Sabía que su transexualidad
era incompatible con el machismo en las FARC
Darla Cristina González, se llamaba Christian Camilo
Cuando, a mediados de los años noventa, fue reclutada por las FARC en su natal Sopetrán, una aldea del occidente antioqueño, la hoy activista de la comunidad LGTB colombiana Darla Cristina González, se llamaba Christian Camilo y tenía solo 13 años. En la escuela rural a la que asistía era conocida como “la niña Camila” y él no abrigaba ya dudas sobre sus preferencias sexuales. Pero decir “reclutar” es excesivo: Darla fue objeto, junto con otros tres menores, de un secuestro.
Aquel territorio comenzaba a ser disputado a las FARC, que llevaban ya años allí, por columnas del ELN (Ejército de Liberación Nacional), por los paramilitares del temido Ramón Isaza y por el Ejército.
El español hablado de Darla, quien hoy día cuenta 30 años de edad, destaca por la fuerza expresiva de sus arcaísmos y por la puntillosidad con que se sirve de los tecnicismos que plagan la jerga de las ONG de derechos humanos y de los organismos oficiales a cargo de la Ley de Víctimas. Pero su inusual inteligencia resplandece aún más cuando narra las peripecias que las últimas dos décadas de conflicto armado, que ya dura más de 60 años, impusieron a su vida desde que desertó de las FARC. Con ser extraordinaria, y a menudo inverosímil, la de Darla es apenas una historia personal más entre las de casi ocho millones de víctimas, oficialmente registradas, del prolongado conflicto armado colombiano.
En la escuela de cuadros de las FARC, Darla Cristina —como ha escogido llamarse desde hace años— descolló rápidamente y ganó la confianza de los comandantes por su disciplina, diligencia y, sobre todo, por su don de mando. Si bien admite no haber sido especialmente refractaria a la prédica ideológica, en su fuero íntimo sabía que su transexualidad era incompatible con el machismo prevaleciente en el grupo armado. Con todo, su paso por la guerrilla se hizo relativamente llevadero al ser asignada como ordenanza de un jefe guerrillero que no fue indiferente a los encantos del imberbe recluta andrógino.
Si bien Darla es enfática al decir que nunca hubo violencia de parte del comandante con quien compartía cambuche (refugio improvisado en la selva para pernoctar), sí insiste en que su ilegal cautiverio propició un continuo abuso sexual. Pero solo decidió desertar —infracción que habría pagado con la muerte, de haber sido recapturada— después de que una guerrillera lesbiana fue ajusticiada tras ser sorprendida besándose con una compañera de armas.
A partir de entonces, el relato de Darla es el de una triple víctima: “Pobre, marica y desplazado”, dice. La espigada y guapa Darla adoptó aspecto y atuendo femeninos y se prostituyó durante largo tiempo, saltando de Cali a Buenaventura, de Bucaramanga a Medellín, siempre alternado la calle con la peluquería de señoras. Este último oficio la llevó a Ecuador, pero su mésalliance con un proxeneta guayaquileño la forzó a regresar a Colombia y a la prostitución.
Fue en Pasto, conservadora ciudad del sur colombiano, donde decidió plantar cara al acoso policial y comenzó a organizar a sus compañeras trabajadoras del sexo.
El asesinato de su mejor amiga fue el disparador de una denodada nueva carrera que la llevó a dejar la calle para encabezar una ONG de derechos en pro de la comunidad lesbiana, gay y personas transgénero en un departamento que registra 90.000 víctimas de la guerra. Sobreviviente de la violencia política y de género, Darla es hoy candidata a concejal por el partido de los verdes y uno de los 52 integrantes de la Mesa Nacional de Víctimas. En su blusa ostenta un pin que reza + mujer, + democracia.