Gays, lesbianas y transgénero durante el franquismo
Montaje fotográfico realizado en la Central de Observación de la Dirección de Prisiones, donde se estudiaba y calisificaba a los reclusos. Imagen: Tusquets.
Publicado por Álvaro Corazón Rural
Inversión sexual y erotismo desviado. Repugnante caso que subleva a toda conciencia honesta. Ofende al pudor y a las buenas costumbres y es objeto unánime de condenación. Actos contra natura. Perversión sexual. Nefando tráfico sodomítico. Repugnante vicio. Vicio antinatural y perturbador. Vicio merecedor de la más completa repulsa. Actos atentatorios a la moral, fundamento de la familia y la sociedad. Nefastas relaciones. Repugnante porquería. Repugnantes aberraciones. Torpes acciones. Inmorales aberraciones. Sucios y reprobables actos. Actos de desviada lujuria. Vergonzoso vicio. Acción soez. Desvergonzada e impúdica. Aberración contraria a la naturaleza humana. Torpes instintos. Repugnantes actos libidinosos…
Calificaciones de la homosexualidad en los expedientes del Tribunal Supremo del franquismo recopilados por Armand de Fluviá, autor de El homosexual ante la sociedad enferma en 1978.
Si bien las prácticas homosexuales estuvieron penalizadas en muchos países de Europa durante la segunda mitad del siglo XX y la España de Franco no era, en ese contexto, una excepción, nuestro país constituye un interesante objeto de estudio por cómo abordó el tema científicamente, por llamarlo de alguna manera. Tras la destrucción del estado democrático entre 1936 y 1939, el franquismo comenzó a crear y teorizar en la posguerra una psiquiatría hispana.
Según cuenta el psiquiatra González Duro en las obras que ha dedicado al fenómeno, en general no era más que una adaptación de toda la psiquiatría nazi a términos locales. Con la novedad de que la psiquiatría nacional tendría como fundamento un concepto teológico del hombre. «Todo se explicaba en función de la “vitalidad”, término ambiguo definido poéticamente como la sutura entre el cuerpo y el alma».
Dentro de esta disciplina no se admitían conflictos familiares o generacionales. La psiquiatría nacional no era más que otra trinchera para la defensa del sistema establecido. La locura era biológica o genética, y por eso se trataba exclusivamente con los tratamientos biológicos más agresivos, electroshock o lobotomías. Y su causa era clara: el pecado. El doctor Marco Merenciano, falangista y católico, entendía que la enfermedad mental era un castigo por el pecado; «pecado que por su naturaleza llevará al castigo de la imposibilidad de arrepentimiento», escribió. Este señor tiene todavía una calle en Valencia.
Otro, con calle en Madrid en la actualidad, López Ibor, daba, como documenta González Duro, «una interpretación teológica de la enfermedad psíquica cuya realidad solo se podía entender yendo a la base radical del ser humano, de su “naturaleza caída”, de ahí la conveniencia de que el psiquiatra fuera cristiano, y católico específicamente». Y Antonio Vallejo-Nájera, también, por su puesto, con calle en Madrid, teorizó que quienes tenían ideologías distintas a las inherentes al hombre español «sano y vertical, religioso y de derechas por naturaleza» sufrían de un virus marxista o una malformación genética —el gen rojo— para lo que proponía la reinstauración ni más ni menos que de la Santa Inquisición.
En cuanto al psicoanálisis, el rechazo era total por su falta de «espiritualidad» su «pansexualismo» y su ser «nocivo para la catolicidad inmanente del enfermo español», sigue González Duro, que precisaba una psicoterapia específica según estos galenos. La obra de Freud estuvo prohibida en España hasta 1949 y a partir de entonces se trató de adaptar. «El pueblo español profesa en su mayoría el catolicismo, y es la primera de las condiciones de nuestra psicoterapia que no contradiga el dogma y la moral católica», explicó Vallejo Nájera. Y el catalán Ramón Sarró i Burbano sentenció: «Pero ¿cuál sería la mejor interpretación? ¿Hemos de reconocernos como sexualidad, como ambición más o menos frustrada o como cosmovisiones del arquetipo? (…) ¿Y por qué no como el camino del alma hacia Dios del que nos aleja el pecado y nos acerca la Gracia; o como cristiano que necesariamente cae y se levanta ante la faz Divina?».
En este contexto científico arbitrario y surrealista, los homosexuales eran considerados enfermos en el mejor de los casos. Se les aplicaron terapias aversivas —medicación para inducir al vómito o descargas eléctricas mientras se les mostraba pornografía homosexual—, electroshock o lobotomías. López Ibor llegaba a presumir de sus «exitosas» lobotomizaciones a gais. La revista Interviú recogió un fragmento de una conferencia suya en Italia en 1973 donde decía: «Mi último paciente era un desviado. Después de la intervención del lóbulo inferior del cerebro presenta, es cierto, trastornos en la memoria y la vista, pero se muestra más ligeramente atraído por las mujeres».
Los primeros intentos de curar homosexuales habían empezado en la Primera Guerra Mundial, cuando los altos cargos del ejército alemán detectaron que la homosexualidad estaba extendida entre muchos de sus soldados. Cuenta la doctora Teresa Cabruja, de la Universidad de Girona, que esto sucedía porque se consideraba que la homosexualidad respondía a «causas ambientales», pues no podría darse genéticamente en la raza aria. Aquí se siguió con esa cantinela casi hasta los años ochenta. De hecho, en 1977, la UCD planeó la creación de diez mil plazas para la reeducación de homosexuales. Un plan abortado cuando la Constitución prohibió un año después clasificar a las personas por su sexualidad.
Pero lo cierto es que en la historia moderna de España nunca hubo un exceso de celo a la hora de perseguir a los homosexuales. El Código Penal de 1822 no recogía el delito de sodomía por su inspiración francesa, país donde se despenalizó la homosexualidad en 1791. En los códigos penales de 1848, 1850 y 1870 españoles aunque no estaba penalizada, se castigaba con la figura del «escándalo público». Solo Primo de Rivera endureció la ley en 1928 castigando específicamente las relaciones sexuales entre adultos del mismo sexo con una multa y la inhabilitación para ocupar cargos públicos. Finalmente, la II República despenalizó completamente la homosexualidad —excepto en el Ejército— en su Código Penal de 1932. Y aunque luego redactara la Ley de Vagos y Maleantes en 1933 sobre delincuentes «potenciales», no insertó en ella a los homosexuales. Fue durante el franquismo, en 1952, cuando se modificó esta ley para incluirlos expresamente.
No obstante, entre 1939 y 1952 el régimen estuvo más preocupado de exterminar y encarcelar a sus enemigos políticos que a los homosexuales. Si acaso, merece la pena mencionar el caso del escritor Álvaro Retana en 1939, denunciado por sacrilegio al beber semen de un copón sagrado. En el proceso, Retama tuvo el valor de contestar al juez: «Señor, prefiero siempre tomarlo directamente». Fue condenado a muerte, se le aplazó la pena varias veces y al final se le conmutó por treinta años de cárcel.
O el caso del cantante de copla Miguel de Molina, al que antes de exiliarse le dieron una paliza en plena calleJosé Finat y Escrivá de Romaní, futuro alcalde de Madrid, y Sancho Dávila, falangista pro nazi que luego fue presidente de la Federación Española de Fútbol. Uno de los dos le arrancó el pelo y se lo llevó guardado envuelto en un pañuelo de recuerdo. Pero por lo visto solo se trataba de un asunto de celos. Un mandamás del régimen sufrió un desengaño sentimental con él y lo persiguió hasta que él mismo cayó en desgracia por un incidente en una sala de fiestas. Se cuenta en El látigo y la pluma, del periodista Fernando Olmeda:
Varias personas sujetaron al agresor y trataron de calmarle diciendo que el individuo era un falangista muy vinculado a las altas esferas y le traería problemas. Pero el joven exclamó que aquel asqueroso maricón le había toqueteado los genitales al pasar y que no iba a perdonarlo. Cuando le insistieron en que olvidara el incidente, el hombre se dio a conocer como agregado militar de la embajada de un país centroeuropeo. Dijo que hablaría con su embajador y al día siguiente haría una denuncia formal al Ministerio de Relaciones Exteriores. El enloquecido maricón no era otro que el secretario del ministro, que durante años me persiguió monstruosamente. Aunque se trató de acallar el escándalo, la cantidad de testigos presenciales lo hizo imposible y el tipo salió violentamente de sus dos cargos.
Los artistas homosexuales fueron un objetivo político en aquella época. Para permitirles llevar su vida tenían que informar a la policía, convertirse en chivatos. Además de mostrar una inquebrantable adhesión al régimen en todas sus manifestaciones públicas. En aquellos años, en cualquier caso, convivieron reconocidos homosexuales en los puestos más altos de la jerarquía franquista —muchos fueron famosos por haber dado «paseos» en la guerra— con una exaltación de la masculinidad exacerbada por parte de los falangistas triunfadores.
Casi todos los artículos sobre homosexualidad que tratan este período histórico insisten en señalar las inequívocas características homoeróticas de la estética falangista. Así como los apodos que recibía Franco entre los suyos, tales como «Paca, la culona» o «Miss Islas Canarias 1936», o la descripción que de él hizo el periodista americano John Whitaker:
Hombre pequeño, su mano es como la de una mujer y siempre está empapada de sudor. Excesivamente tímido, se pone en guardia para dialogar con su interlocutor; su voz es ligeramente desconcertante, pues habla muy suave, casi en susurros.
Todo con el fin de asociar la obsesión del nacionalcatolicismo por exaltar la hombría de la nación a sus propias inseguridades. Una conclusión muy tentadora, pero que carece de sentido en la época. Los fascismos y el nazismo, al marco de identificación primaria, el nacionalismo, añadieron la raza y la masculinidad como forma de resolver todos los problemas, un regreso al pasado edénico mediante la virilidad, la agresividad y la fuerza de voluntad. La figura del machote era el truco del almendruco propagandístico gracias al cual se resolverían todos los problemas en los tumultuosos años treinta.
No obstante, otra historia es, como relata Olmeda en su libro, que la homosexualidad estuviera muy presente en el ejército rebelde. La tropa, dice, no ponía objeciones a que un soldado tuviese relaciones sexuales con otro que era más bien afeminado. También que la famosa camaradería en algunas ocasiones encubría verdaderos enamoramientos bajo el techo del cuartel entre hombres confinados, o que en los ejércitos de África fuesen habituales las noches de juerga de hachís y alcohol con jovencitos marroquíes. Todo ello percibido como algo normal que nada tenía que ver con la homosexualidad. Para prueba, en 1942, fue el propio Franco quien tras una visita a la Academia Militar de Zaragoza ordenó que se colocara una cama adicional en las habitaciones dobles «para evitar tentaciones».
Mientras tanto, en la sociedad, la posibilidad de ser homosexual la marcaba la clase social. Los que tenían al alcance de sus medios llevar una doble vida, que a menudo exigía tener dos pisos, la llevaban. También, como es lógico, los homosexuales de buena familia se aprovechaban de los que eran más humildes. Y Olmeda cuenta que en Barcelona las familias de nivel, cuando tenían un hijo homosexual, podían llegar a aceptarlo y permitirle tener su pareja admitiéndola en la familia cubriéndole como un primo que se había ido a vivir con ellos. Aunque la excusa del primo se ha podido escuchar en las capitales de toda la piel de toro.
Las lesbianas, por su parte, estuvieron en una situación diferente. Si una mujer vivía sola, tendría más problemas si invitaba a su casa a hombres solos que a otras mujeres. Bien al contrario, si se rodeaba de mujeres mantendría una excelente reputación. Los propios padres que no toleraban que un hijo cuando era niño o adolescente manifestara excesivo afecto o encariñamiento por un amigo veían como completamente normal que su hija durmiera en la misma cama con una amiga o una prima.
Durante todo el régimen, el número de expedientes sobre casos de lesbianas fue infinitamente menor que el de hombres. No tuvieron que frecuentar urinarios o exponerse a las redadas policiales. En las ciudades existían redes de mujeres que no levantaban sospechas cuando se reunían a celebrar una fiesta en un piso. Empar Pineda escribe en Una discriminación universal que incluso era al contrario, que los vecinos estaban «encantados de tener unas chicas que eran tan formales que no invitaban a chicos a sus fiestas». Sin embargo, en un contexto de represión inclemente sobre la sexualidad femenina tal y como se relató en los capítulos anteriores de esta serie, muchas lesbianas ni siquiera tuvieron la oportunidad de saber que lo eran hasta que empezaron a difundirse las ideas feministas años después. Como dice Pineda, el sexo entre mujeres no se perseguía porque para el régimen no podía existir.
Los homosexuales en aquel tiempo tuvieron que recurrir a los encuentros clandestinos en playas apartadas, cines o los inevitables urinarios, con lo que significaba a la hora de exponerse a los delincuentes que haciéndose pasar por gais les robaban todo lo que llevasen encima o incluso lo que tuvieran en casa si subían. Las diferentes formas de robarles hasta recibían su nombre. Olmeda, por ejemplo, habla del «timo de la pasma ful». Uno hace de gancho en el urinario enseñando el miembro enhiesto y el compinche aparece haciéndose pasar por policía para prender al homosexual que caiga en el engaño. El periodista recoge en su libro el testimonio de un antiguo delincuente que asegura que en una ocasión estuvo a punto de hacérselo a un jugador de fútbol de primera división. La víctima, por supuesto, nunca denunciaba.
Otro punto de encuentro eran los prostíbulos, que hasta que la ONU no declaró la prostitución incompatible con la dignidad humana, en España funcionaron sin grandes dificultades. Allí muchos hombres acudían sabiendo que además de meretrices también había jovencitos que necesitaban dinero o, en su defecto, prostitutas que sabían amarrarse un dildo a la cintura. Mari Loly, una profesional de la época cuyo relato destaca Olmeda, tiene un relato que enlaza con el de la sexualidad en las filas del ejército de Franco:
A veces un hombre que ha sido mi cliente me pide un jovencito, me pide que haga de intermediaria. Suelen argumentar que están hartos de las mismas sensaciones y quieren pasar a un jovencito después de haber probado todo con una mujer. Algunos, una vez probado, se dan cuenta entonces de que eso es lo que les gusta. «Mariquitas» que no sabían que lo eran. Pero en casi todos es una prolongación de su papel de macho. Hay también hombres mayores, viudos o casados, que un día se sorprenden haciéndose o dejándose hacer con un jovencito y les gusta, y no hacen ascos porque normalmente juegan el papel de macho y eso no es tan desagradable para los hombres como si tuvieran que tomar.
Imagen: cortesía de Jaime Gallaostra / agenciafebus.com
Otra forma de contacto eran los anuncios en determinadas revistas, como las de culturismo por motivos obvios, lo que dio lugar a situaciones curiosas. En 1952 el español Juan Ferrero se proclamó Mister Universo de culturismo en el Scala Theater de Londres. Nunca un español ha vuelto a alcanzar ese título. No obstante, el régimen silenció completamente su gesta por considerar esa disciplina propia de homosexuales.
En ese mismo año circuló entre las autoridades un informe sobre «moralidad pública» que trataba de cuantificar la situación de la homosexualidad en España. El documento indicaba que cada vez se detectaban más casos:
Valencia: existe una cantidad apreciable, arraigada en personas de todas las edades y clases sociales; Madrid: Parece bastante extendida; Granada: Se advierte en el clima moral de la ciudad un incremento extraordinario de las aberraciones sexuales; Guipúzcoa: los casos van en aumento; Baleares: la desgracia de la homosexualidad ha aumentado en ambos sexos, etc…
Es en ese momento cuando se reforma la Ley de Vagos y Maleantes para incluir a los homosexuales. El régimen ya había acabado completamente con la oposición política dentro del país y pasaba a buscarse nuevos enemigos. Muchos homosexuales no habían sido sorprendidos in fraganti y con esta legislación ya eran delincuentes potenciales. La pena que acarreaba la aplicación de la ley era la reclusión en un centro de trabajo o colonia agrícola y el exilio o prohibición de residir en el territorio durante dos años.
A tal fin, en 1954 se puso en marcha la Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, en Fuerteventura. La colonia era más bien un campo de concentración y lo de agrícola era una broma de mal gusto puesto que el terreno era totalmente desértico. Los presos picaban piedra y cavaban zanjas. «Frío, miseria, hambre, humillación, palos y más palos. En total éramos noventa maricones. Se pasaba el día cargando piedras, haciendo muros, sacando agua del pozo. Era como un campo de concentración pero sin cámara de gas. El médico de la prisión, para reconocernos homosexuales, nos ponía a cuatro patas y nos metía el dedo en el culo», recordó en El PaísOctavio García, uno de los reclusos, que tampoco olvida que le detuvieron cuando las autoridades se decidieron a «limpiar de maricones Las Palmas».
Se pasaba tanta hambre que Manuel S. H., que Dios lo tenga en su Gloria, se comía hasta las cagarrutas de las cabras y Juan Curbelo Oramas devoraba la comida podrida de los paquetes que le enviaba su madre y que los guardianes retenían hasta que despedían un olor nauseabundo. El hambre era una presencia constante, obsesiva, demoledora, pero no era la única pesadilla. Estaban también los palos, que caían como un diluvio. Por equivocarse al marcar el paso, por responder, por rezongar, por quedarse rezagado al amanecer, por dormirse en la imaginaria, por nada, por todo. (Crónica. El Mundo. 2003. Arturo Arnalte)
El director de la colonia era un sacerdote católico vasco. Dictaba cuántos golpes había que dar a quién y por qué. Escondía la correspondencia de los presos y era quien decidía si el interno estaba tres meses o los tres años de rigor que marcaba la nueva ley. También funcionaron los centros especializados de Badajoz y Huelva. El primero era para los homosexuales pasivos y al otro iban los activos. En las cárceles no «especializadas», como Carabanchel en Madrid o La Modelo en Barcelona, muchos de los internos eran violados sistemáticamente por los otros presos. Había celdas en las que directamente los funcionarios les prostituían. En la calle, la Brigada Social buscaba a los homosexuales con agentes secretos en los cines y discotecas. Existían informes de conducta con todo lujo de detalles, no muy lejos de lo que hacía la Stasi con sus sospechosos, redactados por las autoridades religiosas, políticas y policiales que marcaban la vida de quienes eran señalados.
Ficha policial de Silvia Reyes, encarcelada en 1974 con excusa de la Ley de Peligrosidad Social. Imagen: cortesía de la Asociación de Expresos Sociales.
También especialmente dura fue la existencia de los transexuales, entonces travestis. El régimen consideraba subversiva no solo su sexualidad, sino también su apariencia, al margen de que era más fácil de reconocer para la policía, y las autoridades se ensañaron con ellas. Los travestis se habían convertido en una opción más en la oferta de la prostitución. Válida para los clientes homosexuales y también para aquellos que no podían acostarse con su novia hasta el matrimonio.
No obstante, durante la década de los sesenta la sociedad española fue modernizándose y empezaron a surgir tímidamente bares de ambiente disimulando como buenamente se podía. Ya no fue tan fácil para ciertos homosexuales de buena familia someter a otros homosexuales de extracción humilde. Con la nueva clase media que estaba naciendo en las ciudades la gente ya no estaba tan desamparada y no se podía abusar de cualquiera con facilidad por muy homosexual que fuese. Pero también llegaron los pelos largos y las minifaldas y el régimen volvió a ponerse en guardia.
Un juez de Barcelona, Antonio Sabater, alertó del auge que experimentaba la «inversión sexual» a la que había que poner coto. Las causas, según el magistrado, pasaban por el desarrollo de la sociedad de consumo, el afeminamiento de la indumentaria masculina, el narcisismo de la juventud, su preocupación por el aspecto físico y su deseo de llevar una vida cómoda convirtiéndose en mantenidos de algún hombre de dinero.
Este juez fue uno de los artífices de la nueva ley, que iba a ser la de Peligrosidad Social. No obstante, aparecieron las primeras asociaciones de homosexuales, como AGHOIS en Barcelona, cuyas protestas influyeron en la opinión pública. Cuenta un artículo de L´Armari Obert que La Codorniz criticó la nueva ley, que venía en cofre de norma progresista y preventiva, riéndose de que nos hubiese privado de Sócrates oMiguel Ángel.
Así, en 1970 el régimen se «humanizó» y la Ley de Peligrosidad Social solo castigaba los «actos de homosexualidad», pero no a los homosexuales por el hecho de serlo. Aunque su redactado era tan ambiguo que seguía permitiendo a los jueces hacer lo que les viniera en gana. Con todo, finalmente se impuso la teoría de que la homosexualidad no era un delito, sino una enfermedad que era preciso curar. Lo que seguía siendo una terrorífica amenaza para la población.
Lo más amenazante de esta ley es que trasladaba la decisión de la represión directamente al ámbito familiar desde el momento en que el juez podía considerar oportuno que el homosexual se sometiera a tratamiento en vez de ser enviado a prisión, en caso de mediar una petición familiar. Este tratamiento se basaba en sesiones de terapias, fundamentalmente de dos tipos, las eméticas y las eléctricas, sin excluir la más radical, la lobotomía: una intervención quirúrgica para modificar el cerebro. Esta última técnica se practicó en clínicas privadas y en la cárcel de Carabanchel. (Una discriminación universal; Javier Ugarte Pérez)
Esta situación se extendió hasta prácticamente 1980, cuando la judicatura dejó de aplicar la Ley de Peligrosidad Social tras la Constitución y una proposición de ley de PSOE y PCE para que al menos se eliminasen los aparatados dedicados a los homosexuales. El saldo final fue de al menos cinco mil homosexuales encarcelados, pero nunca se podrá cuantificar cuántos se marcharon del país, cuántos se suicidaron, ni cuántos sufrieron una vida de autonegación y privaciones absolutamente intolerable e inhumana.