La Habana libre
Por Ángel F. Fermoselle Hay películas cuyo visionado debería ser imperativo para todos: para los ciudadanos que sufrimos a nuestros políticos y para los políticos que abusan de los ciudadanos. Incluso para quienes creen estar al margen. Para todos.
Una de ellas es "Regreso a Ítaca", del francés Laurent Cantet, que recoge con una claridad sobrecogedora el fenómeno del exilio cubano así como el milagro de la supervivencia en un país aplastado, y rendido, durante cinco décadas.
Si dirigentes como los Castro hubieran visto la película, posiblemente menos barbudos se habrían levantado en la Sierra Maestra de los 50 del siglo pasado para impulsar una revolución invencible, al menos en cuanto a su longevidad, e incierta, como máximo, al respecto de sus consecuencias más benévolas.
Si los cubanos que se exiliaron la hubieran podido ver antes de hacerlo, posiblemente muchos de ellos habrían tomado otra decisión, igual que habrían hecho, si la hubieran visto, muchos de los que prefirieron quedarse.
Porque como en todas las revoluciones-trampa, Camilo, Raúl, Almeida y los demás forjaron un escenario sin escapatoria posible: si te quedas te arruinan; si te vas, te arruinas. Y no estoy hablando de dinero.
La revolución cubana que animó el Ché y lo convirtió en un icono para el resto de los días consiguió, sobre todo, dividir a once millones de individuos entre los gusanos que se iban, y los revolucionarios que se quedaban. Aunque ni unos eran tan gusanos, ni otros tan revolucionarios. Y, unos y otros, quebraron sus existencias para adecuarlas a lo que el Régimen les exigía. A los últimos, fidelidad; a los primeros, lejanía y, al menos, 90 millas náuticas.
En "Regreso a Ítaca" se reflejan todos los matices del paisaje surrealista y devastador que han generado los sucesores de Batista en 56 años. La mayoría de ellos oscila entre la desesperanza y el hastío; entre la pérdida -de una existencia que podía haber sido mucho mejor- y la desolación -por someterse a un sistema que ha sido peor que una farsa, mucho peor aún que una broma demasiado dolorosa y demasiado larga-.
No han podido los barbudos, ahora envejecidos y algunos muy enfermos, acabar con el guaguancó; ni tampoco con los frijoles y el arrocito blanco; de hecho, eso, exactamente, cenan los protagonistas de esa historia de ficción más real que cualquier documental en la única noche de esta película. No hay, claro, motivos para bailar salsa, mucho menos un danzón o un mambo.
Quizá por eso sobre la terraza con vistas al malecón no surge Pérez Prado ni Celia Cruz, sino Serrat, melancólico y confeso sobre su nacimiento mediterráneo; y se oyen las acusaciones entre los amigos, que se reúnen para celebrar el regreso de uno de ellos; y se perciben los reproches, las culpas y, quizá más que ninguna otra cosa, la acerada nostalgia que los protagonistas sienten por un país que dejó de existir hace décadas, aunque mantenga el nombre, el hermoso azul de sus cielos y el oleaje verde-caribe.
Pero a Cuba se la tragaron del mismo modo -uno cruel, malévolo- que les robaron las vidas a muchos de sus ciudadanos; de idéntica manera que por unos conceptos, u otros, por una lucha, u otra, partieron literalmente a numerosísimas familias a un lado del Caribe, y a otro.
Quizá, con esfuerzo, se pueda absolver a un dictador que maltrata a su gente; tal vez se pueda indultar a un comandante que limita la libertad de su pueblo, durante generaciones, hasta casi asfixiarlo, todo ello como revolucionario sacrificio por un bien supuestamente mayor.
Pero nunca se le podrá perdonar que divida a las familias y las enfrente, o que las divida y sus miembros mueran, medio siglo después, en tierras diferentes, algunas separadas por tiburones caribeños, otras por todo un océano.
Las vidas perdidas ya nunca se podrán recuperar, pero la Habana libre que se vislumbra desde la terraza de esta fascinante Ítaca de Cantet, o de Padura, según se mire, está ya -qué sabroso- muy cerca.
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