.
ACERCA DEL AUTOR
Miriam Celaya (Nació en La Habana, Cuba 9 de octubre de 1959). Graduada de Historia del Arte, trabajó durante casi dos décadas en el Departamento de Arqueología de la Academia de Ciencias de Cuba. Además, ha sido profesora de literatura y español. Miriam Celaya, seudónimo: Eva, es una habanera de la Isla, perteneciente a una generación que ha vivido debatiéndose entre la desilusión y la esperanza y cuyos miembros alcanzaron la mayoría de edad en el controvertido año 1980. Ha publicado colaboraciones en el espacio Encuentro en la Red, para el cual creó el seudónimo. En julio de 2008, Eva asumió públicamente su verdadera identidad. Es autora del Blog Sin Evasión