A los recién llegados de la
Isla se les juzga, tanto de un bando como de otro
Inmigrantes cubanos
La político-fobia de los nuevos cubanos en Miami
Por José Hugo Fernández | La Habana, Cuba
Otra de esas raras circunstancias en que parecen estar de acuerdo los enemigos y los cómplices de la dictadura cubana, resulta apreciable por estos días en Miami. Se trata de la manera en que juzgan políticamente a los representantes de las últimas camadas de emigrantes que han llegado desde la Isla.
Para los adversarios más radicales y apasionados del régimen –pertenecientes por lo general a lo que llaman el “exilio histórico”–, los nuevos emigrantes constituyen una representación bochornosa de Cuba en Estados Unidos. En tanto, los simpatizantes o compinches de la dictadura se quejan de su apatía o indolencia ante las cuestiones de política pública, muy especialmente aquellas que –desde su perspectiva– son beneficiosas para nuestro país. Ambos reprueban a los recién llegados. Y ambos creen tener sus buenas razones para hacerlo.
Según los primeros, estos nuevos emigrantes incurren en ingratitud hacia Estados Unidos y traicionan la vertical posición del exilio cubano, violentando incluso las leyes de emigración que los acogen, toda vez que apenas se ven instalados en Miami, se dedican a viajar a Cuba para burlar el embargo y “llevarle dólares al régimen”. También les ofende que no repudien a las delegaciones oficiales de la Isla que pasan por allá, y, en fin, que no se comporten como ellos entienden que deben comportarse los que se han ido del país.
En cambio, a los colaboradores de nuestra dictadura les contraría que estos emigrantes no se tomen en serio sus afanes por conseguir el pleno reconocimiento político del régimen y su plena reconciliación económica con Estados Unidos, más aún cuando son jóvenes en mayoría, así que supuestamente ajenos a las viejas frustraciones, dolores y rencores del exilio histórico.
Convergen dos extremos. Y por lo visto, los dos están pasando por alto lo esencial del fenómeno, o sea que estos nuevos emigrantes son un producto neto del fidelismo, así que debido a sus múltiples exigüidades –de la conciencia, de la civilidad, del cerebro y del espíritu–, padecen político-fobia aguda.
No quieren saber de otra cosa que no sea la solución o el remedio de sus más elementales necesidades materiales. La vida, llamémosle así, no les ha dado la oportunidad de pensar en nada más, o de pensar sin más. Sufren abulia congénita porque así los engendró el sistema, así los quiso para su provecho, sin prever siquiera que algún día el Frankestein pudiera pararse y andar con sus piernas.
Hay excepciones, y no son pocas, pero en términos generales, sobre todo a los más jóvenes, la política les resulta una carga opresiva, extenuante e inútil. Como nunca recibieron formación de ciudadanos comunes, sino de esclavos, no conciben perder el tiempo en asuntos de interés público. No piensan –en materia ideológica ni en casi ninguna otra materia– porque les enseñaron desde niños que resulta más cómodo atenerse a lo que otros piensen por ellos. Así de simple.
Son víctimas de un implacable proceso de robotización que les hizo inocentes al vaciarlos por dentro, lo cual explica (aunque no necesariamente justifique) esa especie de estulticia crónica y generalizada que exhiben hoy, no como un vicio sin remedio, según afirman sus detractores, sino como resultado de la incapacidad para discurrir al margen del programa, desde su inocencia de androides.
Creo que es erróneo pensar que esta pobre gente no ha padecido tantos dolores y frustraciones como los miembros del exilio histórico. En todo caso, sus frustraciones y dolores son otros, pero tienen el mismo origen, y no les acarrearon menores pérdidas. Hasta es posible que abunden los ejemplos en que las hayan sufrido con mayor rigor. De hecho, sufrieron siempre, y muchos sufren todavía, lo que un gran poeta calificó como el peor de los pecados humanos: no ser feliz. A ellos no se les permitió, ni por una sola vez, conocer la felicidad.
Entonces tal vez sea hora de que nos pongamos todos realmente de acuerdo, pero para dejarlos en paz, permitiéndoles que conozcan y disfruten la felicidad en un mundo libre. Aunque tengan que empezar de cero, como si acabaran de nacer.
ACERCA DEL AUTOR
José Hugo Fernández es autor, entre otras obras, de las novelas El clan de los suicidas, Los crímenes de Aurika, Las mariposas no aletean los sábados y Parábola de Belén con los Pastores, así como de los libros de cuentos La isla de los mirlos negros y Yo que fui tranvía del deseo, y del libro de crónicas Siluetas contra el muro. Reside en La Habana, donde trabaja como periodista independiente desde el año 1993.