Carmela adora al “orden público”
Es travesti. Su zona es el Parque Central, su proxeneta un policía
Un oficial de policía detiene a dos mujeres en la calle (foto de archivo)
Jorge Ángel Pérez | La Habana
Supe que no era una mujer desde que la vi acercarse, no cabía confusión. Más de un metro con ochenta de estatura y una generosa masa corporal; dadivosa sobre todo en el abdomen, y para el pecho unos breves botoncitos empinados. La cara irritada por el reciente rasurado era prueba de sus abundantes hormonas masculinas. No tenía dudas de que se sentaría a mi lado, yo estaba solo y sobraba espacio en aquel banco del parque central. “¿Quieres algo?”. Así me preguntó, parece que la ojeada que le eché fue muy indiscreta. Rápido le dije que no, moviendo la cabeza, pero de todas formas se sentó y me ofreció su mano: “Soy Carmela”. Ella descubrió mi asombro. “Ay niño, ¿tú crees que con este cuerpo puedo llamarme Beyonce o Rihana? Soy materialista…, dia-léc-ti-ca”. Creí que iba a molestarse con mi carcajada enorme, sin embargo parece que se sintió a gusto y le dio confianza. Aseguré que Carmela era un bonito nombre pero ella lo negó. “Es un homenaje a mi abuela. Fue ella quien me crió. Cuando mi madre murió yo no había cumplido el año, y mi padre se fue por el Mariel antes de que yo llegara. Lo devolvieron cuando salió de la cárcel, yo tenía trece años”.
“¿De verdad no quieres nada? Soy buena, soy buenísima…”. Expliqué que esperaba a un amigo que llegaría de un momento a otro…, “siempre se atrasa un poco, debe estar por llegar”, y como no aparecía mi supuesto amigo se desató su lengua. “La calle está mala…. Ayer no hice nadita de nada. Casi amanecí en el parque de la fraternidad. Un viejo me ofreció un dólar por una chupada… ¡Cochino! Con eso no puedo pagar el Cipresta”. Entonces explicó que era el nombre de las pastillas que tomaba a veces, cuando las conseguía, y trató de decir el nombre químico, pero no le salió. “No soy una transexual diagnosticada, como si cupiera alguna duda en este cuerpo…, por eso tengo que lucharlas yo solita. Tengo una amiga que las vende”.
Siempre he creído en las bondades del silencio. Quizá, si me ponía a hacerle preguntas a Carmela, la habría inhibido, pero dije poco y no pregunté nada, aunque a esas alturas ya no quería que se callara. Creo que fue mi silencio, y el interés que debió notar, lo que la llevó a hablar hasta por los codos. “¿Nunca te acostaste con un travesti? ¡Debías probar!”. Trató por todos los medios de convencerme; porque era a mí, porque le caía bien, y hasta le parecía decente, me cobraba solo diez dólares…, siete…, cinco. “Dale que no te vas a arrepentir. Los que me conocen dicen que soy una batidora. Yo te enseño como regular la velocidad”. Según Carmela llevaba como tres horas dando vueltas y no aparecía ninguno de sus clientes habituales. “No tengo ni un cabrón teléfono pa’ que me llamen”. Creí que estaba a punto de llorar. “Si no consigo dinero él no irá a verme. Ay coño, por ahí viene. No mires, no mires”.
Yo miré. Ella, sin mover los labios, con la boca muy apretada, dijo: “Sí, es ese mismo”. “¡El policía!”, atiné a decir apretando también la boca. Ese hombre era su locura, había llegado a La Habana hacía casi dos años. Le echó el ojo desde que lo vio, pero nunca le correspondía. No era la primera vez que se acostaba con un uniformado, y estuvo averiguando con uno y con otro, pero poco pudo saber. “Pero yo soy una heroína de mil batallas”. Sucedió que un día aquel policía que vino de Holguín estaba “asfixiado”, y coincidió con que ella había hecho el pan, entonces se lo llevó a su cuarto. “Ese día supe lo que era un hombre”. Cocinó para él lo mejor que pudo y le dio los veinte dólares que tenía guardados. Desde entonces no puede sacarlo de su cabeza, y pasa el día entero haciendo las calles para cuando aparezca. “Yo sé que le gusto mucho, pero dice que tengo que tener dinero para que venga. Y lo busco, para tenerlo soy capaz de cualquier cosa. ¿No quieres que vaya a limpiarte la casa? Ahora se estará quieto en los portales del Payret y va a vigilarme de soslayo. Él supone que me voy a ir contigo. Sí así fuera me seguiría con los ojos, aunque estuviera chequeando el carné de identidad de otro oriental. Cuando vuelvo dejo que me vea y él responde con una seña…, quiere decir que va cuando termine. ¿Qué va a hacer chico? Con lo que gana no le alcanza para mantener al hijo que está en Holguín. ¡Yo trabajo para él! Anda, llévame contigo. No te vas a arrepentir”. Tuve miedo de que creciera su insistencia y se pusiera pesado. Había cambiado la expresión de su cara, los ojos inyectados, las manos le sudaban. No había dudas de que era capaz de cualquier cosa. Me paré sin decir nada, crucé la calle, hacia los portales del Payret. Allí estaba el policía, y lo miré, vi muy claro cuando un pinguero, es decir un luchador, un prostituto, le entregaba un billete de cinco dólares. Lo miré fijo, a los ojos, al billete que guardaba en su bolsillo. Quería preguntarle si de verdad creía que así se cuidaba el orden público.