“Luchar” a lo cubano
Es este el popular eufemismo con el que muchos en la Isla denominan sus robos al Estado
Roberto Jesús Quiñones Haces | Guantánamo, Cuba | CubanetSon las diez de una soleada mañana de mayo. Parque Martí de Guantánamo. A menos de un metro de donde estoy, un negro gigantesco, cincuentón y algo gordo, enamora a una joven mulata. De su cuello cuelga una gruesa cadena de oro con una medalla reluciente que advierto gracias a su camisa abierta. Entusiasmado, no se percata de que se le acerca otro individuo, blanco, panzudo, acompañado de sendas jovencitas. El recién llegado, que también usa una gruesa cadena dorada, le dice:
-Asere, hace rato que no te veo.
-Es que estoy en mi lucha en el almacén, bárbaro. Pero tú tampoco te dejas ver.
-Es que mi lucha también está en llamas. A tu hermano hace rato que tampoco lo veo, ¿se fue pal’ yuma?
-Na’ qué va, a él no le hace falta eso, está de gerente en una discoteca en La Habana.
-Ñooo asere, partió el bate…
Luego de otras frases por el estilo, el recién llegado invita al Don Juan y a la mulata a la barra del restaurante 1870, situado muy cerca. Se trata del mejor bar restaurante estatal de la ciudad, que vende en pesos convertibles (CUC). Para que no queden dudas de que tiene dinero dice bien alto: “¡Tú y yo vamos a celebrar con un Chivas Regal y para las chicas cerveza! ¡Todas las que quieran!” Y se fueron.
Cualquier cubano sabe que “luchar” significa en la jerga popular buscarse la vida, sea honradamente o en un negocio sucio, porque cada día los límites entre actuación ética y comportamiento censurable son más confusos para quienes carecen de una sólida formación moral, y también para los que se las ven muy duras y apelan a toda clase de subterfugios y acciones turbias para vivir.
Personas como las del diálogo anterior, “triunfadores” ante los ojos de muchos ciudadanos, no caen dentro del último grupo citado precedentemente, sino que conforman una especie de mafia insaciable, no sindicalizada, pero igualmente desangradora de la economía nacional. Solamente en Guantánamo el monto de las malversaciones en los últimos tres años supera los sesenta millones de pesos, veinte por año, según ha publicado el periódico Venceremos, órgano oficial del Comité Provincial del Partido único.
Individuos como éstos, la mayoría con un bajo nivel cultural —aunque cuenten con títulos universitarios— y cuyos lenguaje y actuación lindan con la marginalidad, proliferan por todo el archipiélago.
Ante los ojos de las autoridades y de nuestra suspicaz contrainteligencia —que tiene muchos recursos para reprimir a la oposición pacífica y decente pero al parecer muy pocos para contrarrestar este cáncer social— toda una estela de ladrones, cuyos salarios oficiales no sobrepasan los quinientos pesos anémicos (CUP), compran motos, autos, construyen confortables viviendas y montan prósperos negocios. Son, además, miembros de honor —por sus espléndidas propinas— de los bares y restaurantes de la ciudad, aunque, salvo contadísimas excepciones, jamás podrían justificar los gastos que hacen en ellos.
“Luchar” es el eufemismo con el que denominan sus robos al Estado. Eso sí, aún en la más vulgar borrachera se les escuchará reafirmar su fidelidad al régimen. Es comprensible. Mantener esa imagen es lo que les permite acceder a los cargos que les proporcionan pingües dividendos.
Hay quien dice que su actuación es una forma de resistencia frente a un gobierno que jamás ha respetado la propiedad privada, que esquilma a los trabajadores pagándoles bajísimos salarios y ofreciéndoles productos a precios exorbitantes, que paga en una moneda y ofrece los mejores productos y servicios en otra veinticinco veces más fuerte, que se apropia del 60 % del dinero que pagan a los colaboradores cubanos en el extranjero. En resumen, como dice el dicho y parecen asegurar estos cacos de nueva clase “ladrón que roba a ladrón…”
Términos como “resolver” y “luchar”, no sólo se han incorporado al léxico habitual de los cubanos sino que las acciones que representan en nuestra sociedad han sido asimiladas como algo normal en el comportamiento de muchos ciudadanos. Lo triste es que a pesar de todas las campañas del gobierno no se avizora el momento que se erija en punto de giro definitivo para el cambio que sitúe a la decencia en su lugar primigenio. El perjuicio económico puede computarse en cifras y, en ocasiones, hasta repararse. El antropológico es otra cosa.
A principios de los años noventa del pasado siglo tuve que solicitar los servicios de un herrero-soldador para que hiciera un trabajo en mi casa. Después de varios días de labor hicimos confianza y me contó que le había hecho las verjas a la vivienda de la amante de un conocido dirigente guantanamero. Cuando terminó el trabajo y fijó el precio, el dirigente, uno de los más aguerridos comunistas del territorio, le preguntó si no le convenía recibir, en vez de dinero, un televisor Krim en colores y un refrigerador soviético. El herrero aceptó porque ambos bienes superaban, según el precio que ya tenían en el mercado negro, el valor de su trabajo.
Nunca olvidaré que al terminar su anécdota el soldador me dijo: “Ese tipo era un luchador”. Hasta el final, pensé, pues casualmente el día de su muerte también falleció el padre de un amigo y fui a la funeraria. Allí estaba el féretro del dirigente, cubierto con la bandera cubana y por un cojín con sus medallas, como si más allá de la muerte quisiera reafirmar su presunta condición de revolucionario impoluto y decirnos: “Yo sigo luchando”.