Un viaje por el socialismo real (I)
Se recopilan en un libro los artículos en los que el futuro premio Nobel de Literatura cuenta
el recorrido que realizó por varios países de la órbita soviética, cuando era corresponsal de prensa en Europa
La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de
palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías.
Después de haber permanecido tres meses dentro de ella me doy cuenta de
que era una falta de sentido común esperar que la cortina de hierro fuera
realmente una cortina de hierro. Pero doce años de propaganda tienen más
fuerza de convicción que todo un sistema filosófico.
Gabriel García Márquez
“No podíamos entender. Aquello era como haber ido al cine por matar el tiempo y haberse encontrado con una película de locos, sin pies ni cabeza, con un argumento hecho exclusivamente para desconcertar. Porque es por lo menos desconcertante que en el mundo nuevo, en pleno centro de la revolución, todas las cosas parezcan anticuadas, revenidas, decrépitas”.
Esa fue la impresión que tuvo Gabriel García Márquez tras la visita que realizó a la República Democrática Alemana, en el verano de 1957. En buena medida, eso mismo fue lo que pensó después, cuando continuó su recorrido por Polonia, Checoslovaquia y la antigua Unión Soviética. Las experiencias que entonces vivió fueron contadas por él en varios artículos. Primero lo hizo en la revista venezolana Momento, para la cual escribió “Yo visité Hungría” y las dos partes de “Yo estuve en Rusia” (15, 22 y 29 de noviembre de 1958). Posteriormente dio a conocer una versión más extensa en la revista colombiana Cromos. Allí, entre el 27 de julio y el 28 de septiembre de 1959, apareció en diez entregas la serie “90 días en la Cortina de Hierro”. Cuando era ya un novelista famoso, esos textos fueron recopilados por Ediciones Macondo en un libro: De viaje por los países socialistas: 90 días en la “Cortina de Hierro” (1978). Un par de años después lo editó Oveja Negra. Y el mes pasado llegó por primera vez a las librerías de España, bajo el título de De viaje por Europa del Este (Literatura Random House, 2015, 160 páginas).
Aunque he consultado algunas fuentes adicionales, no he podido precisar las fechas exactas y el orden cronológico en el que García Márquez visitó esos países. La información que dan Gerald Martin, uno de sus biógrafos, Jacques Gilard, compilador y estudioso de su obra periodística, y el propio escritor no siempre coinciden. Respecto a la serie, Gilard sostiene que su organización general inventa una cronología que no existió. Los artículos parten de experiencia fragmentadas correspondientes a 1955, junio de 1957 y julio-agosto de 1957. Asimismo quienes lean De viaje por Europa del Este deben tomar en cuenta que los dos personajes que según García Márquez lo acompañaron durante parte de su recorrido son ficticios. El italiano Franco y Jacqueline, la francesa de origen indochino, son en realidad su amigo y compatriota Plinio Apuleyo Mendoza y su hermana Soledad. En esos años, en Colombia existían severas restricciones para viajar a los países del Este y si revelaba sus nombres, los exponía a que fueran castigados.
El primer país visitado por él debió ser Polonia. La deducción responde a que no hace ni una sola referencia al proceso de desestalinización iniciado en 1956, tras la denuncia hecha por Nikita Jrushov. El aspecto general que tiene es de una profunda pobreza, aunque anota que sus habitantes tratan de seguir vivos con una cierta nobleza. “Están remendados, pero no rotos. Dentro de sus ropas viejas y sus zapatos gastados los polacos conservan una dignidad que infunde respeto”.
En Varsovia, observa, hay muy pocos automóviles. “Cuando no pasan los antiguos tranvías reformados, cojeando por el exceso de pasajeros, la ancha y arbolada avenida Marszalkowa pertenece por entero a los peatones”. Asimismo escribe que “una muchedumbre densa, desarrapada, triste, se deslizaba sin rumbo por las calles escuetas… había grupos atónitos que pasaban horas enteras contemplando las vitrinas de los almacenes del Estado, donde se vendían cosas nuevas que parecían viejas, pero que en todo caso no se podían comprar por sus precios irreales”.
Desde el primer momento se da cuenta de que la vida de los polacos es dura y que han sufrido mucho con las grandes catástrofes. El comercio es pobre, “salvo las librerías que son los establecimientos más modernos, más lujosos, limpios y concurridos. Varsovia está llena de libros y sus precios son escandalosamente bajos (…) Los polacos leen libros, revistas, folletos de propaganda oficial, con una abstracción que tiene algo de religión”. Junto con Checoslovaquia, Polonia le pareció el único país socialista que tiene los ojos vueltos hacia Occidente.
A los polacos no se les puede hablar de los rusos
Le llamó la atención la impopularidad de los gobernantes, sobre todo entre los jóvenes. La universidad, apunta, es un barril de pólvora que con una chispa mínima estallaría en cualquier momento. Comenta también que a los polacos no se les puede hablar de los rusos, porque se desatan en improperios. Finalmente, su impresión general fue que Polonia estaba muy lejos del socialismo idealizado por él cuando era estudiante. En lugar de eso, halló una realidad cruda y amarga.
Acerca de su estancia en Praga, García Márquez expresa: “No encontramos un grueso indicio que nos permitiera pensar que no estábamos en una ciudad de Europa occidental. Hay un orden natural, espontáneo, sin policías armados. Es el único país socialista donde la gente no parece sufrir de tensión nerviosa y donde uno no tiene la impresión —falsa o cierta— de estar controlado por la policía secreta”. Observa que los checos visten bien y además se preocupan por ello. Señala que vio mujeres tan bien vestidas como las de París. Lo único que llama la atención en un extranjero son los blue jeans: “La gente se detenía a reírse francamente, a preguntarnos de qué planeta nos habíamos descolgado, a causa de los blue jeans”.
Su viaje a Hungría fue muy importante desde el punto de vista periodístico, pues diez meses antes el país había sido invadido por las tropas soviéticas. De hecho, afirma que el grupo de dieciocho observadores del cual formaba parte era el primero que llegaba a ese país tras los sucesos de 1956. Su estancia fue aprobada por influencias del comité preparatorio del VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que se iba a celebrar en el verano de ese año en Moscú. Las autoridades húngaras les prepararon un programa de dos semanas que incluía visitas a museos, almuerzos con organizaciones juveniles, espectáculos deportivos y una semana de reposo en el lago Balatón.
Al llegar a la desierta estación de trenes de Budapest, apunta que los esperaba “un grupo de hombres aturdidos, enérgicos, que nos escoltó durante 15 días e hizo todo lo posible para impedir que nos formuláramos una idea concreta de la situación”. Y añade: “Dos detalles me llamaron la atención: el número de nuestros acompañantes —once, para una delegación tan reducida— y el hecho de que todos se hubieran presentado como intérpretes a pesar de que la mayoría no hablaba sino el húngaro”.
Los hospedaron en el Hotel Libertad, uno de los mejores de Budapest. En la comida de recibimiento se sumaron siete intérpretes más. Ahora había uno para cada observador. Tras darles la bienvenida, les recomendaron no salir a la calle, llevar siempre el pasaporte, no hablar con desconocidos, restituir la llave en la recepción cuando abandonasen el hotel y recordar que la ciudad está en régimen marcial y, por tanto, está prohibido tomar fotos. Asimismo García Márquez anota: “En el momento de acostarme me di cuenta de que las paredes interiores de mi pieza mostraban todavía impactos de proyectiles. No pude dormir estremecido por la idea de que aquel cuarto forrado en colgaduras amarillentas, con muebles antiguos y un fuerte olor a desinfectante, había sido una barricada en octubre”.
Al día siguiente, se dispuso a burlar la vigilancia de los intérpretes. En lugar de usar el ascensor, bajó por las escaleras y salió. Apenas había dado un par de pasos, cuando alguien le puso una mano en el hombro. Era uno de los intérpretes, que de una manera cordial pero sin soltarle el brazo, lo condujo de nuevo al interior. Aparte de él, el único periodista del grupo era un belga llamado Maurice Mayer. A las diez de la mañana de ese mismo día como estaba previsto, este bajó y en el comedor abrazó, con una efusión exagerada, a cada uno de los intérpretes. Luego, le dijo secretamente a García Márquez: “Se me había ocurrido desde anoche. Todos estos bárbaros están armados”.
Cuenta que al quinto día la situación se había vuelto insostenible. Después de almorzar, pidió la llave, dijo que estaba muy cansado y que pensaba dormir toda la tarde. Subió por el ascensor e inmediatamente bajó por las escaleras. Una vez en la calle, tomó un tranvía. “La multitud apretujada dentro del vehículo me miró como a un emigrante de otro planeta, pero no había curiosidad ni asombro en su mirada, sino un hermetismo desconfiado”. Se sentó junto a una anciana. Le habló en inglés, luego en francés, pero ella ni lo miró. La anciana se bajó en la próxima parada, y él se quedó con la impresión de que no era ahí donde tenía que apearse.
Budapest le pareció una ciudad provisional casi un año después del levantamiento: “La multitud mal vestida, triste y concentrada, hace colas interminables para comprar los artículos de primera necesidad. Los almacenes que fueron destruidos y saqueados están aún en reconstrucción”. Asimismo escribe que la desconfianza y el miedo aparecen en todas partes, tanto en la población como en el gobierno. Muchos húngaros vivieron en el extranjero hasta 1948 y hablan todos los idiomas del mundo. Pero “es difícil que hablen con los extranjeros. Ellos piensan que en esta época no puede haber en Budapest un extranjero que no sea invitado oficial, y por eso no se atreven a conversar con él”.
Un puro y simple asesinato político
Una noche, al regresar con Maurice Mayer se encontraron a dos falsos intérpretes en el vestíbulo del hotel acompañados de un intérprete verdadero. El belga les contó la charla que habían tenido con unas prostitutas (supuestamente, la prostitución estaba prohibida en Hungría). García Márquez también puso algo de su parte. Y comenta que los tres hombres dejaron de parecerles asustados para parecerles tristes. Asimismo al día siguiente no volvieron más. Sus colegas además se humanizaron y a partir de ese momento los dos periodistas pudieron moverse con total libertad. Por otro lado, el gobierno constituyó una comisión oficial, con dos miembros del Comité Central del Partido Comunista, para atender a los visitantes. Hablaron con ellos durante once horas y discutieron la situación del país. En opinión de García Márquez, les dieron una versión franca pero atenuada.
Asistieron además a una concentración por el aniversario de la constitución socialista. Se realizó en Ujpest, una importante región agrícola que desempeñó un papel significativo en los acontecimientos de 1956. Habló Janos Kadar, a quien describe así: “Su modestia natural, su absoluta falta de apetito oficial, su aspecto de hombre que va los domingos al jardín zoológico a tirar cacahuetes a los elefantes, son simplemente estremecedores”. Busca excusas para justificarlo y tras su estancia, concluyó que, en otras circunstancias, Kadar hubiera sido el hombre de Hungría. En su biografía, Gerald Martin comenta que no fue esa la única oportunidad que el escritor se obnubiló ante un dirigente poderoso.
“Yo visité Hungría” no fue incluido por él en la serie publicada en Cromos. Tampoco “Nagy: ¿héroe o traidor?”, un artículo que apareció en la revista Elite (junio 28 de 1958). Ese texto puede leerse como un epílogo aportado por la noticia de la muerte del dirigente húngaro. Allí García Márquez sostiene que “al actual régimen de Hungría, férreo e impopular, no habría podido ocurrírsele un acto más impopular que la ejecución de Nagy”. Su estancia en aquel país le permitió llegar a la conclusión de que estaba dividido “entre un gobierno detestado por el pueblo, sostenido por las armas soviéticas, y un pueblo que confiaba en el retorno de Nagy”. Su visión de Kadar ya no es la misma, y finaliza diciendo que “la ejecución de Imre Nagy, más que un acto de justicia, es un puro y simple asesinato político”.
De todos esos países, del que tiene la peor opinión es Alemania Oriental. Eso comenzó ya desde la frontera: el control de pasaportes llevó varias horas, tiempo durante el cual él, Franco y Jacqueline tuvieron que pasar por varios filtros. Al llegar al último, cuenta: “No puedo precisar cuánto tiempo permanecimos en este cuarto. Uno tras otro tuvimos que responder a la misma encuesta formulada en alemán por el funcionario más torpe que recuerde en mi vida. Al principio fue brutal. Yo tenía la impresión de que pensaba en un alemán blindado contra el cual rebotaban las palabras inglesas, francesas, italianas, españolas, e incluso los gestos más expresivos. Aquel diálogo de locos lo exasperó. Se sublevó contra él y luego contra su propia ineficacia cuando tuvo que romper tres veces las visas estropeadas por los borrones y las enmiendas”.
Cuando finalmente terminaron el via crucis, llegaron a una estación de gasolina para llenar el tanque del auto en el que viajaban. Había cerca un restaurante y decidieron aprovechar para desayunar. Acerca de ello, García Márquez recuerda: “Nunca olvidaré la entrada en ese restaurante. Fue como darme de bruces contra una realidad para la cual yo no estaba preparado (…) Yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo”. Un rato después, cuando estaban en el auto, anota que “Jacqueline hizo el único comentario que yo consideraba justo en ese instante: —Pobre gente”.
A medida que penetraron en Berlín Oriental, comprendió que más que una diferencia de sistemas, hay dos mentalidades opuestas en cada lado de la puerta de Brandeburgo. Y apunta que “el mérito de esa ciudad sombría es que ella sí corresponde a la realidad económica del país”. La excepción es la avenida Stalin, que define como un colosal mamarracho que es la réplica al empuje del Berlín Occidental. La califica de “aplastante, tanto por las dimensiones como por el mal gusto. Una indigestión de todos los estilos que corresponde al criterio arquitectónico de Moscú”. En ella hay cines, restaurantes, cabarets, teatros al alcance de todos. Pero “cada uno de ellos es un despilfarro de cursilería: muebles forrados en peluche violeta, alfombras verdes con bordes dorados, y sobre todo, espejos y mármoles por todos lados, hasta en los servicios sanitarios”.
También allí encontró el que era un mal endémico en los países del Este. “El servicio es lento y hay que hacer colas de media hora para comprar el pan, los billetes del tren o las entradas a un cine. Nosotros necesitamos dos horas, en un jardín de diversión donde había que abrirse paso con los codos por entre los enamorados y los viejos matrimonios con sus hijos, para comprar una limonada. Una organización como esa, férrea, pero ineficaz, es lo más parecido a la anarquía”.
En Leipzig pudieron charlar con los estudiantes universitarios. Un apreciable número de ellos considera que en Alemania Oriental no hay socialismo. No es una dictadura del proletariado, “sino un grupo comunista que ha tratado de seguir al pie de la letra las experiencias soviéticas, sin tener en cuenta las circunstancias especiales del país”. En un club, un camarero que había estado prisionero en un campo de concentración nazi le confesó: “En el campo comía mal, pero era más feliz que aquí”. Para García Márquez y sus dos amigos, “era incomprensible que el pueblo de Alemania Oriental se hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones, y sin embargo fuera un pueblo triste, el pueblo más triste que yo había visto jamás”.