Verruga
Alguien, con mucho tino, dijo que el
Socialismo es el camino más largo entre capitalismos, afirma el autor del artículo
Interesante artículo
El salón, caldeado por el sol de la tarde, brillaba furioso; la luz, amarillo sucio, atravesaba los herméticos, percudidos ventanales, y quedaba atrapada, rebotando en muebles, paredes, sin saber como regresar a la ancha avenida de allá afuera, a calcinar ciclistas, transeúntes y a algún que otro esporádico auto.
Un ventilador zumbaba en una esquina, cercano a la cabecera de la mesa. Giraba —ciento veinte grados de circunferencia, calculé a ojo de buen ingeniero— y en cada centésimo vigésimo grado algo se trababa en su mecanismo; luego, tras un angustioso carraspeo, un chasquido desataba el entuerto, anunciando el comienzo del siguiente giro.
Desde el otro extremo de la mesa, hediendo a envidia y sudores sobre sudores, yo luchaba contra los deseos de medir cuánto duraba el recorrido del ventilador por el arco de cuerda que abarcaba apenas la presidencia de la mesa y a sus dos acólitos más inmediatos; evité mirar el reloj y contar los segundos: podía malinterpretarse. En cambio, me dediqué a observar los papeles que tenía ante sí el hombre que dirigía el curso y destino de la reunión; temblorosos, alzaban una esquina, en tímida solicitud de atención, empujados por la brisa tibia que les llegaba desde el polvoriento aparato, y de la que nada llegaba a rostro acalorado.
El hombre de los papeles, a pesar del espeso calor, vestía una deslucida chaqueta de mezclilla, sobre una camisa a cuadros. “No sé cómo puede aguantar...”, pensé, mientras de manera maquinal e infructuosa traté de abrir aun más el cuello de mi pulover; con los nudillos rocé mi garganta, áspera por la sal que había dejado el sudor del día.
El hombre dijo algo que no alcancé a escuchar. Los demás rieron, con la risa forzada y servil de la circunstancia. “Tengo que prestar atención...”, me dije, y dejé de mirar los trémulos papeles para concentrarme en lo que decía Pedro Miret, el hombre de la chaqueta.
“Hay continuidades, valores, que han sustentado el proyecto revolucionario en el ámbito social, que deben seguir formando parte, pienso, de ese socialismo que necesitamos o queremos; que no debemos renunciar a ellos, aunque puedan formar parte de nuestra utopía”.
Tuve que detenerme. A cavilar, por unos instantes, cuando leí esta frase. Me detuve, además, para comprobar la extensión de esta entrevista, respondida por un académico cubano, llamado Narciso Cobo, que se publica en la revista Temas. Mi temor, bien fundado, era que fuera demasiado larga, y que fuera más de lo mismo.
“Narciso Cobo: El socialismo es esencialmente un ejercicio de participación”, es el título que escogieron los autores —o los redactores— y es eso precisamente lo que me motivó a tratar de abrirme paso entre la decena de cuartillas, casi cinco mil palabras, de ese artículo.
Eso, y la perplejidad.
Y no es para menos. La frase de marras describe el estado mental de rehén voluntario de los que aun creen en el socialismo, en general; en el cubano, en lo particular. A estas alturas —después de la desaparición del campo socialista, después de más de medio siglo de marasmo cubano— es algo para asombrarse.
El cliché en la frase es tan manido que casi dejo de leer. “Valores”, “continuidades”, los logros-de-la-revolución que hace mucho ya no es tal y que involuciona en caída libre; valores, a saber, la salud ruinosa, la educación mediocre; del deporte, que mejor ya no se habla, como en algún momento también, ante la arribazón irrefrenable de putas, se dejó de mencionar la erradicación de prostitución.
Resulta difícil comprender cómo discurre el pensamiento de estos intelectuales, cómo pueden abandonar la contundencia de los hechos, aferrarse al delirio, y exponerlo con tamaña tranquilidad.
Después de casi un siglo de, al decir de los entrevistadores, la “puesta en práctica del socialismo” (y siendo que —para sonar a la par— la práctica es el criterio de la verdad) cuesta entender a los teóricos y las teorías. Vamos: ha quedado demostrado, más allá de cualquier duda, que el socialismo —sea el tradicional o ese “nuevo socialismo” que aparece en el encabezamiento del texto — sea eso lo que sea, como sistema socioeconómico alternativo al capitalismo, no sobrevive por sí mismo.
No puede.
Se asfixia, se desarticula, desemboca en absurdos y dictaduras; se descalabra, como el wishful thinking de los entrevistadores, y del señor Cobo, al que le endilgaron un titular que sugiere que el socialismo cubano comenzaría a funcionar, después de más de cincuenta y siete años de calamidad, si hubiera participación.
Si hubiera —eufemismos aparte— democracia, presuponen todos.
La reunión estaba —y cuál no lo está— aburrida.
Ni siquiera los chascarrillos mustios del señor de la chaqueta lograban que me sintiera animado, muchos menos los monólogos mascullados por el tipo rollizo que se sentaba a su derecha, justo en el borde donde el ventilador chasqueaba y regresaba a su vaivén de galeote lisiado.
El tipo rollizo vestía una camisa de seda, de color oscuro y abigarrado diseño, unos Dockers beige, y mocasines con campanitas en las puntas de los cordones. Hablaba a través de una media sonrisa, que pretendía ser astuta pero que le salía desdeñosa. Resollaba con cada frase, dejando escapar una risilla sofocada que, de reírse los curieles, así sería.
Pero eran sus ojos lo que más llamaba mi atención: inexpresivos, casi cubiertos por párpados pesados, caídos. La mirada, a tono con la sonrisa. Y, para colmo, con un sonsonete adormecedor en la voz que ya vencía mi capacidad para permanecer despierto.
De repente irrumpió en el salón un hombre pequeño, pelado a lo militar, de ojeras como bolsas y camisa de obrero.
Hicimos ademán de incorporarnos en nuestras sillas, pero fuimos contenidos por el brazo extendido, por la palma de la mano del hombre; “¡Siéntense, siéntense!”, dijo y, sin más preámbulo, con estilo ejecutivo, motivador, se lanzó a una arenga acerca de la importancia de lo que se hablaba en la reunión. Acerca de cómo enfrentar y resolver un problema que —yo sabía de antemano, desde que venía en mi bicicleta sudando los restos del almuerzo— no tenía solución. No podía tenerla. No en este país. No en el socialismo.
“Y aquí, compañeros, lo que hay es que trabajar, ponerse para las cosas, ¿verdad José Raúl?”, remató al fin, palmeándole el adiposo lomo al tipo rollizo que mascullaba monólogos, “Y si hay que hablar con los capitalistas, se habla, ¿verdad?: ellos ponen el whiskey, nosotros los camarones; eh, Miré, ¿qué tú crees?” Y sacudió el hombro del hombre de la chaqueta, que asintió, con un esbozo de sonrisa de quien ha escuchado el mismo chiste demasiadas veces; en silencio, se entretenía en acomodar los inquietos papeles que tenía ante sí.
Yo no alcancé a sonreír a tono con las risas cortesanas de mis acompañantes en la reunión, porque la palabra “camarones” me provocó un súbito calambre en el estómago; todo lo que logré fue una mueca. “Es que son las seis de la tarde, ¿tú sabes?; seis horas pasadas después de algo que llamaron almuerzo; me espera además un viaje de dos horas en bicicleta por la penumbra de la tarde-noche habanera, antes de que pueda comerme un plato de arroz y frijoles. Y tú, tan orondo, hablando de camarones: no me jodas...”, le respondo a la supuesta pregunta que quizás me hubiera hecho el orador, de haber visto mi rostro serio y amargado.
Pero ni siquiera lo notó. Estaba sumergido en sí mismo, desbarrando con la elocuencia de los posesos, argumentando con la fatua contundencia de los fanáticos. “Porque aquí”, decía, “lo que no hay que olvidarse, compañeros, es que estamos construyendo el socialismo: un socialismo moderno, eficiente, competitivo; que el Comandante nos está pidiendo eso, nos pide resultados, y que nosotros estamos to-tal-men-te comprometidos con esa idea, ¿´ta claro eso?”, concluyó al fin, una mano apoyada en la camisa de seda, la otra en la chaqueta de mezclilla.
“¡Saludos, entonces, y sigan ahí!”, remató uniendo las manos ante sí, la cabeza ladeada, en una suerte de bendición fraterna, arriba los reunidos del mundo.
Y salió del asfixiante salón como una tromba de un metro sesenta de estatura -estimé a ojo de buen agrimensor. Todos hicimos de nuevo el ademán de incorporarnos en nuestras sillas, contenidos otra vez por el brazo extendido, por la palma de la mano del hombre pelado a lo militar, de ojeras como bolsas y camisa de obrero, y la boca arqueada como si tuviera dispepsia: Marcos Portales, súper ministro y pariente político de Fidel Castro; “¡Descansen!”, decía el gesto, y nos dejamos caer en nuestros asientos. Solo el hombre de la chaqueta, y el tipo rollizo con camisa de seda y que mascullaba monólogos, Fidel Castro Díaz-Balart, permanecieron inmóviles en sus lugares. Descansando.
“Nuestro ideal de una sociedad lo más justa e igualitaria posible está entre esos valores (...)”
Hay, es necesario admitirlo, un mal de fondo implícito en la idea socialista. Helo ahí, explícito: sociedad igualitaria.
De una manera inexplicable, no entienden teóricos, practicantes, adeptos —no se diga de la masa— que una sociedad no puede ser igualitaria porque no somos iguales.
Puede intentar una sociedad, en todo caso, ser justa, inclusiva, pero no se puede pretender que un cirujano o un científico sean iguales a un comerciante o a un policía. Mucho menos, cuando la diferencia se basa en que el cirujano tiene que botear en su carro para poder ganar el dinero necesario, mientras un comerciante prospera vendiendo croquetas.
Esa idea del igualitarismo es, además, la piedra angular del discurso demagógico socialista. Pero eso no es lo peor, y el señor Cobo nos lo recuerda:
“¿Qué hace que nuestro sistema no tenga la credibilidad que quisiéramos que tuviera? Creo que atribuir este fenómeno solo a los problemas económicos que confrontamos sería una simplificación.”
Los chinos y vietnamitas, hace ya un buen tiempo, entendieron la falsedad de una afirmación como esa y pusieron en práctica la mencionada simplificación: comprendieron que es imposible construir —joder con la palabreja— una sociedad pujante, un país exitoso donde haya esperanza, sobre la premisa de una economía desastrosa. Parafraseando al empresario y político mexicano Carlos Hank González, un país pobre es un pobre país.
Si bien al socialismo no lo salva la democracia, ni puede fomentar una economía que lo nutra, esa idea chino-vietnamita es una regla de validez general que no es posible violar sin consecuencias graves: Rusia, heredera de la mayoría de la Unión Soviética, sigue siendo un país rico en potencia, una potencia en potencia, y una nación pobre en su desempeño. No hubo bonanza en la etapa socialista, ni la hay en esta capitalista.
O sea: sin economía, sin el talento para hacerla funcionar, producir, florecer, no hay nación que valga la pena. Y no pierdo mi tiempo, ni el del amable lector, en citar cientos de ejemplos de países en harapos en los cinco continentes, sin importar que sean capitalistas. Mucho menos, socialistas. Y todo por no tener el talento para implementar esa simplificación imprescindible: economía.
En Cuba, el socialismo arribó por decreto castrista; en Venezuela, el chavismo llegó al poder a través de las urnas. Bajo el manto de la izquierdosidad —porque hay izquierda, e izquierdosismo, que rima con socialismo— más trasnochada, la latinoamericana, también se asomó el socialismo —aun se asoma-—a la vida política en Ecuador, Bolivia, Nicaragua, Chile, Argentina y Brasil.
Alguien, con mucho tino, dijo que el socialismo es el camino más largo entre capitalismos. Así fue para todos los países del bloque socialista de Europa del Este, así debe ser para Venezuela a mediano plazo; en el resto de América Latina, para su suerte, es solo política, sin intentar tocar la economía; hasta en Cuba ya hay signos de que la bestia capitalista se pasea entre cedeérres y escombros.
La idea entonces de mejorar el socialismo con tan solo hacerlo participativo, con introducir un proceso democrático, es un callejón sin salida, y Venezuela nos dicta una cátedra acerca de ello. Si a ello se une una no-economía, tenemos de nuevo el descalabro socialista en las puertas.
Es por ello que dan grima los intentos de rebautizar, tan solo por intentar hacer ver que es viable, lo que fue un importante sistema sociopolítico en el siglo XX —gracias al socialismo podemos llamar a los ricos Primer Mundo, y a los pobres, Tercero—, pero un anacronismo en pleno siglo XXI.
No voy a reseñar lo que logré leer del artículo de Temas. Tampoco es mi intención analizarlo en detalle, ni rebatir idea por idea. Es, en esencia, la socialistofilia intelectual que muchos, dentro y fuera de Cuba, detentan. Nada nuevo en realidad.
Y ni siquiera es privativa del señor Cobo, que es solo un entrevistado circunstancial; los autores advierten que este artículo es parte de una “serie de entrevistas se dirige a indagar las concepciones de un orden socialista renovado, y a contribuir modestamente a su debate crítico”; debate sobre una utopía que no se sostiene por sí misma y se desmorona, párrafo a párrafo, antes de llegar al final del texto. Y de la serie.
Pedro Miret, hombre de chaqueta deslucida, falleció en fecha reciente; el tipo bajitón pelado a lo militar, de ojeras como bolsas, camisa de obrero y rictus dispéptico, Marcos Portales, que en su momento era considerado un dirigente de ideas renovadoras, fue defenestrado años ha, y ni siquiera su afiliación familiar lo salvó de la hecatombe; Fidel Castro Díaz-Balart, el hombre rollizo y aburrido que masculla monólogos, sigue siendo una figura decorativa, que aparece en degustaciones de habanos, en selfies con Paris Hilton, o dictando una charla —Dios me libre de tal oportunidad— en Estados Unidos, nada menos que sobre física nuclear, biotecnología y nanotecnología. Todo junto. Al tres por uno. Para que lleven carta.
De alguna manera, ellos son el socialismo. Muertos, desechados, obsoletos. Fantasmas irrelevantes debatiendo sobre asuntos sin solución. Verrugas, en el tejido de una época.
Y eso es el socialismo; a todas luces, una protuberancia recurrente que le crece al capitalismo de cuando en cuando; tan solo de esa manera parasitaria, alimentándose del metabolismo de un organismo mayor y funcional, llega el socialismo a nuestros tiempos, sobreviviente a su propia inopia.
El caso cubano es todavía más grave: es todo verruga.
No hay nada en el substrato; ni “continuidades”, ni “valores”, ni “logros”. La lista de fracasos del socialismo cubano —del socialismo en general— es tan extensa como inexistente la de sus aportes. Y no: no hay que confundir la socialdemocracia escandinava con socialismo, ni a los escandinavos con los alucinados que aun dan vivas a su involución.
Cuba es —hay que enfrentarlo con lucidez o resignarse a otro medio siglo de parálisis— un país en bancarrota, necesitado de cirugía mayor; le urge que lo curen, que lo extirpen de sí mismo. Hay que empezar de nuevo, por el lugar donde se abandonó el futuro de la nación y, por favor, hay que comenzar por dejar de camuflar con nombres nuevos a fracasos viejos.
Hay que, de una buena vez, dejar de ser verruga.