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Respuesta  Mensaje 1 de 3 en el tema 
De: BuscandoLibertad  (Mensaje original) Enviado: 19/12/2015 15:16
Un viaje por el socialismo real (I)
Se recopilan en un libro los artículos en los que el futuro premio Nobel de Literatura cuenta
el recorrido que realizó por varios países de la órbita soviética, cuando era corresponsal de prensa en Europa
 
socialismo.jpg (400×264)
 
La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de
palo pintada de rojo y blanco como los anuncios de las peluquerías.
Después de haber permanecido tres meses dentro de ella me doy cuenta de
que era una falta de sentido común esperar que la cortina de hierro fuera
realmente una cortina de hierro. Pero doce años de propaganda tienen más
fuerza de convicción que todo un sistema filosófico.
Gabriel García Márquez
                                                           Carlos Espinosa Domínguez |  Cuba Encuentro
“No podíamos entender. Aquello era como haber ido al cine por matar el tiempo y haberse encontrado con una película de locos, sin pies ni cabeza, con un argumento hecho exclusivamente para desconcertar. Porque es por lo menos desconcertante que en el mundo nuevo, en pleno centro de la revolución, todas las cosas parezcan anticuadas, revenidas, decrépitas”.
  
Esa fue la impresión que tuvo Gabriel García Márquez tras la visita que realizó a la República Democrática Alemana, en el verano de 1957. En buena medida, eso mismo fue lo que pensó después, cuando continuó su recorrido por Polonia, Checoslovaquia y la antigua Unión Soviética. Las experiencias que entonces vivió fueron contadas por él en varios artículos. Primero lo hizo en la revista venezolana Momento, para la cual escribió “Yo visité Hungría” y las dos partes de “Yo estuve en Rusia” (15, 22 y 29 de noviembre de 1958). Posteriormente dio a conocer una versión más extensa en la revista colombiana Cromos. Allí, entre el 27 de julio y el 28 de septiembre de 1959, apareció en diez entregas la serie “90 días en la Cortina de Hierro”. Cuando era ya un novelista famoso, esos textos fueron recopilados por Ediciones Macondo en un libro: De viaje por los países socialistas: 90 días en la “Cortina de Hierro” (1978). Un par de años después lo editó Oveja Negra. Y el mes pasado llegó por primera vez a las librerías de España, bajo el título de De viaje por Europa del Este (Literatura Random House, 2015, 160 páginas).
 
Aunque he consultado algunas fuentes adicionales, no he podido precisar las fechas exactas y el orden cronológico en el que García Márquez visitó esos países. La información que dan Gerald Martin, uno de sus biógrafos, Jacques Gilard, compilador y estudioso de su obra periodística, y el propio escritor no siempre coinciden. Respecto a la serie, Gilard sostiene que su organización general inventa una cronología que no existió. Los artículos parten de experiencia fragmentadas correspondientes a 1955, junio de 1957 y julio-agosto de 1957. Asimismo quienes lean De viaje por Europa del Este deben tomar en cuenta que los dos personajes que según García Márquez lo acompañaron durante parte de su recorrido son ficticios. El italiano Franco y Jacqueline, la francesa de origen indochino, son en realidad su amigo y compatriota Plinio Apuleyo Mendoza y su hermana Soledad. En esos años, en Colombia existían severas restricciones para viajar a los países del Este y si revelaba sus nombres, los exponía a que fueran castigados.
 
El primer país visitado por él debió ser Polonia. La deducción responde a que no hace ni una sola referencia al proceso de desestalinización iniciado en 1956, tras la denuncia hecha por Nikita Jrushov. El aspecto general que tiene es de una profunda pobreza, aunque anota que sus habitantes tratan de seguir vivos con una cierta nobleza. “Están remendados, pero no rotos. Dentro de sus ropas viejas y sus zapatos gastados los polacos conservan una dignidad que infunde respeto”.
 
En Varsovia, observa, hay muy pocos automóviles. “Cuando no pasan los antiguos tranvías reformados, cojeando por el exceso de pasajeros, la ancha y arbolada avenida Marszalkowa pertenece por entero a los peatones”. Asimismo escribe que “una muchedumbre densa, desarrapada, triste, se deslizaba sin rumbo por las calles escuetas… había grupos atónitos que pasaban horas enteras contemplando las vitrinas de los almacenes del Estado, donde se vendían cosas nuevas que parecían viejas, pero que en todo caso no se podían comprar por sus precios irreales”.
 
Desde el primer momento se da cuenta de que la vida de los polacos es dura y que han sufrido mucho con las grandes catástrofes. El comercio es pobre, “salvo las librerías que son los establecimientos más modernos, más lujosos, limpios y concurridos. Varsovia está llena de libros y sus precios son escandalosamente bajos (…) Los polacos leen libros, revistas, folletos de propaganda oficial, con una abstracción que tiene algo de religión”. Junto con Checoslovaquia, Polonia le pareció el único país socialista que tiene los ojos vueltos hacia Occidente.
 
A los polacos no se les puede hablar de los rusos
Le llamó la atención la impopularidad de los gobernantes, sobre todo entre los jóvenes. La universidad, apunta, es un barril de pólvora que con una chispa mínima estallaría en cualquier momento. Comenta también que a los polacos no se les puede hablar de los rusos, porque se desatan en improperios. Finalmente, su impresión general fue que Polonia estaba muy lejos del socialismo idealizado por él cuando era estudiante. En lugar de eso, halló una realidad cruda y amarga.
 
Acerca de su estancia en Praga, García Márquez expresa: “No encontramos un grueso indicio que nos permitiera pensar que no estábamos en una ciudad de Europa occidental. Hay un orden natural, espontáneo, sin policías armados. Es el único país socialista donde la gente no parece sufrir de tensión nerviosa y donde uno no tiene la impresión —falsa o cierta— de estar controlado por la policía secreta”. Observa que los checos visten bien y además se preocupan por ello. Señala que vio mujeres tan bien vestidas como las de París. Lo único que llama la atención en un extranjero son los blue jeans: “La gente se detenía a reírse francamente, a preguntarnos de qué planeta nos habíamos descolgado, a causa de los blue jeans”.
 
Su viaje a Hungría fue muy importante desde el punto de vista periodístico, pues diez meses antes el país había sido invadido por las tropas soviéticas. De hecho, afirma que el grupo de dieciocho observadores del cual formaba parte era el primero que llegaba a ese país tras los sucesos de 1956. Su estancia fue aprobada por influencias del comité preparatorio del VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, que se iba a celebrar en el verano de ese año en Moscú. Las autoridades húngaras les prepararon un programa de dos semanas que incluía visitas a museos, almuerzos con organizaciones juveniles, espectáculos deportivos y una semana de reposo en el lago Balatón.
 
Al llegar a la desierta estación de trenes de Budapest, apunta que los esperaba “un grupo de hombres aturdidos, enérgicos, que nos escoltó durante 15 días e hizo todo lo posible para impedir que nos formuláramos una idea concreta de la situación”. Y añade: “Dos detalles me llamaron la atención: el número de nuestros acompañantes —once, para una delegación tan reducida— y el hecho de que todos se hubieran presentado como intérpretes a pesar de que la mayoría no hablaba sino el húngaro”.
 
Los hospedaron en el Hotel Libertad, uno de los mejores de Budapest. En la comida de recibimiento se sumaron siete intérpretes más. Ahora había uno para cada observador. Tras darles la bienvenida, les recomendaron no salir a la calle, llevar siempre el pasaporte, no hablar con desconocidos, restituir la llave en la recepción cuando abandonasen el hotel y recordar que la ciudad está en régimen marcial y, por tanto, está prohibido tomar fotos. Asimismo García Márquez anota: “En el momento de acostarme me di cuenta de que las paredes interiores de mi pieza mostraban todavía impactos de proyectiles. No pude dormir estremecido por la idea de que aquel cuarto forrado en colgaduras amarillentas, con muebles antiguos y un fuerte olor a desinfectante, había sido una barricada en octubre”.
 
Al día siguiente, se dispuso a burlar la vigilancia de los intérpretes. En lugar de usar el ascensor, bajó por las escaleras y salió. Apenas había dado un par de pasos, cuando alguien le puso una mano en el hombro. Era uno de los intérpretes, que de una manera cordial pero sin soltarle el brazo, lo condujo de nuevo al interior. Aparte de él, el único periodista del grupo era un belga llamado Maurice Mayer. A las diez de la mañana de ese mismo día como estaba previsto, este bajó y en el comedor abrazó, con una efusión exagerada, a cada uno de los intérpretes. Luego, le dijo secretamente a García Márquez: “Se me había ocurrido desde anoche. Todos estos bárbaros están armados”.
 
Cuenta que al quinto día la situación se había vuelto insostenible. Después de almorzar, pidió la llave, dijo que estaba muy cansado y que pensaba dormir toda la tarde. Subió por el ascensor e inmediatamente bajó por las escaleras. Una vez en la calle, tomó un tranvía. “La multitud apretujada dentro del vehículo me miró como a un emigrante de otro planeta, pero no había curiosidad ni asombro en su mirada, sino un hermetismo desconfiado”. Se sentó junto a una anciana. Le habló en inglés, luego en francés, pero ella ni lo miró. La anciana se bajó en la próxima parada, y él se quedó con la impresión de que no era ahí donde tenía que apearse.
 
Budapest le pareció una ciudad provisional casi un año después del levantamiento: “La multitud mal vestida, triste y concentrada, hace colas interminables para comprar los artículos de primera necesidad. Los almacenes que fueron destruidos y saqueados están aún en reconstrucción”. Asimismo escribe que la desconfianza y el miedo aparecen en todas partes, tanto en la población como en el gobierno. Muchos húngaros vivieron en el extranjero hasta 1948 y hablan todos los idiomas del mundo. Pero “es difícil que hablen con los extranjeros. Ellos piensan que en esta época no puede haber en Budapest un extranjero que no sea invitado oficial, y por eso no se atreven a conversar con él”.
 
Un puro y simple asesinato político
Una noche, al regresar con Maurice Mayer se encontraron a dos falsos intérpretes en el vestíbulo del hotel acompañados de un intérprete verdadero. El belga les contó la charla que habían tenido con unas prostitutas (supuestamente, la prostitución estaba prohibida en Hungría). García Márquez también puso algo de su parte. Y comenta que los tres hombres dejaron de parecerles asustados para parecerles tristes. Asimismo al día siguiente no volvieron más. Sus colegas además se humanizaron y a partir de ese momento los dos periodistas pudieron moverse con total libertad. Por otro lado, el gobierno constituyó una comisión oficial, con dos miembros del Comité Central del Partido Comunista, para atender a los visitantes. Hablaron con ellos durante once horas y discutieron la situación del país. En opinión de García Márquez, les dieron una versión franca pero atenuada.
 
Asistieron además a una concentración por el aniversario de la constitución socialista. Se realizó en Ujpest, una importante región agrícola que desempeñó un papel significativo en los acontecimientos de 1956. Habló Janos Kadar, a quien describe así: “Su modestia natural, su absoluta falta de apetito oficial, su aspecto de hombre que va los domingos al jardín zoológico a tirar cacahuetes a los elefantes, son simplemente estremecedores”. Busca excusas para justificarlo y tras su estancia, concluyó que, en otras circunstancias, Kadar hubiera sido el hombre de Hungría. En su biografía, Gerald Martin comenta que no fue esa la única oportunidad que el escritor se obnubiló ante un dirigente poderoso.
 
“Yo visité Hungría” no fue incluido por él en la serie publicada en Cromos. Tampoco “Nagy: ¿héroe o traidor?”, un artículo que apareció en la revista Elite (junio 28 de 1958). Ese texto puede leerse como un epílogo aportado por la noticia de la muerte del dirigente húngaro. Allí García Márquez sostiene que “al actual régimen de Hungría, férreo e impopular, no habría podido ocurrírsele un acto más impopular que la ejecución de Nagy”. Su estancia en aquel país le permitió llegar a la conclusión de que estaba dividido “entre un gobierno detestado por el pueblo, sostenido por las armas soviéticas, y un pueblo que confiaba en el retorno de Nagy”. Su visión de Kadar ya no es la misma, y finaliza diciendo que “la ejecución de Imre Nagy, más que un acto de justicia, es un puro y simple asesinato político”.
 
De todos esos países, del que tiene la peor opinión es Alemania Oriental. Eso comenzó ya desde la frontera: el control de pasaportes llevó varias horas, tiempo durante el cual él, Franco y Jacqueline tuvieron que pasar por varios filtros. Al llegar al último, cuenta: “No puedo precisar cuánto tiempo permanecimos en este cuarto. Uno tras otro tuvimos que responder a la misma encuesta formulada en alemán por el funcionario más torpe que recuerde en mi vida. Al principio fue brutal. Yo tenía la impresión de que pensaba en un alemán blindado contra el cual rebotaban las palabras inglesas, francesas, italianas, españolas, e incluso los gestos más expresivos. Aquel diálogo de locos lo exasperó. Se sublevó contra él y luego contra su propia ineficacia cuando tuvo que romper tres veces las visas estropeadas por los borrones y las enmiendas”.
 
Cuando finalmente terminaron el via crucis, llegaron a una estación de gasolina para llenar el tanque del auto en el que viajaban. Había cerca un restaurante y decidieron aprovechar para desayunar. Acerca de ello, García Márquez recuerda: “Nunca olvidaré la entrada en ese restaurante. Fue como darme de bruces contra una realidad para la cual yo no estaba preparado (…) Yo nunca había visto tanto patetismo concentrado en el acto más simple de la vida cotidiana, el desayuno. Un centenar de hombres y mujeres de rostros afligidos, desarrapados, comiendo en abundancia papas y carne y huevos fritos entre un sordo rumor humano y en un salón lleno de humo”. Un rato después, cuando estaban en el auto, anota que “Jacqueline hizo el único comentario que yo consideraba justo en ese instante: —Pobre gente”.
 
A medida que penetraron en Berlín Oriental, comprendió que más que una diferencia de sistemas, hay dos mentalidades opuestas en cada lado de la puerta de Brandeburgo. Y apunta que “el mérito de esa ciudad sombría es que ella sí corresponde a la realidad económica del país”. La excepción es la avenida Stalin, que define como un colosal mamarracho que es la réplica al empuje del Berlín Occidental. La califica de “aplastante, tanto por las dimensiones como por el mal gusto. Una indigestión de todos los estilos que corresponde al criterio arquitectónico de Moscú”. En ella hay cines, restaurantes, cabarets, teatros al alcance de todos. Pero “cada uno de ellos es un despilfarro de cursilería: muebles forrados en peluche violeta, alfombras verdes con bordes dorados, y sobre todo, espejos y mármoles por todos lados, hasta en los servicios sanitarios”.
 
También allí encontró el que era un mal endémico en los países del Este. “El servicio es lento y hay que hacer colas de media hora para comprar el pan, los billetes del tren o las entradas a un cine. Nosotros necesitamos dos horas, en un jardín de diversión donde había que abrirse paso con los codos por entre los enamorados y los viejos matrimonios con sus hijos, para comprar una limonada. Una organización como esa, férrea, pero ineficaz, es lo más parecido a la anarquía”.
 
En Leipzig pudieron charlar con los estudiantes universitarios. Un apreciable número de ellos considera que en Alemania Oriental no hay socialismo. No es una dictadura del proletariado, “sino un grupo comunista que ha tratado de seguir al pie de la letra las experiencias soviéticas, sin tener en cuenta las circunstancias especiales del país”. En un club, un camarero que había estado prisionero en un campo de concentración nazi le confesó: “En el campo comía mal, pero era más feliz que aquí”. Para García Márquez y sus dos amigos, “era incomprensible que el pueblo de Alemania Oriental se hubiera tomado el poder, los medios de producción, el comercio, la banca, las comunicaciones, y sin embargo fuera un pueblo triste, el pueblo más triste que yo había visto jamás”.
                                                        Tomado de  Cuba Encuentro


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Respuesta  Mensaje 2 de 3 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 26/12/2015 17:36
Un viaje por el socialismo real (II)
Tras su estancia en Moscú, la impresión general del escritor colombiano fue que aquel era un
régimen kafkiano, una interminable y absurda burocracia que el pueblo parecía aceptar con miedo y resignación

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Imagen de Moscú en los años 50.
                              Por Carlos Espinosa Domínguez  |  Misisipi | Cuba Encuentro
García Márquez cuenta que en cuatro ocasiones llenó la planilla para viajar a la Unión Soviética como enviado especial de una agencia de prensa. En la embajada soviética de Roma le prometieron responderle por correo, pero nunca lo hicieron. En París fueron más breves y explícitos: sin una invitación de un organismo soviético era inútil que solicitara la visa.

En el verano de 1957 pudo por fin viajar a aquel país. La oportunidad se la dio la celebración en Moscú del VI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes. Era la primera vez que se iba a celebrar allí un evento como ese. La Unión Soviética había estado desconectada del mundo durante cuarenta años. Como después él constató, “la gente tenía deseos de ver, de tocar un extranjero para saber que estaba hecho de carne y hueso. Nosotros encontramos muchos soviéticos que no habían visto un extranjero en su vida”.

Tomó un tren que atravesó los infinitos trigales y las aldeas de Ucrania. En total, el viaje hasta Moscú duró cuarenta horas. Apunta que “las aldeas parecían alegres y limpias, pero las casas dispersas en el campo, con sus molinos de agua, sus carretas volcadas en el corral con gallinas y cerdos —de acuerdo con la literatura clásica— eran pobres y tristes, con paredes de barro y techo de paja”. Algo que le sorprende gratamente es la calidad de los trenes. Comenta que es comprensible que sean hoteles ambulantes, dada la inmensidad del territorio de la Unión Soviética, y escribe: “Son los vagones más confortables de Europa. Cada compartimiento es un camarote íntimo con dos camas, un receptor de radio con un solo botón, una lámpara y un florero sobre la mesita de noche. Hay una sola clase. La mala calidad de las maletas, los bultos con cacharros y víveres, la ropa y el aspecto mismo de pobreza de la gente contrastaban de una manera notable con el lujo y la escrupulosa limpieza de los vagones. Los militares en viaje con sus familias, se quitaron las botas y la guerrera y andaban por los corredores en camisilla y pantuflas”.

En Kiev les hicieron una recepción tumultuosa, con himnos, flores y banderas. Los delegados al festival preguntaron dónde podían comprar una limonada y de todas partes les cayeron limonadas, cigarrillos, chocolates, insignias del festival, libretas de autógrafos. El entusiasmo y el calor con que fueron recibidos no daban señales de agotamiento. “Había que ser muy discreto para que los soviéticos no se quedaran sin nada a fuerza de hacer regalos. Lo regalaban todo. Cosas de valor o cosas inservibles”. Narra una anécdota que ilustra la generosidad y el desprendimiento de la gente:

“Yo conocí a un delegado alemán que en una estación de Ucrania elogió una bicicleta rusa. Las bicicletas son muy escasas y costosas en la Unión Soviética. La propietaria de la bicicleta elogiada —una muchacha— le dijo al alemán que se la regalaba. Él se opuso. Cuando el tren arrancaba, la muchacha ayudada por la multitud tiró la bicicleta dentro del vagón e involuntariamente le rompió la cabeza al delegado. En Moscú había un espectáculo que se volvió famoso en el festival: un alemán con la cabeza vendada paseando en bicicleta por la ciudad”. Acerca de esa desmedida generosidad multitudinaria, García Márquez apunta que no cree que obedeciese a una orden para impresionar a los delegados. Pero en el caso improbable de que así hubiera sido, dice que el gobierno soviético debe estar orgulloso de la disciplina y la lealtad de su pueblo.

Antes del festival no sabían que estaban mal vestidos
Su primera impresión de Moscú, “la aldea más grande del mundo”, es que no está hecha a medida humana. “Es agotadora, apabullante, sin árboles. Los edificios son las mismas casitas de los pueblos de Ucrania aumentadas a tamaños heroicos”. En ese paisaje urbano, no faltan los detalles folclóricos: “En pleno centro se encuentran patios de provincia con ropa colgada a secar en alambres y mujeres que dan de mamar a sus hijos”. El tránsito le parece abigarrado y alucinante. Los autos son de colores neutros, están copiados de los modelos norteamericanos de la postguerra, y los soviéticos los conducen como si fueran carreras de caballos. Eso debe venir, anota, de la tradición de la troika.

Entre los moscovitas halló las mismas muestras de cariño y desprendimiento: “Uno se detenía a comprar un helado y tenía que comerse veinte, con galletas y bombones. Era imposible pagar una cuenta en un establecimiento público: ya habían pagado los vecinos de mesa”. Notó que la desaparición de las clases es una evidencia impresionante. La gente “es toda igual, en el mismo nivel, vestida con ropa vieja y mal cortada, con zapatos de pacotilla. No se apresuran ni se atropellan y parecen tomarse todo su tiempo para vivir. Es la misma multitud bobalicona, buenota y saludable de las aldeas, pero aumentada a cantidad colosal”. Asegura que antes del festival no sabían que estaban mal vestidos. Cuando se les hablaba de eso, no encontraban a tiempo las explicaciones. Tenían además una resistencia sospechosa cuando él les insistía ir a sus casas. Y agrega: “Creen que viven muy bien y en realidad viven muy mal”.

A Moscú llegaron 92 mil personas, entre extranjeros y turistas. Pero pese a ello, los trenes no sufrieron demoras ni contratiempos. Tampoco hubo problemas de abastecimiento, servicios médicos, transportes urbanos y espectáculos. Los delegados podían viajar gratis con su credencial en cualquier vehículo del transporte público. Confiesa que cuando se incorporaba al gigantesco mecanismo del festival, veía una Unión Soviética en su ambiente: emocionante y colosal. Pero cuando andaba solo, halló una Unión Soviética atascada en minúsculos problemas burocráticos, aturdida, perpleja, con un terrible complejo de inferioridad frente a Estados Unidos.

De su trato con la gente dedujo que tenían la intención deliberada de que los visitantes se llevasen un recuerdo grato del país. Es, afirma, un pueblo desesperado por tener amigos. Asimismo de los soviéticos opina que son un poco histéricos cuando expresan sus sentimientos, pero en cambio son extraordinariamente cautelosos y discretos cuando hablan de política. “En ese terreno es inútil conversar con ellos para encontrar algo nuevo: las respuestas están publicadas. No hacen sino repetir los argumentos de Pravda”.

Y a propósito de ese periódico, consigna que en Moscú se hace colas hasta para comprarlo. La gente está tan acostumbrada a esperar, que se instala en ellas de una manera automática. Eso lo lleva comentar: “No sería extraño que cuatro graciosos se coloquen en fila india frente a una residencia particular y a la media hora hubiera una cola de 20 metros”. Otra de sus anécdotas sobre sus andanzas moscovitas se refiere a la primera vez que entró a un baño público: “No lo olvidaré jamás: seis ciudadanos acuclillados conversaban como en una visita sobre un excusado de seis puestos, en una colectivización de la fisiología no prevista en la doctrina”.

Quiso visitar el Mausoleo en la Plaza Roja. Pero las colas eran tan largas que solo pudo hacerlo dos días antes de salir de regreso, sacrificando la hora del almuerzo. El proceso de desestalinización apenas comenzaba. Aún no se había revelado la magnitud de los crímenes del dictador y su cuerpo se hallaba junto al de Lenin. Al ver el de este García Márquez sufrió una desilusión: le pareció una figura de cera. En cuanto a Stalin, escribe que está sumergido en un sueño sin remordimiento. “Tiene una expresión humana, viva, un rictus que no parece una simple contracción humana, sino el reflejo de un sentimiento. Hay un asomo de burla en esa expresión”. Y señala que nada le impresionó tanto como “la fineza de sus manos, de uñas delgadas y transparentes. Son manos de mujer”.

Kafka hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin
En muchas ocasiones quiso saber la opinión que las personas tenían sobre Stalin, y les preguntó si era cierto que era un criminal. Le respondían imperturbables con fragmentos del informe de Jrushov. No demostraron un solo indicio de agresividad. Todos querían olvidar. Interrogó a un profesor de música de Leningrado acerca de la diferencia entre el pasado y el presente. El hombre no vaciló en contestarle con el que, según García Márquez, fue el cargo más interesante que escuchó contra Stalin: “La diferencia es que ahora creemos”.

En ese sentido, la conversación más reveladora fue la que tuvo con una señora de sesenta años, decoradora de teatro, que “ametrallaba cinco idiomas, a la perfección”. Fue la única persona que le habló con franqueza sobre el dictador. Lo llamaba “el bigotudo”, y según ella la prueba definitiva contra él era el festival: en su época no habría podido hacerse. “La gente no habría salido de su casa. La terrible policía de Beria habría fusilado en la calle a los delegados”. No tuvo miedo en confesar que consideraba a Stalin la figura más sanguinaria, siniestra y ambiciosa de la historia de Rusia.

García Márquez escribe acerca de algunos aspectos de la realidad soviética que un occidental podría volverse loco tratando de entender. Por ejemplo, las mejores cámaras fotográficas cuestan menos que tres pares de zapatos, pero los rollos se venden sin bobinas. Es preciso ir a un laboratorio para que un técnico enrolle la película en un cuarto oscuro. La central hidroeléctrica del Dnieper es la más útil de Europa y produce más energía que todas las centrales de la Rusia zarista. Sin embargo, en Moscú se atascan los lavamanos. Cita otro ejemplo del contraste provocado por el desarrollo de la industria pesada en perjuicio de los artículos de consumo: se asegura que parte de los moscovitas tienen dos receptores de televisión pero solo un pantalón.

Le dijeron que los libros de Franz Kafka no se publican. ¿La razón? Kafka es el apóstol de una metafísica peligrosa. Sin embargo, comenta, el escritor checo hubiera sido el mejor biógrafo de Stalin. Dedica varias páginas a este y afirma que lo mejor que se puede decir a su favor está esencialmente ligado a lo peor que se puede decir en contra suya: no hay nada en la Unión Soviética que no haya sido hecho por él. Ejercía un control personal sobre todas las esferas. Apunta que para asegurar el control de la producción centralizó la dirección de la industria en Moscú, con un sistema de ministerios que, a su vez, tenían como centro su gabinete del Kremlin. Si una fábrica de Siberia necesitaba un repuesto que era producido por otra fábrica situada en la misma calle, tenía que enviar el pedido a Moscú a través de un laborioso engranaje. Esos mismos trámites tenía que repetirlos la segunda fábrica para efectuar los despachos. Acerca de ese gigantesco sistema burocrático, el escritor colombiano comenta que una vez que le explicaron en qué consistía el sistema de Stalin, no encontró un solo detalle que no tuviera un antecedente en la obra de Kafka.

Pienso que los numerosos fragmentos que he reproducido dan una idea del excelente nivel de esos artículos. García Márquez revela con exactitud y magnífico empleo de los pequeños detalles la realidad de esos países visitados por él. Sus análisis son perspicaces y no exentos de ironía, y en muchas ocasiones tiene que echar mano al humor negro para poder describir lo que ve. Su mirada entre ingenua y sagaz, entre sincera y curiosa, le permite trazar un testimonio realista y demoledor de unos países que atravesaban por una de las etapas más absurdas y terribles de la historia de Europa.

En opinión de Jacques Gilard, en esos artículos García Márquez plasmó una visión crítica, pero positiva. Es muy firme su convicción de que el socialismo es la única solución válida para los problemas de la humanidad. Pero no muestra indulgencia para los errores y excesos cometidos en nombre del socialismo y en la edificación del mismo. Su misma fe política lo capacita para expresar los más severos reparos, porque estos tienen una base honesta.
                                                  Carlos Espinosa Domínguez  
                                                                                Fuente Cuba Encuentro

Respuesta  Mensaje 3 de 3 en el tema 
De: cubanet201 Enviado: 26/12/2015 17:40
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