Los que habitamos en los suburbios o en la ciudad del hacinamiento y los puntales, nos sentimos intrusos, casi como cucarachas, al deambular por ciertas zonas de Miramar
Luis Cino Álvarez | La Habana |
Luego de Guantanamera, una de las canciones más conocidas del repertorio de Pete Seeger fue Little Boxes (Los cajoncitos). La compuso Malvina Reynolds en 1963, inspirada en las interminables filas de casitas idénticas, como pequeños cajones, en los suburbios de San Francisco.
Sobre la canción, explicaba Pete Seeger: “La maquinaria nos dice a todos, capitalistas o comunistas, que si queremos casas baratas, las tenemos que aceptar como ellos las hacen, rectangulares, como cajoncitos”.
En la Unión Soviética, a mediados de los 60, fue muy popular su versión en ruso, “Dachki, dachki”.
En Cuba fue muy conocida, a inicios de los años 70, la versión del cantautor chileno Víctor Jara, titulada “Las casitas del barrio alto”, una irónica crónica sobre la vida en los barrios aristocráticos de Santiago de Chile en los tiempos que precedieron al golpe militar contra el gobierno de Allende.
Se me ocurre que en Cuba también podría haber versiones de Little Boxes.
Pudiera estar inspirada en los edificios-cajones de cinco pisos en Alamar, San Agustín, el Reparto Eléctrico y otras decenas de feos e incómodos barrios de micro-brigadas repartidos por todo el país. Los mismos edificios de tosca arquitectura estalinista que florecieron bajo el socialismo real en Moscú, Varsovia o Bucarest, para que se hacinara en ellos el proletariado.
Los moradores de los edificios de microbrigadas tuvieron que esperar años -en algunos casos más de 10-, trabajando como esclavos, doce horas diarias y dos domingos al mes, amén de las horas voluntarias, para que el gobierno, tras una asamblea de análisis, chantaje, chivatería y sacadera de trapos sucios, les concediera la gracia de habitarlas. Ahora son acosados por los inspectores, con multas y amenazas, para que demuelan las ampliaciones y demás modificaciones que se vieron obligados a hacer cuando crecieron las familias y los apartamentos les resultaron pequeños para albergarlos.
Otra versión podría titularse “Las casitas congeladitas” y aludir a las mansiones de Miramar, Cubanacán, Biltmore, las llamadas zonas congeladas, los barrios altos de la elite castrista, que no tendrá buen gusto ni clase, pero sí dinero, ínfulas y apego al poder.
Las casonas fueron arrebatadas a la burguesía derrotada. Amplias y con jardines bien cuidados, protegidas por sofisticados sistemas de seguridad, feroces perros, alimentados con carne y no con fideos y boniato, como los nuestros, elevadas cercas y arbustos espinosos, para que nadie atisbe en sus vidas privilegiadas y con aire acondicionado.
A la élite no le gusta codearse con el proletariado si no es al son de las consignas, en la Plaza de la Revolución o en las votaciones para delegados del Poder Popular.
Las zonas congeladas contrastan con el resto de la ciudad que se derrumba y apesta. En Biltmore y Miramar no se acumula la basura, no hay baches ni salideros de aguas albañales, el césped es atendido y las fachadas siempre están recién pintadas.
Por sus calles circulan carros modernos, la gente viste ropas de marca y su piel no es cetrina, qué va a serlo, si se alimentan bien, y para ejercitarse, trotan cada mañana por Quinta Avenida.
En algunas casas de Miramar o Nuevo Vedado (Biltmore y Cubanacán son totalmente inaccesibles) viven elementos extraños. Se nota en el deterioro de sus viviendas, en la falta de pintura. Las habitan rezagados del pasado, venidos a menos y otros advenedizos. Son las moscas en el vaso de leche, cuidadosamente vigiladas por la PNR (Policía Nacional Revolucionaria), Seguridad del Estado y sus chivatos, para que no cometan indisciplinas sociales u otras conductas impropias de las que tanto disgustan a la nueva clase.
Los que habitamos en los suburbios o en la ciudad del hacinamiento y los puntales, nos sentimos intrusos, casi como cucarachas, al deambular por ciertas zonas de Miramar o entrar en algunas de sus bien surtidas y carísimas tiendas, y ver el recelo y el desprecio con que nos miran los de la castro-burguesía.
La élite se apresta a negociar su reconversión al capitalismo, siempre que sea a su manera. Si no fuese así, está dispuesta a hundirnos en el mar, como dijo cierto cantautor millonario, por “la gloria que se ha vivido”. Sus casonas y privilegios, su modo de vida, son parte de esa gloria y no la menos importante.