Una dictadura, pero, ¿de qué tipo?
Un repaso a los ‘nombretes’ del castrismo
El vicepresidente Díaz-Canel junto a Raúl Castro
Luis Cino Álvarez | La Habana, Cuba | CubanetAdvierte la sabiduría popular sobre el riesgo de poner nombretes (apodos, en el argot cubano): al final, se quedan. Es lo que ha pasado con el castrismo, que de tantos apodos que le han puesto, tanto sus adversarios como sus partidarios, ya no se sabe a ciencia cierta qué rayos es ni en qué parará. Particularmente en su agonía, que lejos de terminar, amenaza con prolongarse más allá de la vida de su líder.
Al castrismo, los nombretes —revolución, dictadura comunista, régimen totalitario— más que daño, le han hecho bien. Le han dado, además de coartadas a su relato, un dogma, una estatura y densidad teórica que no se merece lo que bien pudo ser, con independencia de lo mucho que ha durado, otra tiranía platanera más de las muchas habidas en este continente.
El apodo que más le convino fue el de comunista. Aunque motivó la ruptura con el nuevo régimen de miles de sus seguidores y la ojeriza norteamericana, le ganó la alianza con la Unión Soviética, indispensable para el enfrentamiento con los Estados Unidos, el necesario “enemigo histórico” que le permitiría posar de David frente a Goliat.
Proclamarse comunista le dio a Fidel Castro la posibilidad de hacerse con un Partido único y una ideología que le permitieran el poder absoluto para gobernar como si Cuba fuera su finca. Pero igual pudo, con la influencia falangista que tuvo en su mocedad en escuela de pago católica, haberse declarado fascista. Todo fue cuestión de época y de coyuntura histórica.
Las raíces del castrismo hay que buscarlas en el radicalismo revolucionario ‘tremebundista’ que derivó en el pandillerismo de los años 40. Por cierto, este era marcadamente anticomunista, debido a que los comunistas eran por entonces aliados de Batista, quien para los pandilleros era la encarnación de “la traición a los ideales de la revolución del 33”. Unos ideales que no se sabía exactamente en qué consistían pero eran invocados constantemente, principalmente como razón para matar a los adversarios.
Fidel Castro, que se inició en el gangsterismo revolucionario en la universidad, ha confesado que uno de sus héroes de juventud fue Emilio Tro, un jefe de pandilla con más tiros y muertos en su haber que ideología.
Su otro héroe fue Eduardo Chibás, de quien adoptó la exaltación populista, que Castro se encargaría posteriormente de llevar a su máxima expresión en aquellos multitudinarios actos hipnótico-circenses en la Plaza de la Revolución, donde lo mismo imponía el paredón que aprobaba, luego de 17 años de estar sin ninguna, una constitución copiada de la estalinista.
Y no olvidemos a Antonio Guiteras, un muy peculiar revolucionario por su antimperialismo anticomunista, adicto a la violencia terrorista, que 21 años antes del asalto al Cuartel Moncada, había atacado un cuartel, el de San Luis, con mejores resultados que Castro: logró tomarlo, apoderarse del armamento de la guarnición, huir a la Sierra Maestra y permanecer alzado hasta que lo llamaron a formar parte del gobierno.
Con Fidel Castro y sus seguidores, desde los tiempos de la Sierra Maestra, más que de mentalidad guerrillera, hay que hablar de mentalidad pandillera. De ahí la lealtad al jefe, la constancia en la movilidad, las depuraciones, el secretismo, el ambiente de conspiración, el correr hacia adelante a la menor señal de peligro, el no dejarse atar las manos por la institucionalidad y la legalidad creadas a conveniencia suya.
En cuanto a ideología, pese al uso y abuso de la mescolanza martiana-marxista-leninista-guevarista y a la complicidad de un puñado de intelectuales orgánicos, el castrismo carece de cuerpo y sustancia. En su defecto, cuenta con un enfermizo nacionalismo patriotero, un espeluznante catecismo de héroes y mártires, un metarelato histórico mal contado a retazos y con empates para que sirva a sus propósitos doctrinarios.
Definir al régimen castrista no es tarea fácil. ¿Revolución luego de 57 años de desgastante ejercicio del poder? ¡Por favor! Es una dictadura, no hay dudas, pero, ¿de qué tipo?
Si decimos que autoritaria, nos quedamos cortos. Es totalitaria, pero de un modo muy particular, porque la hegemonía no es de un movimiento o partido político, sino de un Máximo Líder, que gobernó casi medio siglo y aun después de su retiro por enfermedad, sigue metiendo la cuchareta y decidiendo en los asuntos que considera cruciales, sobre los que es consultado por su sucesor, designado por él mismo: su hermano.
Luego del retiro de Fidel Castro, algunos quieren ver al régimen como pretorianista, con los generales de las FAR tomando corporativamente decisiones políticas y económicas, pero afirmar eso, al menos por ahora, es apresurado: hay un general presidente pero con el apellido Castro.
Y más apresurados aún van los ingenuos que se atreven a asegurar, por ciertos signos engañosos y simulacros, que el régimen ya está en la fase postotalitaria. Ciertos retrocesos, contramarchas y reapariciones del Comandante auguran malas sorpresas para los optimistas.
Me agota teorizar demasiado acerca de temas que no se lo merecen, como esta dictadura, que si no fuera por la tragedia que ha representado para nuestra nación, de tan “chea” y ridícula, y me perdonan, fuera para mearse de risa. Corro entonces el riesgo de empezar a adjetivar y a ponerle apodos, que va y hasta la ayudan a disfrazarse otra vez más, a despistar, mutar y eternizarse con otro nombre. Por eso es que evito llamarla por nombretes.
Para, al menos yo, no darle más oportunidades de enredar la pita.
Luis Cino Álvarez -- Vía Cubanet