La isla tiene 2.4 millones de personas mayores de 60 años, el 18.3% de la población; pero aumentará al 35.2% hacia 2045, lo que implica grandes desafíos en la esfera económica y en la salud pública.
Después que Demetrio Santana, de 86 años, se levanta de su camastro de tubos metálicos en un empercudido asilo de ancianos de la barriada habanera de La Víbora, lo primero que hace es pedir cigarrillos y dinero a los transeúntes. Casi todos, indiferentes, voltean el rostro hacia otro lado. En un día de suerte, Demetrio reúne cuatro o cinco pesos que le aseguran dos decenas de cigarrillos sueltos. En un bolso de lienzo guarda sus pocas pertenencias. Un par de cartas de su hija, una Biblia arrugada y una foto en blanco y negro de bordes amarillentos, en la cual una mujer abraza a un hombre y los dos sonríen felices a la cámara.
"Yo tuve una familia y aportaba a la sociedad. Pero ahora todos me han dado de lado. Mi esposa murió de cáncer, mi hija me recluyó en el asilo y el Estado me trata como un apestado. Lo único que le pido a Dios es que acabe de llevarme, cuanto antes mejor", dice con voz gangosa. En el asilo, que una vez fue Hogar del Veterano, dos capas de pintura marrón y amarillo tenue en su fachada no pueden cubrir el poco rigor profesional de los asistentes, ni las carencias materiales y la pésima alimentación que reciben los ancianos.
Algunos matan el tiempo releyendo revistas viejas, viendo la tele, de un aparato que cuelga en un atril de la sala de dormir, o simplemente no hacen nada. Otros, en camiseta, mostrando la piel casi en los huesos, piden limosna a las personas que pasan por las inmediaciones.
Enfermeras y asistentes conversan entre ellos y apenas se preocupan de los ancianos. Un barbero, expresidiario que no encontró mejor lugar para trabajar, rasura a un señor con una muleta, sentado en una caja de madera que hace las veces de sillón.
La vida en el asilo es densa. El olor a orine, ancianos que tosen contantemente, ansiosos porque llegue la hora de almuerzo, es un cuadro conmovedor. El día es demasiado largo para unos viejos que en su juventud ofrecieron su energía y talento a una revolución que les prometió una existencia digna.
Román es uno de ellos. Fue miliciano cuando parecía que en aquel octubre de 1962 Cuba se borraría del mapa. "Mi'jo, estaba dispuesto a morir por lo que consideraba una causa justa. Éramos jóvenes e inmaduros. No teníamos conciencia de lo que significaba una guerra atómica. Lo que decía Fidel era ley". Luego siguió en otras guerras. La lucha del Escambray y Angola. Hasta que llegó a la tercera edad y se dio cuenta que le dedicó sus mejores años a una ideología mientras su familia se destrozaba.
"Me separé de mi mujer, el varón está más tiempo preso que en la calle y la hembra hace rato que no sé de ella. Mi consejo a la gente joven: Lo más importante es la familia. Te lo dice un perdedor", y mira a un punto distante con los ojos nublados de lágrimas.
Sergio, ayudante de cocina, conoce de primera mano historias cotidianas del asilo de La Víbora, una edificación construida en la década de 1940 para los veteranos de la guerra de independencia. "La comida es una mierda. Aquí llegan sacos de arroz con gorgojos y alimentos con fecha de caducidad. Lo peor que le puede pasar a una persona en Cuba es llegar a viejo", dice.
La autocracia verde olivo, con las arcas públicas en números rojos, no ha hecho ni hace nada. Por el contrario, en el invierno de 2015 comenzó a cobrar 400 pesos por el ingreso a un asilo estatal. Según la prensa oficial, el Estado iba a destinar una suma millonaria para remozar los desvencijados asilos y casas de los abuelos. Pero 10 meses después, las condiciones en estos sitios poco han cambiado.
La Iglesia Católica administra una veintena de asilos a lo largo de todo el país. Allí los ancianos están limpios, hacen dos comidas calientes al día y son atendidos por esforzadas monjas. Para ingresar en ellos hay que dar una propiedad a cambio o tener antecedentes como católico practicante.
Fuera de los hospicios estatales, la vida no es mucho mejor para los ancianos. La pensión promedio de un jubilado en Cuba ronda los 10 dólares mensuales. Son los grandes perdedores de las tímidas reformas económicas emprendidas por el Gobierno de Raúl Castro.
Si usted camina por La Habana, verá cientos de ancianos vendiendo cigarrillos sueltos, periódicos o jabas de nailon. En zonas turísticas, infinidad de mujeres y hombres de la tercera edad piden dinero a los extranjeros.
En 2014, Marino Murillo, el obeso zar de la economía cubana, describía el sombrío panorama: "En las próximas décadas Cuba presentará una tendencia al decrecimiento poblacional con un envejecimiento continuo de su población, una disminución de los nacimientos y un incremento de las defunciones". Y agregó "que de no revertirse esas tendencias, en el entorno del 2025 al 2027, morirán más personas que las que nacen, con disminuciones de la población total y en todos los grupos de edades, a excepción del de 60 años o más".
Debido a la menor tasa de natalidad y a un permanente flujo de emigrados –particularmente de adultos jóvenes–, la población cubana se redujo de 11.2 a 11.1 millones en la última década, según el último censo de 2012. Cuba tiene ahora 2.4 millones de personas mayores de 60 años, el 18.3% de la población, pero aumentará al 35.2% hacia 2045, lo que implica grandes desafíos en la esfera económica y en la salud pública.
Los factores que estimulan el envejecimiento son los bajos niveles de fecundidad, el incremento de la esperanza de vida y la emigración. En lo que va del año 2015, más de 55.000 cubanos se han ido legal o ilegalmente de su patria.
A Demetrio Santana no le interesan esas estadísticas. Cuando cae la noche, luego de cenar caldo de chícharos, arroz blanco y una croqueta de pollo, en un pequeño radio portátil sintoniza un juego de pelota de la Serie Nacional. Antes de que concluya el partido va a la cama. Su deseo es no tener que despertar.
Iván García Quintero