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General: El sexo en España en la época del franquismo y las secuelas
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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: SOY LIBRE  (Mensaje original) Enviado: 31/07/2015 12:35
Sexo en el franquismo (I): las secuelas
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         Publicado por Álvaro Corazón Rural -  Jot Down Cultural 
Tengo una colección de libros llamada «Temas sexuales» que se imprimió en 1933 y 1934, tiempos de la II República española. Solo sé, por la publicidad de la colección que he visto en la hemeroteca, que en las librerías que los vendían también podía uno adquirir títulos como Los pobres contra los ricos o Ensayos socialistas. Lo cierto es que son solo unos cuadernos de divulgación sexual con sus aciertos y sus errores, porque no faltan ideas que a día de hoy consideramos majaderías, la verdad sea dicha, como ejercicios gimnásticos para realizar desnudos bajo el sol, mostrados en fotografías en uno de los volúmenes, que servirían de afrodisíaco al activar «excitaciones mecánicas».
 
Pie: ¡Ojo! Nos dice nuestra amiga Ana Thiferet que «casi cualquier postura de yoga en pelotas bajo el sol es afrodisíaca». Y concretamente, esta mujer está haciendo una variante «raruna» de la asana ‘mitad de cobra’. E insiste Ana en que, de hecho, «hay mogollón de asanas que podrían ser útiles para el sexo. Por eso de descubrir el cuerpo, disfrutarlo, relajarse…»
¡Ojo! Nos dice nuestra amiga Ana Thiferet que «casi cualquier postura de yoga en pelotas bajo el sol es afrodisíaca». Y concretamente, esta mujer está haciendo una variante «raruna» de la asana mitad de cobra. E insiste Ana en que, de hecho, «hay mogollón de asanas que podrían ser útiles para el sexo. Por eso de descubrir el cuerpo, disfrutarlo, relajarse…».
 
Pero uno no puede evitar fijarse y sorprenderse por algunas afirmaciones que traen, ya que, dadas las características del periodo histórico que vino después, llaman la atención por el contraste. Dice así un párrafo de la entrega El arte de hacerse amar:
 
El hecho de haberse iniciado en las relaciones amorosas no quiere decir que hayan de terminar, no digamos ya en una unión legalizada, sino que ni siquiera en una realidad sexual libre (…) puesto que aquellos que han vivido más licenciosamente son los que encuentran más felicidad en la vida conyugal (…) A esas edades en que el ardor juvenil es como una llama viva que todo lo quema y todo lo arrasa y que con lo primero que da al traste es con los conceptos prohibitivos de la vieja moral.
 
Estos extractos que acaban de leer, en el régimen que instauró el general Franco después de cometer un genocidio contra los españoles, eran más peligrosos que los textos de Bakunin. Estoy exagerando, pero desde luego el Estado los perseguía con la misma tozudez y perseverancia. Y muy especialmente, los prevenía con la censura de las comunicaciones públicas y el adiestramiento de la juventud en las escuelas. Sin embargo, a día de hoy, el comportamiento que describe el mencionado texto es el de gran parte de la población, por no decir la mayoría, antes de emparejarse o casarse.
 
Aunque, antes de entrar en el esquema ideológico del franquismo y su educación reflejada en la conducta sexual de los españoles de aquel tiempo, repasemos primero los estragos que causaron en varias generaciones.
 
Un ejemplo en vídeo, que les entre por los ojos. En 1990, TVE estrenó un programa, Hablemos de sexo. En la web del ente hay un capítulo completo. Es el dedicado a la masturbación. Vean las opiniones recogidas por la calle a los españoles, especialmente a los que ya tenían cierta edad. Escalofriantes muchas de ellas. Muchos, a una década del siglo XXI, veían normal pegar a un hijo al que se sorprende masturbándose. Uno habla de colgarlo. Dicen que hay que gritarles.
 
Y del mismo cariz son las cartas que escribieron durante todo ese año los lectores a los periódicos indignados con la emisión de un programa de educación sexual. En ABC se preguntaba un caballero si con la campaña del Gobierno de «Póntelo, pónselo», promoviendo el uso del preservativo en las relaciones sexuales ante la epidemia de sida de los ochenta, y con el espacio de Elena Ochoa Hablemos de sexo lo que se pretendía era «fomentar en los jóvenes la práctica indiscriminada del disfrute carnal». Otro protestaba porque «lo emiten en prime time y los adolescentes escuchan asombrados que la masturbación no es perjudicial». Una señora no daba crédito: «han dicho que el sexo anal no es perverso». Y el más simpático era un señor que, muy preocupado, informaba al diario: «se emite cuando los adolescentes están despiertos». ¿Quizá vería más lógico que un programa de educación sexual solo lo pudieran ver los que ya han tenido hijos?
 
Mientras, en La Vanguardia, a un catedrático de la Universidad de Barcelona, Alfonso Balcells Gorina, del Opus, le publicaron una tribuna donde decía que el sida era una enfermedad del comportamiento, que se debía curar con «un cambio personal, de actitudes y de costumbres», pero no con educación sexual, que era según él: «tantas veces puro erotismo reduccionista del sexo a la esfera corporal, inhumano y egocéntrico, anatomía y fisiología con ribetes pseudocientíficos, como en el programa Hablemos de sexo de la televisión pública y otros parecidos, que las familias consideran lamentables y contraproducentes».
 
Esto quince años después de la muerte del invicto caudillo. Si vamos más atrás, tras su desaparición y el cambio de régimen, en los locos años ochenta, dijo recientemente Grace Morales en el último Mondo Brutto, el número 43, que en la célebre Movida hubo «más droga que sexo». Y si ya ponemos la lupa en las secuelas perceptibles en el año 1976 la cosa empeora hasta niveles surrealistas. En un libro que publicó Óscar Caballero, El sexo del franquismo, este recogió casos que le habían planteado sexólogos de la época y que hablaban por sí solos de la educación y salud sexual —y por qué no decir mental— de parte de los españoles que salían del franquismo, especialmente las generaciones educadas en la posguerra o en los pueblos.
 
Por ejemplo, al doctor Martínez López, cita, le llegó un chico de Lleida quejándose de que se había casado hacía poco y que a su mujer no «le cabía nada». Él le respondió que si ella tenía el himen muy duro, que había casos, lo podía solucionar un ginecólogo. Pero no, resultó que al chaval le habían explicado que tenia que bajar las bragas a su mujer y metérsela por el agujerito y el único agujerito que conocía era el del ombligo. El doctorFrederic Boix Junquera explicaba a continuación que ese tipo de dudas no escaseaban, que había casos en que las madres solo les enseñaban a las hijas a quitar las manchas de semen de los colchones. Otro doctor, de Villalba, en Madrid, cuenta en estas páginas que trató a un matrimonio que acudió a su consulta —ella, porque él no se atrevía— a decir que no podían tener hijos por mucho sexo que practicaran. Cuando terminó preguntándole cómo lo hacían, dijo «lo normal, por detrás». Resulta que «lo hacían así porque ella, desde niña, había oído que por delante era pecado y, además, igualmente tenía orgasmos regulares».
 
La ignorancia era transversal, no solo sucedían estos episodios en las capas más humildes. Incluso en la alta sociedad había problemas sexuales y malentendidos derivados de la falta de conocimientos elementales. Este doctor también aportaba el relato de la vida sexual de una mujer adinerada que entonces tenía cuarenta años y cinco hijos:
 
Cuando me casé ninguna persona me había anticipado qué iba a sucederme en la noche de bodas (…) Mis padres habían concertado un matrimonio con el hijo de una familia cuya posición económica era mejor que la nuestra (…) Nadie me habló de sexo, ¿y cuál era mi recuerdo del colegio? Recuerdo que nos bañábamos envueltas en una bata para no ver ni dejar ver nuestro cuerpo. Yo ignoraba hasta la masturbación (…) Por otra parte había visto a mi novio solo en tres oportunidades (…) La noche de bodas lo único que yo sabía era que dormiría con él y debería obedecerle en todo (…) El primer acto fue horrible. Estábamos los dos prácticamente vestidos. Él era torpe y yo noté un dolor muy agudo con la penetración. No conocí el orgasmo hasta tres meses más tarde, una noche en que me acosté embriagada después de cenar. (…) A los seis meses de casada, él me pidió que pusiera su pene en mi boca. Me negué. No quería tener hijos tan joven y estaba absolutamente convencida de que me quedaría embarazada si él colocaba su pene en mi boca.
 
Esos ejemplos, estas secuelas, son el resultado de una de las mayores y más importantes imposiciones del franquismo: la frigidez femenina. El marido que llamaba puta a su mujer porque esta había tenido un orgasmo no era infrecuente. Ya en un especial sobre sexo de la revista Triunfo en 1970 encontramos el diagnóstico: «La frigidez femenina se ha trabajado. Ahora comienza a considerarse un mal. La idea del honor ha funcionado como un anafrodisiaco. La mujer considera una virtud amar sin placer porque equipara el placer al pecado».
 
En un ABC de 1976 se ponía de manifiesto esta educación para la frigidez en un editorial contra la educación sexual y a favor de la castidad que contenía frases para enmarcar: «se presenta la satisfacción del impulso sexual como una fuente de placer físico que se alcanza en una especial clase de retozo o juego por el cual no hay que preocuparse (…) Hay también una virtud que ennoblece la sexualidad del hombre: se llama castidad, y como virtud significa la fuerza que mantiene la limpieza del cuerpo y del alma. Ciertamente, no estamos en tiempos en los que la castidad tenga buena prensa…». Caballero explicó en su libro que esta mentalidad era una de las principales causas del fracaso matrimonial de tantas parejas españolas, «matrimonios que después de tantos hijos no conocen lo que es el orgasmo. La relación sexual mecánica y el tedio ante el acto sexual tiene demasiados practicantes en nuestro país». Desolador.
 
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Noticia recogida en La Vanguardia; jueves 1 de marzo de 1973.
Pero eso es lo que supuso la dictadura. Un regreso a la castidad tradicional española, un concepto antediluviano. Según un artículo de Rafael Huertas y Enric Novella, «Sexo y Modernidad en la España de la II República», publicado en la revista Arbor del CSIC, en 1932 ya había en España una Liga Española para la Reforma Sexual sobre Bases Científicas, filial de la Weltliga für Sexualreform fundada en 1928 en Berlín por el doctor Marcus Hirschfeld (las imágenes que solemos ver de los nazis quemando libros cuando toman el poder en 1933 son las de cuando asaltaron la sede de este instituto el 6 de mayo de ese año).
 
También circulaba por España en aquel periodo la obra de Hildegart Rodríguez, que abogaba por la «libre elección de la maternidad», el método anticonceptivo para alcanzar una sexualidad más libre. Además, abogaba por una educación sexual desde la escuela. Una necesidad que esgrimía de forma unánime «prácticamente toda la literatura médica de la época», señalan estos investigadores, como el doctor Ángel Garma, que se quejaba de que si a un adolescente se le educaba en el rechazo a su propia sexualidad tendería a desconfiar de las personas que le rodeasen al crecer. Y también demandaba una educación sexual basada en valores como la veracidad y la tolerancia. Ponía de ejemplo que el que a los niños se les enseñase que los niños vienen de París solo tenía como consecuencia que «se les estropea la parte lógica del pensamiento». Pero ya se sabe, y bien conoce la religión, lo manipulable que es alguien a quien le han inculcado ideas irracionales antes de que esté en edad de razonar.
 
También la República trajo la primera ley de divorcio de la historia de España. Y otra afrenta mucho más grave, que le costó la vida a tantos maestros durante el genocidio, la legislación del sistema de enseñanza republicano, que introducía la «coeducación» (ahora educación mixta): se fundieron las escuelas masculinas y femeninas en una. Ante esta transformación, el papa Pío XI se manifestó condenando expresamente el nuevo modelo en su encíclica «Divini Illius Magistri». El pontífice protestaba porque este sistema educativo se basaba en el «pernicioso» y «erróneo» principio «negador del pecado original». El falangista Onésimo Redondo lo calificó de «crimen ministerial contra las mujeres decentes». Y el padre José Antonio Lauburu explicó en su conferencia «La educación de los hijos» en 1935:
 
¿Va a ser ciencia dar la misma dirección intelectual a los que no solamente en el sexo, sino en sus notas psicológicas, son marcadamente diferentes? ¡No, señores, no es ciencia! Ni la conocen ni les interesa. Lo que sí les interesa es la promiscuidad de los sexos, precisamente en las épocas de la pubertad y de las pasiones más violentas, para atentar contra el pudor y entender las pasiones azuzándolas con las burlas y desprecios irónicos a la religión y la moral.
 
El franquismo prohibió la coeducación el 1 de mayo de 1939. Es conocido que a los maestros que defendieron el sistema, especialmente en Andalucía, Extremadura, Castilla y Galicia, se les fue a buscar a su casa uno por uno sistemática y organizadamente para meterles cuatro tiros y enterrarlos en una cuneta ¡donde todavía están muchos de ellos! Se cumplieron los deseos de Onésimo Redondo cuando dijo que la coeducación o emparejamiento escolar era «un capítulo de acción judía contra las naciones libres, un delito contra la salud del pueblo, que deben penar con sus cabezas los traidores responsables». Dicho y hecho.
 
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Escuela de niñas, España, años cuarenta. Foto: DP.
Ni siquiera en 1970 los propios legisladores franquistas más avanzados lograron introducir la coeducación por la oposición de la Iglesia. En el diario Pueblo el presidente de la Federación Española de Religiosos de Enseñanza justificó el inmovilismo: «Los riesgos morales son grandes. La Iglesia no se opone a una convivencia de sexos, sino a sustituir fácilmente una legítima comunidad por una promiscuidad de carácter tendenciosamente igualatorio».
 
Igualdad era la palabra. Porque la razón que subyacía era evidente: educar a chicos y chicas juntos suponía igualarlos. Dicho de otro modo, que la mujer dejaría de tener una educación diferente a la del varón. SegúnLuis Alonso Tejada en su libro La represión sexual en la España de Franco, efectivamente el propósito del sistema educativo del régimen era limitar las posibilidades intelectuales de las niñas y mujeres y orientarlas hacia actividades de inferior rango cultural y social: enviarlas directamente a las tareas del hogar.
 
Esto luego derivó, sigue Tejada, en un menor interés de los padres por los estudios de sus hijas y elevados porcentajes de analfabetismo femenino. Las cosas cambiaron a partir de 1960, pero la generación de mujeres de posguerra quedó marcada. Las mujeres adultas tenían un desinterés por todo lo intelectual y cultural que necesariamente las distanciaba de sus maridos. No era posible una comunicación real y auténtica y, por lo tanto, en términos sexuales, un elevado porcentaje de matrimonios naufragaban por la lógica insatisfacción sexual y afectiva derivada de esta situación. Pero las muy católicas autoridades estaban convencidas de que debía ser así. El tío de la exalcaldesa de Madrid, doña Ana Botella, ilustre rector de la Universidad Complutense entonces, el doctor Botella Llusià, así lo explicaba:
 
En esta educación juvenil de la mujer es un error educar a las mujeres igual que a los hombres. La preocupación que deben recibir para la vida es radical y fundamentalmente distinta. Una formación encaminada no a hacer de ella un buen ciudadano, sino una buena esposa y una buena madre de familia o, si se queda soltera, un ser útil a sus semejantes.
 
Continuará. Próximo capítulo: «El regreso a las tinieblas»
 


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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: guajiro cubano Enviado: 02/08/2015 16:06
Sexo en el franquismo (II): el regreso a las tinieblas
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Imagen extraída de Cuarenta años sin sexo, Feliciano Vázquez, editorial Sedmay
                             Por Álvaro Corazón Rural  / Jot Down
               ¡Soy cristiano y español, que es ser dos veces cristiano! (José María Pemán)
SpainDecíamos en el capítulo anterior que la sociedad española surgida de la guerra, la nacionalcatólica, reservaba a la mujer un lugar secundario en la sociedad. Tenía que dedicarse a las tareas del hogar, orientar su formación a estos quehaceres y dar hijos que criar, pero sin experimentar placer ninguno, no fuera a ser que su marido la calificara de puta. ¿Cómo se articuló esta maquinaria?

No fue así desde el primer día. Durante la guerra, abrieron la mano. Por una parte, por los soldados. Cuando volvían del frente de permiso, se les toleraba que tuvieran una vida licenciosa. En la retaguardia nacional siguió habiendo prostitución y ocio nocturno.

Solo en Navarra se prohibieron todos los cabarés y bares con camareras.

Aunque no era necesario que los soldados estuvieran de fiesta para el sexo. La violación como arma de guerra, o la mujer como trofeo militar, estuvo a la orden del día y no se trató de hechos aislados perpetrados por indeseables que se crecen en los conflictos. El propio Queipo de Llano alentó las violaciones en sus tristemente célebres arengas radiofónicas: «Legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y a la vez a sus mujeres. Esto es totalmente justificado porque estos comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen», dijo en un discurso que sirvió de consigna para las violaciones sistemáticas.

Durante dos horas, las tropas disponían de libertad plena para dar rienda suelta a instintos salvajes en cada localidad conquistada. Las mujeres entraban en el botín. Preston describe la escena que presenció en Navalcarnero el periodista John T. Whitaker, que acompañaba a los rebeldes, junto a El Mizzian, el único oficial marroquí del ejército franquista, ante el que conducen a dos jóvenes que aún no habían cumplido veinte años. Una era afiliada sindical. La otra se declaró apolítica. Tras interrogarlas, El Mizzian las llevó a una escuela donde descansaban unos cuarenta soldados moros, que estallaron en alaridos al verlas. Cuando Whitaker protestó, El Mizzian le respondió con una sonrisa: «No vivirán más de cuatro horas». (Tereixa Constenla, El País. 27 de marzo de 2011)

Y no fue solo un fenómeno africano. También las católicas tropas del general Mola dejaron un reguero de sucesos como el de Valdediós, en Asturias, donde una unidad violó y asesinó a catorce enfermeras junto a una niña de quince años. Noticia que tenemos fresquita porque el año pasado el Ayuntamiento de Pamplona de UPN cedió la Ciudadela, un castillo, para que el Ministerio de Defensa les rindiera homenaje a los doscientos cincuenta años de historia de la unidad, la America 66. No sin polémica, también había participado en los fusilamientos del golpe de estado en Navarra, que ascendían a tres mil quinientos.

Lo paradójico es que mientras las milicianas y las mujeres de los defensores de la República eran violadas, encarceladas y rapadas para marcarlas, en la retaguardia nacional surgió un fenómeno curioso. Tuvo lugar cierta emancipación de las mujeres que colaboraban con el fascismo. La guerra sacó del pueblo o de la rutina del hogar a miles de chicas que tuvieron que viajar, relacionarse con otros hombres por su cuenta o asumir responsabilidades. Tras la victoria, en quince o veinte años de dictadura no volvió a verse nada semejante. Como queriendo marcar el hasta aquí hemos llegado, en las nuevas Normas de Decencia Cristiana que se promulgaron a las chicas del Auxilio Social se les bajó la falda de la rodilla hasta el tobillo y en las cartillas de racionamiento se les dejó de dar la «tarjeta de fumador». Hasta ellas, las enfermeras de los nacionales, estaban señaladas.

Se atribuye al dominico fray Albino Menéndez-Reigada, obispo de Córdoba y confesor de Franco, calificar la guerra con el término de «Cruzada». Un apelativo clave para entender el modelo de sociedad que se impuso tras la guerra. Fray Albino fue el autor del Catecismo Patriótico Español que tuvieron que estudiar los niños hasta que el Concilio del Vaticano II lo convirtió en impresentable. Este religioso fue uno de los ideólogos más destacados de los golpistas que instauraron la idea de que el catolicismo y la identidad española eran indisociables. Una treta para dotar de justificación formal al genocidio «ante los ojos de Dios» y para privar de su nacionalidad al enemigo, para convertirlo en extranjero en su tierra. También le tenemos fresco en la memoria porque en 2008 Cajasur dedicó una exposición en homenaje a su vida y obra conmemorando los cincuenta años de su muerte, con una amplia cobertura en ABC de hilarantes titulares como «obispo de la paz».

Aunque la idea de que el español era católico por el mero hecho de ser español y español por ser católico era anterior a la guerra. En la prensa de Acción Católica en 1934 ya tenemos muestras de esta línea de pensamiento como el Discurso de la catolicidad española, reeditado por el franquismo en 1954, que contiene perlas de este calibre:

El Señor la quiere a Italia, como quiere a todas las naciones. Pero solo una, solo una en el mundo le ha querido a Él, viviendo sin vivir en sí misma. No es que Él se haya distinguido entre las demás —¡qué herejía pensarlo!— es que ella lo ha distinguido entre todos los dioses, distinguiendo entre lo falso, lo verdadero. España, novia de Cristo… Toda la historia española, en el más ambicioso sentido del vocablo, es historia eclesiástica. El pobre Pérez Galdós, con su miope liberalismo de casa de huéspedes, murió sin saberlo. Pero nosotros, sí. El idioma castellano, dijo Carlos V, ha sido hecho para hablar con Dios.

El propio papa Pío XII manifestó que España era la nación «elegida por Dios como principal instrumento de evangelización del nuevo mundo y como baluarte inexpugnable de la fe» en un mensaje radiado a los españoles quince días después de la «Victoria». El caso es que, en resumen, cuando Franco hizo reparto del botín, a la Iglesia preconciliar le dejó la educación y la moral pública y privada. Al propio falangista Dionisio Ridruejo, que en 1938 tenía un proyecto para las Organizaciones Juveniles del Movimiento, le apartaron de cualquier tarea educativa porque, entre otras cosas, no era aún padre de familia y como los camisas viejas era un tanto mujeriego.

El único papel que jugó Falange en este aspecto, con ingredientes propios de la naturaleza de su organización antes de los Decretos de Unificación, fue el SEM (Servicio Español de Magisterio) de Pilar Primo de Rivera, hermana del fundador de Falange, que en la inauguración del mismo en 1943 hizo toda una declaración de intenciones: «Las mujeres nunca descubren nada, les falta el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles, nosotras no podemos hacer más que interpretar mejor o peor lo que los hombres nos dan hecho». Y por eso había que: «apegarlas con nuestra enseñanza a la labor diaria, al hijo, a la cocina, al ajuar, a la huerta; tenemos que hacer que la mujer encuentre allí toda su vida y el hombre todo su descanso».

Del mismo modo, también se instauró el matrimonio católico como obligatorio para todos los españoles. Los que se habían casado por lo civil con la legislación republicana del 32 vieron sus matrimonios anulados y tenían que repetirlos por la iglesia. Eso sí, demostrando con pruebas fehacientes que eran católicos practicantes. En caso contrario, no se les casaba. Aunque peor fue la situación de los divorciados durante la República. En el franquismo se encontraron con que volvían a estar casados con su primera mujer.

Las parejas también tenían prohibido el uso de anticonceptivos. Incluso «la divulgación pública en cualquier forma que se realizase en medios para evitar la procreación» estaba penada por la ley. Un Código Penal, el de 1944, donde aparecía la figura del parricidio «por honor» si se sorprendía a la mujer en acto de adulterio. Un derecho que no se eliminó hasta 1963. ¿Y cómo se aliñaban estas leyes propias del ISIS con la sociedad? Pues con grandes pensadores, como el padre Quintín de Sariegos y su obra Luz en el camino, donde venía a justificar dicha ley por el camino de en medio: «En el 90 % de los casos son ellas las que desperezan la fiera que duerme en la naturaleza del hombre con el ofrecimiento de su cebo apetitoso».

En aquella España el cuerpo de la mujer estaba dividido, como en los pósters de una vaca que había antes en las carnicerías, en partes. En este caso, honestas y deshonestas. Los pies, la cara y los brazos hasta el codo eran honestos. Todo lo demás, deshonesto. Pecado. Mal. Decía el famoso jesuita Ángel Ayala Alarco, pedagogo y propagandista católico, en su Consejos a las jóvenes de 1947: «¡Qué modas tan indignas, tan atentatorias al pudor!.. Brazos descubiertos hasta cerca del sobaco ¡casi van peor que desnudas!».

¿Y qué era el pecado? Pues, de entrada, como indicaba el libro de bachillerato que aprobó el BOE de agosto de 1939, causa de graves enfermedades:

Según el juicio de los más afamados médicos, las perturbaciones cardíacas, la debilidad espinal, la tisis pulmonar, la epilepsia, las afecciones cerebrales, la enteritis crónica y de un modo especial la sífilis, son ordinariamente triste herencia del pecado deshonesto.

Y al pecado no solo se podía llegar contemplando o tocando un hombro femenino. También había que cuidar la mente. Pedro Riaño Campo escribió en Formación católica de la joven, en 1943, que «la mejor novela es buena para echarla al fuego». El Manual de Acción Católica de 1937 advirtió de que las jóvenes tenían prohibidas las representaciones teatrales. Y en la revista adolescente Mis chicas, de historietas, se advertía a las lectoras «antes de leer un libro, consulta con un sacerdote».

La masturbación, como es sabido, obsesionó a todos estos intelectuales de la Santa Madre y también se utilizó la mentira y la falsificación para «prevenirla». El censor padre García Fígar atribuía a tocarse los siguientes problemas de salud física y mental: «Desnutrición orgánica. Debilidad corporal. Anemia general. Caries dentales. Flojera en las piernas. Sudor en las manos. Opresión grande en el pecho. Dolor de espalda y nuca. Pereza y desgana para el trabajo y hasta imposibilidad de realizarlo. Acortamiento de la vida sexual, imposible de rescatar más tarde. Pérdida de atracción para el sexo contrario y repugnancia al matrimonio. Esterilidad espermatozoica. Retentiva nula. Oscuridad en el entendimiento. Obsesiones y desvaríos. Voluntad débil. Incapacidad para el sacrificio. Aficiones animales».

Por eso también había manuales que indicaban cómo tenían que dormir los niños. Siempre con las manos por fuera de la manta y las sábanas. En los internados había vigilantes mirando cama por cama si esto se cumplía. Se llegaron a recomendar colchones duros. «No lleves ropa interior de lana, porque su calor excesivo puede excitarte», recomendaba un libro de Tihamer Toth, Energía y pureza, que circulaba por los internados. «Por la mañana, una vez despierto, no permanezcas más tiempo en la cama. Puedo sentar que el que permanece durante mucho tiempo en la cama por la mañana, después de despertarse, llega a caer en el pecado de la impureza», sentenciaba. Los niños llegaban a tener prohibido hasta meterse las manos en los bolsillos.

Los efectos en la mente de toda esta generación fueron demoledores. Surgieron complejos de castración y traumas por mala conciencia. El propio Francisco Umbral lo describió así en su Memoria de un niño de derechas:

Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo.

Pero el Concordato con el Vaticano de 1953, en el artículo 26 especificaba que la educación tenía que permanecer en manos de estos individuos. «Todos los centros docentes de cualquier orden y grado, sean estatales o no estatales, la enseñanza se ajustará a los principios del dogma y de la moral de la Iglesia católica». Norma con la que expulsaron a todos los maestros «indignos», es decir, a los que no eran católicos o no eran practicantes (y habían sobrevivido a los primeros compases de la guerra). Del mismo modo que también se eliminaron a los alumnos que contravenían la fe oficial, como los hijos de padres separados o los mismos hijos de gente de izquierdas.

En este regreso a las tinieblas, un infierno psicopatológico, la sexualidad se abarcaba hasta a los niños de dos años. El gobernador de A Coruña, señor Arellano, impuso que los pequeños de dos años en adelante llevasen bañador en la playa. Un lugar en el que por ley todo el mundo tenía que llevar cubierto el pecho y la espalda. Estaba prohibido permanecer fuera del agua en traje de baño. El gobernador de Valencia, Francisco Planas de Tovar, llegó a multar a su propio hijo por quitarse el albornoz en la playa demasiado lejos del agua.

Alonso Tejada contó en el libro que citamos en el primer capítulo de esta serie que en una ocasión en 1950 se organizaron en el palacio de Magdalena unos cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, a los que se apuntaron muchos adolescentes extranjeros. La llegada de chavales de otros países fue interpretada como un triunfo para el régimen. Entonces la imagen internacional de España era impresentable, como no podía ser menos. El problema fue que las chicas que llegaron pronto quisieron ir a la playa con sus bañadores de dos piezas ¡con el ombligo al aire!

Para no impedírselo, lo cual hubiese sido un escándalo en aquel momento tan delicado, la medida que tomaron las autoridades fue acotar la playa para que no pudieran ir los españoles. Se la dejaron solo a los extranjeros, mientras en las playas cercanas los naturales tenían que seguir yendo vestidos completamente y con albornoz. En el aludido Luz del camino decía Quintín de Sariegos: «El hombre que contempla impasible a una joven en maillot o biquini, no es hombre normal: o es un tarado o un pervertido en su naturaleza».
  
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Imagen extraída del libro Celtiberia Show, de Luis Carandell. Editorial Maeva.
El baile también se convirtió en un dolor de cabeza para los guardianes de la pureza. El padre Jeremías de las Sagradas Espinas, que estuvo veintitrés años estudiando «el problema» del baile, escribió este texto que más bien parece un sketch de Tip y Coll, pero era la cruda realidad en 1949:

Un acto puede ser ex se (por sí mismo) torpe por doble motivo: sirve ex obiecto sirve ex modo tangendi (ya por el objeto, ya por el modo de tocar). Son torpes ex obiecto los contactos con las partes torpes, genitales y próximas a ellas, incluso el vientre. Son torpes también ex se por el modo, ex modo tangendi, los contactos que se realizan en las demás partes del cuerpo, cuando existe desorden en el modo.

Todo baile en el que se ejecuten esos actos per se inmorales, será también per se gravemente inmoral, según la definición del baile dada por los magnos teólogos (…) estos bailes son para divertirse sin fornicar. Son el vals, la polka, la mazurka, el galop, el cotillón, etc…

Y hemos aquí ya metidos en el tango y su cortejo de inmundicias, no digo hasta las narices, sino hasta la coronilla. Eso son parejas de hombres y mujeres cosidas de pecho y vientre, con la conciencia hecha jirones, embriagándose de lujuria por las plazas y calles de día y de noche. En su aldea no se necesitan casas de Aloprostitución. Ellos y ellas satisfacen en el baile agarrado o el parejeo de día y de noche, en privado o en público, como más gusten, o de todas las maneras, sus concupiscencias sensuales. Todas estas inmortalidades son consecuencia de la pérdida del pudor en el baile agarrado. No se podrán evitar mientras no se le destierre.

Porque el baile entrañaba un gravísimo riesgo para el alma, que era el de tocarse. Entrar en contacto. En La muchacha y la pureza, de Emilio Enciso Viana, de 1952, que tiene una generosa obra dedicada a la mujer joven, se situaba el umbral del peligro por contacto carnal en el mero hecho de coger un brazo. Su razonamiento era impecable en cualquier caso:

Cuando los vestidos, por frivolidad o por tontería de la moda o por descuido, se achican, se ciñen, o de otro modo resultan provocativos, son inmodestos… Hay quien dice: ¿qué tiene que ver en el vestido femenino un centímetro más o menos? Son tonterías de los curas y de las beatas. ¿No ha de tener nada que ver? Ese centímetro hace que en el vestido no exista la moderación, la regla, el equilibrio que exige la decencia cristiana, y es ocasión de que, al verlo, ofenda la pureza. ¿Qué tiene que ver, por ejemplo, que los novios vayan cogidos del brazo? ¿No ha de tener que ver? Esas intimidades, esa licencia de coger el novio el brazo de la novia, es una puerta que se abre al pecado, es una facilidad para él, es un incentivo, es una hoja arrancada a la flor de la pureza, es la corteza que se ha quitado a la fruta.

Cuando una pareja joven iniciaba el noviazgo —la preparación para el matrimonio, puesto que en caso contrario sería pecado— y salían juntos, lo hacían acompañados de una carabina, una mujer más mayor que vigilaba qué hacían. La comunicación de la pareja, descubrirse, explorarse, aunque solo fuese hablando, estaba completamente coartado por esta supertacañona. Tenía que ser todo un fiestón para una pareja joven compartir su intimidad con ella.

Y si los jóvenes eludían la presencia de este anafrodisiaco, las autoridades les perseguían y fiscalizaban cada movimiento. En las ciudades de provincias la prensa local publicaba con frecuencia la lista de parejas que habían sido multadas por «atentar a la moral con actos obscenos en plena vía pública». Y para hacerlo indirectamente más atractivo, se ponían solo sus iniciales. De modo que el juego de descubrir quiénes eran lo hacía todavía más llamativo y el escarnio incluso más molesto.

Pero si tocar un brazo era como pelar la fruta que te vas a zampar, en palabras del mencionado Emilio Enciso, el beso constituía ya un problema de extrema gravedad. El padre Antonio Aradillas, en 1960, dedicó una obra completa a los ósculos, ¿El beso…?, y en uno de los casos que ilustraba algo tan natural como besar a tu novia adquiría tintes de tragedia de película de terror:

Pero un día pudo más la pasión que el cariño, y el novio sorprendió a Maribel con un beso brutal clavado con saña de bestia en la mejilla de nieve de la chica piadosa. El beso del novio se había clavado punzante en la mejilla, y con rabia comenzó Maribel a restregar su cara, intentando borrar toda huella posible. Y claro, la huella se hizo más ancha, más roja y más profunda. Más de sangre. Se le ve a simple vista en su cara… Ha llegado a sentir auténtico asco de todos los labios humanos.
 
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Francisco Franco y el beso. Foto: DP.
En esta situación, en las familias de la burguesía lo que terminaba ocurriendo indefectiblemente era que los hijos se desfogaban con las criadas. En el libro de Umbral que hemos traído a colación el escritor lo reconocía sin tapujos. «Las señoras nunca vieron bien que sus hijos se iniciasen con las criadas, pero era para lo que realmente se las contrataba». Según contó también Carmen Martín Gaite en su Usos amorosos de la posguerra española esta costumbre desencadenó muchas tragedias. A menudo las asistentas eran chicas de muy pocos recursos que no tenían ni un hogar al que volver. Cuando eran sorprendidas con el hijo de la casa, eran despedidas. Lo que las arrojaba a ellas en brazos de la prostitución de más bajo nivel para poder sobrevivir.

El padre Mariano Gamo, que se encargó de los ejercicios espirituales de las asistentas de un adinerado barrio madrileño en los sesenta, le explicó a quien esto escribe hace pocos meses que en muchos casos estas chicas ni siquiera tenían asignación, que trabajaban por la manutención, por la cama y tres comidas al día. Si las despedían, estaban en la indigencia. Los señoritos se podían sobrepasar con ellas todo lo que querían y más con cualquier chantaje banal, pero que pudiera suponer para ellas la amenazar del despido, que finalmente se producía por acceder a la coacción. Tremendo.

Y para las chicas de la burguesía, con esta enfermiza educación, lo que se consiguió fue un ejército de frígidas. Cuando se casaban eran ese tipo de matrimonios que hacían el amor a oscuras y con pijama solo con fines reproductivos, sin el menor apetito sexual, en el que como la mujer gozase aunque fuese por casualidad, ultrajaba al marido que la enviaba al confesionario entre insultos. En las páginas del suplemento del diario ABC, Blanco y Negro, Santiago Loren estimaba en 1970 que en España, entre un 60% y un 70% de las mujeres eran frígidas. José Antonio Valverde y el doctor Adolfo Abril, en su trabajo Las españolas en secreto, comportamiento sexual de la mujer en España, de 1975, cinco años después, llegaban a elevar el porcentaje:

De ahí que podemos estimar las insatisfacciones sexuales femeninas entre un 74% y 78%. Esto es muy claro, que da cada 100 españolas con actividad sexual generalmente dentro del matrimonio, 76 no encuentran satisfacción; de cada cien, 76 no alcanzan el orgasmo y, en muchas ocasiones, ni lo han conocido.

No obstante, esto era la virtud. Lo bueno, lo deseable. Dejemos que lo explique un ilustrado del régimen, por concluir el capítulo de nuevo con una cita del tío de Ana Botella, el rector de la Universidad Complutense de Madrid, Botella Llusià. Las mujeres que gozaban no eran mujeres, sino marimachos. Así opinaban los científicos de Franco:

Hay muchas mujeres, madres de hijos numerosos, que confiesan no haber notado más que muy raramente, y algunas no haber llegado a notar nunca, el placer sexual, y esto, sin embargo, no las frustra, porque la mujer, aunque diga lo contrario, lo que busca detrás del hombre es la maternidad.  Yo he llegado a pensar alguna vez que la mujer es fisiológicamente frígida, y hasta la excitación de la libido en la mujer es un carácter masculinoide, y que no son las mujeres femeninas las que tienen por el sexo opuesto una atracción mayor, sino al contrario.

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Continuara

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 02/09/2015 14:41
Gays, lesbianas y transgénero durante el franquismo
  
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Montaje fotográfico realizado en la Central de Observación de la Dirección de Prisiones, donde se estudiaba y calisificaba a los reclusos. Imagen: Tusquets.
           Publicado por Álvaro Corazón Rural
Inversión sexual y erotismo desviado. Repugnante caso que subleva a toda conciencia honesta. Ofende al pudor y a las buenas costumbres y es objeto unánime de condenación. Actos contra natura. Perversión sexual. Nefando tráfico sodomítico. Repugnante vicio. Vicio antinatural y perturbador. Vicio merecedor de la más completa repulsa. Actos atentatorios a la moral, fundamento de la familia y la sociedad. Nefastas relaciones. Repugnante porquería. Repugnantes aberraciones. Torpes acciones. Inmorales aberraciones. Sucios y reprobables actos. Actos de desviada lujuria. Vergonzoso vicio. Acción soez. Desvergonzada e impúdica. Aberración contraria a la naturaleza humana. Torpes instintos. Repugnantes actos libidinosos…
  
Calificaciones de la homosexualidad en los expedientes del Tribunal Supremo del franquismo recopilados por Armand de Fluviá, autor de El homosexual ante la sociedad enferma en 1978.
  
Si bien las prácticas homosexuales estuvieron penalizadas en muchos países de Europa durante la segunda mitad del siglo XX y la España de Franco no era, en ese contexto, una excepción, nuestro país constituye un interesante objeto de estudio por cómo abordó el tema científicamente, por llamarlo de alguna manera. Tras la destrucción del estado democrático entre 1936 y 1939, el franquismo comenzó a crear y teorizar en la posguerra una psiquiatría hispana.
  
Según cuenta el psiquiatra González Duro en las obras que ha dedicado al fenómeno, en general no era más que una adaptación de toda la psiquiatría nazi a términos locales. Con la novedad de que la psiquiatría nacional tendría como fundamento un concepto teológico del hombre. «Todo se explicaba en función de la “vitalidad”, término ambiguo definido poéticamente como la sutura entre el cuerpo y el alma».
 
Dentro de esta disciplina no se admitían conflictos familiares o generacionales. La psiquiatría nacional no era más que otra trinchera para la defensa del sistema establecido. La locura era biológica o genética, y por eso se trataba exclusivamente con los tratamientos biológicos más agresivos, electroshock o lobotomías. Y su causa era clara: el pecado. El doctor Marco Merenciano, falangista y católico, entendía que la enfermedad mental era un castigo por el pecado; «pecado que por su naturaleza llevará al castigo de la imposibilidad de arrepentimiento», escribió. Este señor tiene todavía una calle en Valencia.
 
Otro, con calle en Madrid en la actualidad, López Ibor, daba, como documenta González Duro, «una interpretación teológica de la enfermedad psíquica cuya realidad solo se podía entender yendo a la base radical del ser humano, de su “naturaleza caída”, de ahí la conveniencia de que el psiquiatra fuera cristiano, y católico específicamente». Y Antonio Vallejo-Nájera, también, por su puesto, con calle en Madrid, teorizó que quienes tenían ideologías distintas a las inherentes al hombre español «sano y vertical, religioso y de derechas por naturaleza» sufrían de un virus marxista o una malformación genética —el gen rojo— para lo que proponía la reinstauración ni más ni menos que de la Santa Inquisición.
 
En cuanto al psicoanálisis, el rechazo era total por su falta de «espiritualidad» su «pansexualismo» y su ser «nocivo para la catolicidad inmanente del enfermo español», sigue González Duro, que precisaba una psicoterapia específica según estos galenos. La obra de Freud estuvo prohibida en España hasta 1949 y a partir de entonces se trató de adaptar. «El pueblo español profesa en su mayoría el catolicismo, y es la primera de las condiciones de nuestra psicoterapia que no contradiga el dogma y la moral católica», explicó Vallejo Nájera. Y el catalán Ramón Sarró i Burbano sentenció: «Pero ¿cuál sería la mejor interpretación? ¿Hemos de reconocernos como sexualidad, como ambición más o menos frustrada o como cosmovisiones del arquetipo? (…) ¿Y por qué no como el camino del alma hacia Dios del que nos aleja el pecado y nos acerca la Gracia; o como cristiano que necesariamente cae y se levanta ante la faz Divina?».
 
En este contexto científico arbitrario y surrealista, los homosexuales eran considerados enfermos en el mejor de los casos. Se les aplicaron terapias aversivas —medicación para inducir al vómito o descargas eléctricas mientras se les mostraba pornografía homosexual—, electroshock o lobotomías. López Ibor llegaba a presumir de sus «exitosas» lobotomizaciones a gais. La revista Interviú recogió un fragmento de una conferencia suya en Italia en 1973 donde decía: «Mi último paciente era un desviado. Después de la intervención del lóbulo inferior del cerebro presenta, es cierto, trastornos en la memoria y la vista, pero se muestra más ligeramente atraído por las mujeres».
 
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Quirófano del Hospital Penitenciario de Madrid (1956). Fotografía: Real Academia Nacional de Medicina.
Los primeros intentos de curar homosexuales habían empezado en la Primera Guerra Mundial, cuando los altos cargos del ejército alemán detectaron que la homosexualidad estaba extendida entre muchos de sus soldados. Cuenta la doctora Teresa Cabruja, de la Universidad de Girona, que esto sucedía porque se consideraba que la homosexualidad respondía a «causas ambientales», pues no podría darse genéticamente en la raza aria. Aquí se siguió con esa cantinela casi hasta los años ochenta. De hecho, en 1977, la UCD planeó la creación de diez mil plazas para la reeducación de homosexuales. Un plan abortado cuando la Constitución prohibió un año después clasificar a las personas por su sexualidad.
 
Pero lo cierto es que en la historia moderna de España nunca hubo un exceso de celo a la hora de perseguir a los homosexuales. El Código Penal de 1822 no recogía el delito de sodomía por su inspiración francesa, país donde se despenalizó la homosexualidad en 1791. En los códigos penales de 1848, 1850 y 1870 españoles aunque no estaba penalizada, se castigaba con la figura del «escándalo público». Solo Primo de Rivera endureció la ley en 1928 castigando específicamente las relaciones sexuales entre adultos del mismo sexo con una multa y la inhabilitación para ocupar cargos públicos. Finalmente, la II República despenalizó completamente la homosexualidad —excepto en el Ejército— en su Código Penal de 1932. Y aunque luego redactara la Ley de Vagos y Maleantes en 1933 sobre delincuentes «potenciales», no insertó en ella a los homosexuales. Fue durante el franquismo, en 1952, cuando se modificó esta ley para incluirlos expresamente.
 
No obstante, entre 1939 y 1952 el régimen estuvo más preocupado de exterminar y encarcelar a sus enemigos políticos que a los homosexuales. Si acaso, merece la pena mencionar el caso del escritor Álvaro Retana en 1939, denunciado por sacrilegio al beber semen de un copón sagrado. En el proceso, Retama tuvo el valor de contestar al juez: «Señor, prefiero siempre tomarlo directamente». Fue condenado a muerte, se le aplazó la pena varias veces y al final se le conmutó por treinta años de cárcel.
 
O el caso del cantante de copla Miguel de Molina, al que antes de exiliarse le dieron una paliza en plena calleJosé Finat y Escrivá de Romaní, futuro alcalde de Madrid, y Sancho Dávila, falangista pro nazi que luego fue presidente de la Federación Española de Fútbol. Uno de los dos le arrancó el pelo y se lo llevó guardado envuelto en un pañuelo de recuerdo. Pero por lo visto solo se trataba de un asunto de celos. Un mandamás del régimen sufrió un desengaño sentimental con él y lo persiguió hasta que él mismo cayó en desgracia por un incidente en una sala de fiestas. Se cuenta en El látigo y la pluma, del periodista Fernando Olmeda:
 
Varias personas sujetaron al agresor y trataron de calmarle diciendo que el individuo era un falangista muy vinculado a las altas esferas y le traería problemas. Pero el joven exclamó que aquel asqueroso maricón le había toqueteado los genitales al pasar y que no iba a perdonarlo. Cuando le insistieron en que olvidara el incidente, el hombre se dio a conocer como agregado militar de la embajada de un país centroeuropeo. Dijo que hablaría con su embajador y al día siguiente haría una denuncia formal al Ministerio de Relaciones Exteriores. El enloquecido maricón no era otro que el secretario del ministro, que durante años me persiguió monstruosamente. Aunque se trató de acallar el escándalo, la cantidad de testigos presenciales lo hizo imposible y el tipo salió violentamente de sus dos cargos.
 
Los artistas homosexuales fueron un objetivo político en aquella época. Para permitirles llevar su vida tenían que informar a la policía, convertirse en chivatos. Además de mostrar una inquebrantable adhesión al régimen en todas sus manifestaciones públicas. En aquellos años, en cualquier caso, convivieron reconocidos homosexuales en los puestos más altos de la jerarquía franquista —muchos fueron famosos por haber dado «paseos» en la guerra— con una exaltación de la masculinidad exacerbada por parte de los falangistas triunfadores.
 
Casi todos los artículos sobre homosexualidad que tratan este período histórico insisten en señalar las inequívocas características homoeróticas de la estética falangista. Así como los apodos que recibía Franco entre los suyos, tales como «Paca, la culona» o «Miss Islas Canarias 1936», o la descripción que de él hizo el periodista americano John Whitaker:
 
Hombre pequeño, su mano es como la de una mujer y siempre está empapada de sudor. Excesivamente tímido, se pone en guardia para dialogar con su interlocutor; su voz es ligeramente desconcertante, pues habla muy suave, casi en susurros.
 
Todo con el fin de asociar la obsesión del nacionalcatolicismo por exaltar la hombría de la nación a sus propias inseguridades. Una conclusión muy tentadora, pero que carece de sentido en la época. Los fascismos y el nazismo, al marco de identificación primaria, el nacionalismo, añadieron la raza y la masculinidad como forma de resolver todos los problemas, un regreso al pasado edénico mediante la virilidad, la agresividad y la fuerza de voluntad. La figura del machote era el truco del almendruco propagandístico gracias al cual se resolverían todos los problemas en los tumultuosos años treinta.
 
No obstante, otra historia es, como relata Olmeda en su libro, que la homosexualidad estuviera muy presente en el ejército rebelde. La tropa, dice, no ponía objeciones a que un soldado tuviese relaciones sexuales con otro que era más bien afeminado. También que la famosa camaradería en algunas ocasiones encubría verdaderos enamoramientos bajo el techo del cuartel entre hombres confinados, o que en los ejércitos de África fuesen habituales las noches de juerga de hachís y alcohol con jovencitos marroquíes. Todo ello percibido como algo normal que nada tenía que ver con la homosexualidad. Para prueba, en 1942, fue el propio Franco quien tras una visita a la Academia Militar de Zaragoza ordenó que se colocara una cama adicional en las habitaciones dobles «para evitar tentaciones».
 
Mientras tanto, en la sociedad, la posibilidad de ser homosexual la marcaba la clase social. Los que tenían al alcance de sus medios llevar una doble vida, que a menudo exigía tener dos pisos, la llevaban. También, como es lógico, los homosexuales de buena familia se aprovechaban de los que eran más humildes. Y Olmeda cuenta que en Barcelona las familias de nivel, cuando tenían un hijo homosexual, podían llegar a aceptarlo y permitirle tener su pareja admitiéndola en la familia cubriéndole como un primo que se había ido a vivir con ellos. Aunque la excusa del primo se ha podido escuchar en las capitales de toda la piel de toro.
 
Las lesbianas, por su parte, estuvieron en una situación diferente. Si una mujer vivía sola, tendría más problemas si invitaba a su casa a hombres solos que a otras mujeres. Bien al contrario, si se rodeaba de mujeres mantendría una excelente reputación. Los propios padres que no toleraban que un hijo cuando era niño o adolescente manifestara excesivo afecto o encariñamiento por un amigo veían como completamente normal que su hija durmiera en la misma cama con una amiga o una prima.
 
Durante todo el régimen, el número de expedientes sobre casos de lesbianas fue infinitamente menor que el de hombres. No tuvieron que frecuentar urinarios o exponerse a las redadas policiales. En las ciudades existían redes de mujeres que no levantaban sospechas cuando se reunían a celebrar una fiesta en un piso. Empar Pineda escribe en Una discriminación universal que incluso era al contrario, que los vecinos estaban «encantados de tener unas chicas que eran tan formales que no invitaban a chicos a sus fiestas». Sin embargo, en un contexto de represión inclemente sobre la sexualidad femenina tal y como se relató en los capítulos anteriores de esta serie, muchas lesbianas ni siquiera tuvieron la oportunidad de saber que lo eran hasta que empezaron a difundirse las ideas feministas años después. Como dice Pineda, el sexo entre mujeres no se perseguía porque para el régimen no podía existir.
 
Los homosexuales en aquel tiempo tuvieron que recurrir a los encuentros clandestinos en playas apartadas, cines o los inevitables urinarios, con lo que significaba a la hora de exponerse a los delincuentes que haciéndose pasar por gais les robaban todo lo que llevasen encima o incluso lo que tuvieran en casa si subían. Las diferentes formas de robarles hasta recibían su nombre. Olmeda, por ejemplo, habla del «timo de la pasma ful». Uno hace de gancho en el urinario enseñando el miembro enhiesto y el compinche aparece haciéndose pasar por policía para prender al homosexual que caiga en el engaño. El periodista recoge en su libro el testimonio de un antiguo delincuente que asegura que en una ocasión estuvo a punto de hacérselo a un jugador de fútbol de primera división. La víctima, por supuesto, nunca denunciaba.
 
Otro punto de encuentro eran los prostíbulos, que hasta que la ONU no declaró la prostitución incompatible con la dignidad humana, en España funcionaron sin grandes dificultades. Allí muchos hombres acudían sabiendo que además de meretrices también había jovencitos que necesitaban dinero o, en su defecto, prostitutas que sabían amarrarse un dildo a la cintura. Mari Loly, una profesional de la época cuyo relato destaca Olmeda, tiene un relato que enlaza con el de la sexualidad en las filas del ejército de Franco:
 
A veces un hombre que ha sido mi cliente me pide un jovencito, me pide que haga de intermediaria. Suelen argumentar que están hartos de las mismas sensaciones y quieren pasar a un jovencito después de haber probado todo con una mujer. Algunos, una vez probado, se dan cuenta entonces de que eso es lo que les gusta. «Mariquitas» que no sabían que lo eran. Pero en casi todos es una prolongación de su papel de macho. Hay también hombres mayores, viudos o casados, que un día se sorprenden haciéndose o dejándose hacer con un jovencito y les gusta, y no hacen ascos porque normalmente juegan el papel de macho y eso no es tan desagradable para los hombres como si tuvieran que tomar.

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Imagen: cortesía de Jaime Gallaostra / agenciafebus.com
Otra forma de contacto eran los anuncios en determinadas revistas, como las de culturismo por motivos obvios, lo que dio lugar a situaciones curiosas. En 1952 el español Juan Ferrero se proclamó Mister Universo de culturismo en el Scala Theater de Londres. Nunca un español ha vuelto a alcanzar ese título. No obstante, el régimen silenció completamente su gesta por considerar esa disciplina propia de homosexuales.
 
En ese mismo año circuló entre las autoridades un informe sobre «moralidad pública» que trataba de cuantificar la situación de la homosexualidad en España. El documento indicaba que cada vez se detectaban más casos:
 
Valencia: existe una cantidad apreciable, arraigada en personas de todas las edades y clases sociales; Madrid: Parece bastante extendida; Granada: Se advierte en el clima moral de la ciudad un incremento extraordinario de las aberraciones sexuales; Guipúzcoa: los casos van en aumento; Baleares: la desgracia de la homosexualidad ha aumentado en ambos sexos, etc…
 
Es en ese momento cuando se reforma la Ley de Vagos y Maleantes para incluir a los homosexuales. El régimen ya había acabado completamente con la oposición política dentro del país y pasaba a buscarse nuevos enemigos. Muchos homosexuales no habían sido sorprendidos in fraganti y con esta legislación ya eran delincuentes potenciales. La pena que acarreaba la aplicación de la ley era la reclusión en un centro de trabajo o colonia agrícola y el exilio o prohibición de residir en el territorio durante dos años.
 
A tal fin, en 1954 se puso en marcha la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, en Fuerteventura. La colonia era más bien un campo de concentración y lo de agrícola era una broma de mal gusto puesto que el terreno era totalmente desértico. Los presos picaban piedra y cavaban zanjas. «Frío, miseria, hambre, humillación, palos y más palos. En total éramos noventa maricones. Se pasaba el día cargando piedras, haciendo muros, sacando agua del pozo. Era como un campo de concentración pero sin cámara de gas. El médico de la prisión, para reconocernos homosexuales, nos ponía a cuatro patas y nos metía el dedo en el culo», recordó en El PaísOctavio García, uno de los reclusos, que tampoco olvida que le detuvieron cuando las autoridades se decidieron a «limpiar de maricones Las Palmas».
 
Se pasaba tanta hambre que Manuel S. H., que Dios lo tenga en su Gloria, se comía hasta las cagarrutas de las cabras y Juan Curbelo Oramas devoraba la comida podrida de los paquetes que le enviaba su madre y que los guardianes retenían hasta que despedían un olor nauseabundo. El hambre era una presencia constante, obsesiva, demoledora, pero no era la única pesadilla. Estaban también los palos, que caían como un diluvio. Por equivocarse al marcar el paso, por responder, por rezongar, por quedarse rezagado al amanecer, por dormirse en la imaginaria, por nada, por todo. (Crónica. El Mundo. 2003. Arturo Arnalte)
 
El director de la colonia era un sacerdote católico vasco. Dictaba cuántos golpes había que dar a quién y por qué. Escondía la correspondencia de los presos y era quien decidía si el interno estaba tres meses o los tres años de rigor que marcaba la nueva ley. También funcionaron los centros especializados de Badajoz y Huelva. El primero era para los homosexuales pasivos y al otro iban los activos. En las cárceles no «especializadas», como Carabanchel en Madrid o La Modelo en Barcelona, muchos de los internos eran violados sistemáticamente por los otros presos. Había celdas en las que directamente los funcionarios les prostituían. En la calle, la Brigada Social buscaba a los homosexuales con agentes secretos en los cines y discotecas. Existían informes de conducta con todo lujo de detalles, no muy lejos de lo que hacía la Stasi con sus sospechosos, redactados por las autoridades religiosas, políticas y policiales que marcaban la vida de quienes eran señalados.

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Ficha policial de Silvia Reyes, encarcelada en 1974 con excusa de la Ley de Peligrosidad Social. Imagen: cortesía de la Asociación de Expresos Sociales.
 
También especialmente dura fue la existencia de los transexuales, entonces travestis. El régimen consideraba subversiva no solo su sexualidad, sino también su apariencia, al margen de que era más fácil de reconocer para la policía, y las autoridades se ensañaron con ellas. Los travestis se habían convertido en una opción más en la oferta de la prostitución. Válida para los clientes homosexuales y también para aquellos que no podían acostarse con su novia hasta el matrimonio.
 
No obstante, durante la década de los sesenta la sociedad española fue modernizándose y empezaron a surgir tímidamente bares de ambiente disimulando como buenamente se podía. Ya no fue tan fácil para ciertos homosexuales de buena familia someter a otros homosexuales de extracción humilde. Con la nueva clase media que estaba naciendo en las ciudades la gente ya no estaba tan desamparada y no se podía abusar de cualquiera con facilidad por muy homosexual que fuese. Pero también llegaron los pelos largos y las minifaldas y el régimen volvió a ponerse en guardia.
 
Un juez de Barcelona, Antonio Sabater, alertó del auge que experimentaba la «inversión sexual» a la que había que poner coto. Las causas, según el magistrado, pasaban por el desarrollo de la sociedad de consumo, el afeminamiento de la indumentaria masculina, el narcisismo de la juventud, su preocupación por el aspecto físico y su deseo de llevar una vida cómoda convirtiéndose en mantenidos de algún hombre de dinero.
 
Este juez fue uno de los artífices de la nueva ley, que iba a ser la de Peligrosidad Social. No obstante, aparecieron las primeras asociaciones de homosexuales, como AGHOIS en Barcelona, cuyas protestas influyeron en la opinión pública. Cuenta un artículo de L´Armari Obert que La Codorniz criticó la nueva ley, que venía en cofre de norma progresista y preventiva, riéndose de que nos hubiese privado de Sócrates oMiguel Ángel.
 
Así, en 1970 el régimen se «humanizó» y la Ley de Peligrosidad Social solo castigaba los «actos de homosexualidad», pero no a los homosexuales por el hecho de serlo. Aunque su redactado era tan ambiguo que seguía permitiendo a los jueces hacer lo que les viniera en gana. Con todo, finalmente se impuso la teoría de que la homosexualidad no era un delito, sino una enfermedad que era preciso curar. Lo que seguía siendo una terrorífica amenaza para la población.
 
Lo más amenazante de esta ley es que trasladaba la decisión de la represión directamente al ámbito familiar desde el momento en que el juez podía considerar oportuno que el homosexual se sometiera a tratamiento en vez de ser enviado a prisión, en caso de mediar una petición familiar. Este tratamiento se basaba en sesiones de terapias, fundamentalmente de dos tipos, las eméticas y las eléctricas, sin excluir la más radical, la lobotomía: una intervención quirúrgica para modificar el cerebro. Esta última técnica se practicó en clínicas privadas y en la cárcel de Carabanchel. (Una discriminación universal; Javier Ugarte Pérez)
 
Esta situación se extendió hasta prácticamente 1980, cuando la judicatura dejó de aplicar la Ley de Peligrosidad Social tras la Constitución y una proposición de ley de PSOE y PCE para que al menos se eliminasen los aparatados dedicados a los homosexuales. El saldo final fue de al menos cinco mil homosexuales encarcelados, pero nunca se podrá cuantificar cuántos se marcharon del país, cuántos se suicidaron, ni cuántos sufrieron una vida de autonegación y privaciones absolutamente intolerable e inhumana.
 
 
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Fuente Jot Down Cultural Magazine



 
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