Se equivocan quienes creen que el veredicto histórico del pasado
viernes es un desatado delirio radical de un sector de la población norteamericana
Me permito traducir a continuación el párrafo final de la orden judicial emitida el pasado viernes por la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos de Norteamérica (aprobada por mayoría de cinco votos a favor sobre cuatro en contra):
No hay unión más profunda que la del matrimonio, pues encarna los más elevados ideales de amor, fidelidad, devoción, sacrificio y familia. Al conformar una unión marital, dos personas se convierten en algo mayor a lo que antes fueron. Tal como lo demuestran algunos de los peticionarios en este caso, el matrimonio encarna un amor que puede incluso perdurar más allá de la muerte. Sería incomprensión hacia estos hombres y mujeres afirmar que son irrespetuosos ante la idea del matrimonio. Su petición es que precisamente la respetan y la respetan tan profundamente que desean lograr su consecución para ellos mismos. Su esperanza consiste en no ser condenados a vivir en soledad, excluidos de una las instituciones más viejas de la civilización. Piden que su propia dignidad sea igual ante los ojos de la ley. Esta Constitución les otorga ese derecho.
El párrafo fue redactado por el Honorable Anthony Kennedy, nominado como juez de la Suprema Corte en Washington en 1988 por el entonces presidente Ronald Reagan, abogado hasta la fecha considerado conservador hasta en las austeras corbatas que suele anudarse al cuello y otrora monaguillo en la iglesia católica de su infancia. Lo anterior debe servir al menos para acallar a los radicales inconformes que creen que la decisión fue producto de un descabellado arranque enarbolado por un enloquecido jurista irracional; al contrario, lo que caracteriza la trayectoria jurídica del juez Kennedy es una hasta hoy discreta biografía de abogado apegado al ejercicio de la jurisprudencia, enfatizando precisamente la prudencia, la moderación y la tolerancia, incluso cuando las decisiones que desfilaban por su despacho no necesariamente sincronizaban con su vida personal, su matrimonio con Mary Davis y su típico hogar californiano con tres hijos. Se cuenta que al mudarse una pareja homosexual a pocas casas de su hogar (en tiempos de la tolerada ilegalidad de tales vecinos) el juez Kennedy asistió con su esposa a la primera fiesta con la que la pareja intentaba congraciarse con sus vecinos, diciendo “Si ellos son capaces de tolerarme a mí, ¿porqué no he de ser tolerante con ellos?”.
Egresado de la Universidad de Stanford en California, y especializado en la London School of Economics así como en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, Anthony Kennedy parecía destinado a ocupar un lugar en la máxima corte de la unión americana en la medida en que sumó a su curriculum un notable perfil de ser un sosegado pensante, por encima de quienes reaccionan con instintos instantáneos. A lo largo de su vida académica y su ejercicio profesional este Kennedy de California se ha distinguido por tomarse en serio la etimología y todas las definiciones conjugadas de la palabra Libertad con mayúsculas y quien escriba su biografía habrá de ahondar en la estrecha amistad que sostuvo con su maestro y mentor Gordon Schaber, jurista reconocido y probablemente homosexual de clóset (aunque mantuvo una relación con una mujer hasta 1990) quien al fallecer en 1997 convocó a casi mil distinguidos abogados, jueces, congresistas e incluso un mensaje del presidente Clinton como póstuma admiración por su intachable trayectoria en abono de la jurisprudencia como una forma del equilibrio entre ciudadanos. No es de extrañar que la principal elegía en ese entierro fue pronunciada por Anthony Kennedy, al pie del féretro de su amigo, subrayando su filiación por “una ley que procura la compasión, ley que procura justicia”.
Se equivocan quienes creen que el veredicto histórico del pasado viernes en Washington es mero capricho político del presidente Obama o desatado delirio radical de un sector de la población norteamericana. La decisión se proclama en un país donde el 60% de la población se ha manifestado a favor o tolerante hacia la libre unión de homosexuales y lesbianas e incluso, muchos de los que han manifestado objeciones etimológicas o semánticas contra el uso o redefinición de la palabra matrimonio (remitiéndose a la raíz latina del término o su estricta acepción como garante de la maternidad o procreación) no niegan su ulterior tolerancia o comprensión del tema de fondo: el derecho ante la ley de reclamar igualdad de dignidad y conciencia. En ese mismo sentido, el juez Clarence Thomas, quien voto en contra de la decisión, no niega tal afortunado parteaguas y quizá sea una voz clave en las sucesivas discusiones sobre si la legalización de los matrimonios homosexuales en todos los estados de la Unión atentan o no, afectan o no, la libertad religiosa de cada individuo, la convivencia democrática en un estado de Derecho o el equilibrio de fuerzas de los partidos políticos. Por hoy, el tema se concentra en lo expresado por ese último párrafo escrito con lucidez y en prosa ejemplar de un juez –mas no de su exclusiva o excluyente voluntad—que resumió en veredicto las nueve diferentes voces que discutieron el caso. Un juez que ha tomado posturas pensantes –no siempre populares—ante temas como el aborto, la pena capital, el medio ambiente, el trato y maltrato de detenidos, la mariguana llamada medicinal o la quema de la bandera de las barras y las estrellas.
El planeta que tiene acceso a las redes sociales se inundó con usuarios que por unos días han pintado sus fotografías con todos los colores del arco iris y el mundo gay de a pie que no necesariamente tiene acceso al internet desfiló su orgullo por diversas ciudades del orbe haciendo global el festejo que suscitó la decisión de la Suprema Corte Norteamericana, incluso en los países donde prosigue el maltrato y la intolerancia, los cañones de agua o la embestida de escudos y macanas como respuesta.
En épocas no tan remotas que sin embargo se acercan cada día más a considerarse pre-historia, el activista Harvey Milk (protagonizado en película por Sean Penn) encargó al artista Gilbert Baker una bandera que identificase a la oleada policultural, multifacética y poliédrica en los orígenes de lo que ahora llamamos diversidad sexual, allá en las calles de San Francisco. A Baker se le ocurrió volver bandera de esa pluralidad –en ese entonces bizarra—los colores del arco iris: rosa por la sexualidad de cada ser humano, rojo por la vida, naranja por la sanación de toda herida física o emocional, el amarillo por la luz del sol, verde por la naturaleza, la turquesa por todas las formas del arte, el azul indigo como homenaje a la armonía y el morado o profunda violeta por el espíritu humano. Esos colores originales han evolucionado con el tiempo (incluso sustituidos en algunos estandartes donde ya no aparece la franja turquesa), pero la mirada humana más pura o menos intolerante no deja de reconocer a simple vista la límpida impresión de lo que significa un arco iris… tanto como la lenta lectura que pondere palabra por palabra el párrafo escrito por el juez Anthony Kennedy no puede menos que arrojar un cierto sabor de esperanza no sólo para la comunidad lésbica-homosexual, al tiempo que intenta definir lo que tantas veces parece indefinible. Por algo a los nueve magistrados que conforman el máximo tribunal de la unión norteamericana no se les nombra Judge o Juez (como en menores circuitos), sino que se antepone a su nombre el título de Justice.