Por Víctor Manuel Domínguez | La Habana | Cubanet
Los perros de Eusebio Leal ladran en inglés. El historiador de La Habana, convertido en un empresario exitoso, añade a su currículo el de benefactor de los canes callejeros con el menos dudoso pedigrí Los demás lamen su hambre y rascan sus pulgas en rincones del Casco Histórico de la ciudad.
Mientras los perros elegidos disfrutan de comidas suculentas, baños tibios, barberos, “paticuris”, y portan en su cuello un carnet de identidad, los satos dormitan o corretean con el lomo pelado, las costillas de fuera y los ojos vidriosos, bajos las mesas o entre los comensales de los cafés y restorán.
En sitios como los cafés Bahía y París, o los restoranes La Dominica y el Bosque de Boloña, entre otros enclavados en la parte vieja de La Habana, los perros de Leal son agasajados con fotos y comidas, mientras los satos callejeros son corridos a gritos o con chorros de agua fuera del salón.
Amores perros
Durante la década de los años 90 los perros estuvieron casi en peligro de extinción. Albóndigas dudosas, croquetas con misterios, fricasés disfrazados y otros platos de oro en el denominado “Período Especial”-junto a la desaparición progresiva de los canes-, dieron mucho que pensar.
La mayoría de las familias cubanas, sin nada que llevar en esa época al fogón, se deshicieron de sus mascotas con dolor, y un horizonte de perros desgreñados y hambrientos se posó en la ciudad. Nadie se conmovió. Había que comer para vivir y muchos cerraron los ojos ante un espurio chilindrón.
Pasado el susto del Período Especial, los inescrupulosos comerciantes que daban gato -y perro- por liebre, buscaron nuevas fórmulas para lucrar. Eliminado el apartheid para el turismo nacional, y en aumento el procedente del exterior, muchos pusieron a los perros a jugar un nuevo rol.
Ataviados con el traje azul, gorra y gafas de sol del equipo de béisbol Industriales, o con tutú de bailarinas, boinas bolcheviques o verde olivos, ropas de cuadro y pipa a lo Sherlock Holmes, entre otros disfraces, los perros ayudan a ganar divisas a sus dueños en las calles de la ciudad.
El filón de un turismo internacional que no pierde la ocasión de posar ante los simpáticos perros, que como monos de feria son exhibidos en una acera un portal, o en cualquier sitio donde afluyan extranjeros, es aprovechado al máximo por quienes juran que el perro es el mejor amigo del hombre.
Y por ahí anda el juego de Leal. Convertir en atracción turística la necesidad de afecto del animal. Pocos dudan que ahorita se vean corretear por la Plaza Vieja o la de San Francisco de Asís, una manada de cebras o monos, y hasta puede que aparezca un zoológico en la Habana colonial.
Todo es por el bien de la recaudación de divisas en el país. No importa si para ello tienen que explotar, como en una telenovela jabonera, los lagrimales de los turistas de paso por la ciudad, que si bien aprietan el bolso bajo el brazo cuando pasa un cubano, adoran a los perros más que a Dios.
Vida de perros
En una de las más recientes crónica de domingo que realiza cada fin de semana, desde diversas ciudades del mundo, y para Cuba Visión, el periodista Julio Acanda y un equipo de la televisión nacional, el tema tratado fue la impronta cultural de los perros del Historiador de la ciudad.
Canelo, Sultán, Sissi, Motica o Felipe, acogidos bajo el manto protector de Leal, casi alcanzan estatura de héroes rescatados de las pulgas, el abandono y los indolentes comensales por el historiador. Los elogios al excelente estado general de los cuadrúpedos, impidió que las cámaras fuera más allá.
A dos cuadras de la escena de la televisión, en la Avenida del Puerto, una jauría humana le disputa cada día las sobras de comidas a su similar animal, ante la mirada impasible de los comunistas que cobran en divisas, o quienes se consideran “nuevos ricos” por prostituirse, vender maní o robar.
A diferencia de la buena imagen y salud de los perros de Leal, circulan por los mismos escenarios de La Habana Vieja –disputándole un hueso a Motica o Felipe-, borrachos, indigentes, minusválidos, que pese a su lucha diaria por sobrevivir, no son tomados por las cámaras de la televisión.
La voz de Julio Acanda, compungida y melosa, no acaricia siquiera el cabello de quienes como perros satos aúllan sus miserias a la luna frente al mar. Contrario a lo que dice un viejo refrán, los perros de Leal se han convertido en el peor enemigo de muchos hombres y mujeres en la capital.