Con la vivacidad intelectual y la chispa de ironía que caracterizaba al cine italiano de las primeras décadas de la posguerra, un trío de grandes cineastas (Mario Monicelli, Dino Risi y Ettore Scola) produjeron en 1977 un filme titulado Los nuevos monstruos, que se convirtió en todo un éxito de taquilla. A través de una docena de sketches, el filme ponía al desnudo la hipocresía y la indolencia de la sociedad italiana de ese entonces, en particular de sus intelectuales y de un clero tan influyente como omnipresente.
La carga contra el clero fue quizás la más mordaz. Uno de los sketches describía los tejemanejes de un cura hipócrita que sabía manipular muy bien los sentimientos de sus feligreses. Cuando su prestigio y reputación estaban a punto de desmoronarse, el hábil sacerdote utilizó la misa dominical para pronunciar un sermón conmovedor y organizar una procesión del Santísimo Sacramento, con monaguillos esparciendo incienso, mientras el coro entonaba el Tantum ergo, cautivador canto en latín.
Los feligreses se arrodillaron al paso del Santísimo, haciendo ensimismados el signo de la cruz. Ante tanta belleza, a muchos les brotaban lágrimas de los ojos, ignorando o subestimando de paso las bajezas del prelado. El cura logró de esa manera salirse con las suyas.
A semejanza de la Italia de aquel filme, la América Latina de hoy ha engendrado sus propios nuevos monstruos. Los mismos pululan en el ámbito de la política. Son nuevos, porque ya no se trata de dictadores militares con manos manchadas de sangre, como Trujillo, Somoza o Perón, y luego Videla y Pinochet, ni de prelados católicos que apoyaban a los mismos. Pero no por abstenerse de llegar hasta el asesinato de opositores, los monstruos de hoy dejan de merecer la execración.
Esos siniestros personajes de nuestro tiempo no son otros que los paladines de la izquierda radical latinoamericana, fidelistas de pura cepa: Hugo Chávez Frías, Daniel Ortega, Néstor y Cristina Kirchner, Evo Morales, Rafael Correa, y en su versión cantinflesca, Nicolás Maduro, payaso errático y sin fulgor.
Los mismos no han tenido reparo alguno en deformar, hasta prostituir, principios y valores éticos por los que tantos latinoamericanos se batieron e incluso dieron su vida. Justicia social, soberanía nacional, libertad de expresión y de asociación, son principios que esgrimieron para alcanzar el poder; y una vez logrado su objetivo, hacen añicos de esos valores enraizados en la gesta histórica de nuestros países.
Al igual que para los dictadores militares que la izquierda tanto combatió, el continuismo se ha convertido en el objetivo prioritario y final de los nuevos esperpentos de la política latinoamericana.
Esa cofradía moralmente carcomida tiene un ídolo que venera como un dios. Se llama Fidel Castro, eslabón viviente entre los déspotas de ayer y los gobernantes arbitrarios de hoy.
Invocando el principio de no injerencia en los asuntos internos de un país, los epígonos del castrismo han logrado usurpar la justicia, asediar la prensa, hostigar y encarcelar la oposición, y amañar elecciones, sin que los gobiernos e instituciones regionales se dignen a mover un solo dedo para exigir el respeto del derecho internacional en la materia.
Entre los cómplices preclaros de esos monstruos con poder, cabe mencionar a José Insulza, ex secretario de la OEA, y Dilma Rousseff, actual presidenta de Brasil. Después de haber sufrido, el primero la persecución, la segunda las torturas, de dictaduras militares que crearon la desolación en sus países respectivos, estos personajes han hecho la vista gorda con el sufrimiento de los prisioneros políticos que hoy yacen en prisiones de Cuba y Venezuela.
Los nuevos monstruos cuentan igualmente en sus filas con altos prelados de la catolicidad. Ayer, miembros del clero apoyaban al franquismo, defendiéndolo y oponiéndolo al liberalismo en nombre de la doctrina social de la iglesia formulada, entre otros textos, en la encíclica Quadragesimo Anno del Papa Pío XI. Hoy es el cardenal Jaime Ortega, quien, por razones que algún día conoceremos, no escatima esfuerzo para callar, ocultar o minimizar los crímenes del castrismo.
Y para que no falte nada en el tétrico espectáculo, el Papa Francisco en persona ha observado un silencio ensordecedor y una condescendencia sorprendente ante un castrismo cuya crueldad no tiene nada que envidiar a la del tristemente famoso Augusto Pinochet.
Después de haber afirmado que ni se enteró de los arrestos y vejámenes cometidos contra disidentes que trataron de acercársele para hablarle de derechos humanos durante su reciente visita a Cuba, ¿con qué cara podría el Papa Francisco criticar a Poncio Pilatos por haberse lavado las manos ante el martirio de Jesús?
¿Por qué el Papa Francisco sí pudo, durante su estadía en Estados Unidos, abogar por la abolición de la pena de muerte, condenar el comercio de armas, criticar las prisiones de aquel país y defender a los indocumentados, pero no dijo esta boca es mía ante las violaciones sistemáticas de los derechos humanos en Cuba, y ni siquiera se dignó a recibir a un solo disidente, o a abogar por la liberación de los presos políticos, durante su placentera estancia en la Isla de los Castro? ¿Cómo explicar ese doble rasero, sin atribuirlo al hecho de que en Estados Unidos formular críticas severas no genera ningún riesgo, mientras que en Cuba cualquier frase controversial puede crear percances inauditos?
Hay que reconocer que en materia de complicidades papales, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Acaso Pío XI —el mismo que promulgó la encíclica Quadragesimo Anno sobre la doctrina social de la Iglesia— no se rebajó a bendecir las tropas de Mussolini que partían a Abisinia (antigua Etiopía) a matar africanos cuyas solas armas eran lanzas y escudos? Hoy, les toca a los disidentes cubanos, cuyas únicas armas son la palabra y el arrojo, soportar indefensos la indiferencia papal.
A pesar de todo, con o sin la ayuda del Papa, el día llegará en que los cubanos logren romper las cadenas que los estrangulan desde hace ya más de medio siglo. Y ese día, téngalo por seguro, amigo lector, el ocupante del trono de San Pedro, en un intento de redimirse y congraciarse con los feligreses de la Isla, expresará, al fin, su adhesión a la causa y las aspiraciones de la disidencia cubana que durante su estancia Francisco menospreció.
En ese momento, la Cuba inmortal, la de José Martí y Antonio Maceo, de Huber Matos, Orlando Zapata y Oswaldo Payá, la de las Damas de Blanco, de los plantados y de los miles de caídos bajo las balas criminales de los Castro y del Che, la Cuba eterna de los vilipendiados "gusanos" y otras víctimas del asesinato de reputaciones perpetrado por la propaganda castrista, esa Cuba de ayer, de hoy y de siempre, podrá enrostrar a las autoridades eclesiásticas de turno: ¿cómo habláis hoy de derechos humanos, cuando durante los largos años en que más lo necesitábamos, no osasteis reclamar desde el púlpito la tan anhelada libertad?