han resultado ser los más apolíticos de mi existencia
Por José Hugo Fernández | Desde La Habana | Cubanet
No sé cómo ni de dónde surgió el tópico de que en Miami las frutas no tienen dulzor y que la carne de puerco no sabe a carne de puerco ni a nada. Porque la verdad es que a mí me supo a gloria. Y eso que no fui a comerla al Versailles ni a ningún otro de los famosos restaurantes especializados en comidas cubanas. La comí en Los Chinos, que es como llaman los miamenses a los restaurantes de la cadena China Buffet, versión moderna de las antiguas fondas de chinos de La Habana, tan baratos, tan eficientemente atendidos y con variedad y abundancia de platos como sólo conocieron los abuelos en nuestras extinguidas fondas. En cuanto al dulzor de las frutas, ni hablar. Además, en Miami he descubierto y probado más de una exquisita fruta cubana que sólo había visto antes en los cuadros de algunos clásicos de nuestras artes plásticas.
Regresé de mi primera visita a esa ciudad con la sensación de haber ido a otra parte y no al sitio tan cercano y a la vez distante sobre el que he oído hablar a diario, casi a cada minuto, durante toda mi vida. La fuerte presencia de lo cubano es algo que uno aprecia desde que desciende del avión. Pero no me pareció objetivo ni atinado ese tópico según el cual Miami es La Habana con jamón, ni siquiera aquel otro que compara a Hialeah con Marianao. Mi primera impresión del lugar (superficial, como la de todo visitante) fue que Miami es una ciudad con otras ciudades adentro. De modo que aunque lo cubano resalte con frecuencia, en los comercios y en varias expresiones de la vida citadina, al final, más que para mostrarla como un desprendimiento de nuestra isla, el dato sirve para ilustrar su carácter cosmopolita, variopinto y marcado por la impronta hispanoamericana.
Ojalá que no me quemen vivo por esto, pero pienso que los cubanos de la diáspora histórica, más los que se han ido allá en los últimos años, más la manipulación de los medios propagandísticos del régimen cubano, más la penosa desinformación de nuestra gente de a pie, son los culpables de que yo me haya perdido en Miami, como Martin en el bosque, buscando lo que no es sino invención de nuestros tópicos. La traicionera nostalgia, por un lado, y la frivolidad, junto a la mala leche, por el otro, han creado en torno a esa ciudad un espeso velo de clichés, que la envuelven, como la estructura gaseosa del planeta Urano, al punto que ya resulta imposible verla desde lejos tal y como es.
El cubaneo barato y los malos modales del asere del barrio no conforman, para nada, un signo de identificación en Miami. Si acaso en algunas zonas de Hialeah, porque ni siquiera en toda esa barriada, que es como una ciudad dentro de la gran ciudad. Mucho menos marca allí la política el discurrir cotidiano, ni aun los comentarios contra la dictadura de nuestro país. Los días que pasé en la Florida han resultado ser los más apolíticos de mi existencia. Desde luego que en ciertos espacios de la televisión, la radio y otros medios se publican permanentemente noticias sobre la realidad en la Isla, pero (contrario a lo que me sucede en La Habana), disponía de muchísimas otras opciones. De igual forma, los cubanos de Miami gozan de muy amplias alternativas para eludir el cubaneo barato y los malos modales del asere del barrio, si así lo desean.
Estar dispuesto a asumir el trabajo honrado (cualquiera que éste sea) como la mejor opción por la vida, poseer el sentido común indispensable para ajustar los gastos a las ganancias, y respetar meticulosamente las leyes del país, me parecieron claves para librar con éxito, en Miami, la difícil batalla por la existencia. Sin embargo, más de un maldito tópico nos ha hecho creer que aquella ciudad es meca de la corrupción y que la libertad que disfrutan sus ciudadanos es patente de corso para enriquecerse a costa de todo tipo de trampa y de comercio ilícito. Debe ser el motivo por el que muchos paisanos (condenados de antemano por la mala formación de nuestro sistema) nutren hoy las cárceles en la Florida o viajan a La Habana ostentando -hasta un día- su “suerte” de pillos “cubanoamericanos” que viven allá como Carmelina, sin tirar un chícharo.
En fin, son demasiados los tópicos que me dificultaron reconocer de pronto a Miami como la gran ciudad en que se ha convertido (gracias también al empuje de no pocos cubanos), aunque aún continúa creciendo y prosperando a un ritmo admirable. Y es una pena que la brevedad del espacio no me permita esbozar todos esos tópicos, engañosos mayoritariamente, tanto por exceso como por defecto. Desde aquella cascarita que se refiere a la inseguridad que ocasiona vivir en una casa rentada (como si en Cuba dispusiéramos de algo realmente propio), hasta la violencia callejera, muchísimo menos extendida allá que acá, aun cuando allá pese, como agravante, un más libre uso de las armas de fuego, por parte de la población quiero decir, que no de los esbirros policiales.
Desde ese cliché, generalizador y malintencionado, según el cual los miamenses no son solidarios, hasta el tan extendido prejuicio de que Miami es una ciudad inculta, tanto como lo era hace 35 años, cuando Reinaldo Arenas la visitó por vez primera. A mí por lo menos me ha parecido más culta que La Habana, pero no es un asunto que se pueda resumir con tres palabras. Así es que lo mejor sería postergarlo para una próxima crónica sobre la vez que me perdí en Miami.
ACERCA DEL AUTOR
José Hugo Fernández es autor, entre otras obras, de las novelas El clan de los suicidas, Los crímenes de Aurika, Las mariposas no aletean los sábados y Parábola de Belén con los Pastores, así como de los libros de cuentos La isla de los mirlos negros y Yo que fui tranvía del deseo, y del libro de crónicas Siluetas contra el muro. Reside en La Habana, donde trabaja como periodista independiente desde el año 1993.