La explosión que causó la destrucción del acorazado
Maine, el 15 de febrero de 1898, conmocionó a La Habana
El Maine ¿Un accidente oportuno?
Todos los oficiales se hallaban a bordo cuando la explosión, incluyendo al capitan Sigsbee y al segundo de a bordo, Wainwright, menos tres que cenaban en un buque cercano.
Se agrietaron paredes y espejos, añicos se hicieron los vitrales de las casas aledañas a la bahía. En la mente de los habaneros de entonces perduraría la imagen de los pedazos de piezas de artillería y artefactos no identificados diseminados por la costa, y la llegada al muelle de diez marinos, heridos y en paños menores, quienes nadaron unos 500 metros, sorteando cadáveres, para llegar a tierra. Pero mayor conmoción causó en la historia de tres países: Cuba, España y Estados Unidos.
Desde los días iniciales de 1898 círculos influyentes de poder en Washington abogaban insistentemente por la intervención en Cuba. El momento era propicio: Francia y Alemania andaban muy ocupados con sus contradicciones interimperialistas. Inglaterra confrontaba serios problemas con la minoría nacional boer en Sudáfrica.
A la llegada del Maine a la rada habanera, un mes antes de la voladura, varios corresponsales estadounidenses vegetaban en Cuba en espera de un conflicto de su país con España. Uno de ellos le escribió un apremiante telegrama a su jefe, William Randolph Hearst, director y propietario del New York Journal y de una gigantesca cadena de prensa, solicitando su retorno a casa. Este le respondió: “Ruégole seguir allí.
Dé fotografías. Yo daré guerra”.
Y tuvo mucha información para enviarle a su jefe. De los 328 alistados del buque, murieron inmediatamente 254, entre ellos dos oficiales (la cifra se supo al deducir los sobrevivientes), aunque seis heridos fallecieron después. Todos los oficiales se hallaban a bordo cuando la explosión, incluyendo al capitan Sigsbee y al segundo de a bordo, Wainwright, menos tres que cenaban en un buque cercano. Según documentos de la Marina yanqui, consultados por el historiador Thomas Allen, de los poco más de 60 afrodescendientes que componían la tripulación, solo 22 murieron.
En los primeros momentos, hasta los burócratas de Washington estimaron accidental la causa de la explosión. El cónsul Lee informó a sus superiores que el origen era fortuito y la posible causa, el calentamiento de las municiones, almacenadas cerca de los pañoles de carbón. El secretario de Marina Long lo calificó de un hecho casual y hasta un vocero de la Casa Blanca coincidió con él.
Los magnates de Wall Street y Hearst opinaban distinto. En la edición del 17 de febrero, el New York Journal acusaba: “La destrucción del Maine fue obra del enemigo”. En una ilustración podía verse una mina española unida por cables a tierra. Pulitzer, en el New York World, lo secundaba en su campaña.
Rápidamente, tanto EE.UU. como España designaron comisiones investigativas para esclarecer las causas de la explosión. Pero toda colaboración conjunta estaba condenada al fracaso. Aparte de las suspicacias lógicas entre ibéricos y norteños, los comisionados yanquis pronto comprendieron que Washington no quería la verdad, sino un pretexto para declararle la guerra a España.
Todavía ambas comisiones analizaban los restos del Maine e interrogaban testigos, cuando el presidente McKinley elevó una ley al Congreso con el fin de destinar un presupuesto millonario para la adquisición de buques y el aumento de efectivos en el ejército. Ambas cámaras la aprobaron por unanimidad. Hearst atizaba el chovinismo y bajo el titular “Remember theMaine”, publicaba cartas apócrifas de adolescentes que querían ir a pelear a Cuba.
El 10 de abril, el cónsul Lee y los últimos estadounidenses residentes en Cuba abandonaron la Isla. Entretanto, McKinley, en su mensaje al Congreso, reconocía que la Comisión Investigadora no había podido concretar responsabilidades en la voladura. “Pero la verdadera cuestión —proseguía—, se centra en que la destrucción nos muestra que España ni siquiera puede garantizar la seguridad de un buque norteamericano que visita La Habana en una legítima misión de paz”.
En respuesta al Presidente, el Congreso aprobó una resolución conjunta en la cual exigía la renuncia de España de su soberanía sobre Cuba y autorizaba a la Casa Blanca a emplear la fuerza si fuese necesario. El 21 de abril, Washington y Madrid rompían relaciones diplomáticas. Se iniciaba así, al decir de Lenin, la primera guerra imperialista de la época moderna. Pues, como le había prometido Hearst a su corresponsal, hubo guerra.
Así quedo el acorazado Maine en la bahía de La Habana