Cuerpos de la nación performática
La osadía del ‘sexo débil’ es un arma silenciosa ante los sofocos del ‘hombre viejo’
Travesti de La Habana
Héctor Antón Castillo|La Habana | CubanetSandra de los Santos prefería morir antes que llevar una vida miserable en Cuba. Huérfana de madre y padre, un día empezó a vender tabacos de contrabando para reunir dinero y abandonar la Isla donde nada tenía que perder. Apenas rebasaba los veinte años, pero su inclinación por la historia le había permitido conocer que antiguamente los negros esclavos de Norteamérica se metían en cajas de doble fondo, viajaban a Canadá simulando una carga útil y allí soltaban los grilletes.
Entonces inició el vía crucis: saldría desde Nassau, Bahamas, hasta Miami, sustituyendo un motor de barco que sería enviado por DHL. Las gestiones de emigrar legalmente se retardaban, y la joven temía caer en poder de la locura.
La fuga de Sandra de los Santos es una “obra de arte” para el crítico y comisario internacional cubano Gerardo Mosquera, quien le confirió al hecho una dosis de riesgo e imaginación performática, más allá de esa tradición cubana pos-59 de huir en lo que sea. Ella rehusó mutar en “amiguita complaciente” de extranjeros viriles de bolsillo para largarse, como tantas mujeres que abren las piernas hasta cambiar el rumbo de su destino.
A Sandra le bastó una complicidad anónima, un pomo de agua y luz del teléfono móvil para darle patadas (seis horas después) al cajón de madera y salir del encierro. Quienes presenciaron el milagro quedaron petrificados. Sandra lloró de alegría; todavía añora silenciar los ecos de una asfixiante travesía.
Tierra y gusanos se deslizan sobre el rostro de la accionista francesa Gina Pane (1939-1990). En cuestión de minutos, su cara representa la imagen de una zona contaminada sin tiempo para la sobrevida. Control de la muerte (1974) reproduce el dramatismo primermundista o un “fracaso programado”: masoquismo que le daría gracia a una curiosa Sandra de los Santos, hojeando un compendio de body art, orgullosa de haber sido una “artista de emergencia” con una “pieza única”.
A veces urge tentar al riesgo para conquistarlo y, de paso, obviar el beneficio de la duda. Sandra perdió la cabeza para recolocarla en su justo lugar. Dichosos quienes pueden manipular el (su) dolor ante una audiencia culta en tiempo real o virtual, que aplaudirá hipnotizada proezas efímeras para recuentos perdurables.
Farah María, un travesti sumido en la indigencia
Rumbeando con otros lobos
Feliciano de la Caridad (alias Farah María) es un travesti sumido en la indigencia que bromea, canta y baila en el Parque Central de La Habana, o en una plazoleta carbonizada por el sol en la terminal de trenes. Esta caricatura de un “cuerpo sin voz” del patio sonoro no es un transformista dotado para entretener a una legión de buscavidas con los matules encima en lista de espera.
Farah es un delirio ambulante que el carro patrullero resiste hasta llevárselo en cuanto se agota la paciencia. Su desahogo teatraliza una acotación del poeta Javier L. Mora: “Un idiota es un enfermo casi siempre soportable”.
Luis Manuel Otero Alcántara aprovechó el marco de la 12 Bienal de La Habana (2015), para usar atuendos de una bailarina del cabaret Tropicana. De cierta manera, “el mejor invento de los españoles”, la mulata, pretendió convertirse en emblema de la folklorización antillana en medio de la cosa pública.
“¿Qué República era aquella?” o “¿qué Revolución es ésta?”, se preguntaban quienes distinguían a la intrusa mascota, pavoneándose sin recordar al difunto conejillo del parametraje cultural en los setenta, Luis Pavón Tamayo, y opinando acerca del sueño anexionista del islote saturado de pesadillas emancipatorias.
Miss Bienal jamás meneó la cintura lejos del escenario natural del icono, como la Farah María en taparrabos improvisando despelotes. Miss Bienal personificó el remiendo solapado del arte cubano contemporáneo: una cruzada de arlequines dispuestos a venderse (o alquilarse) al mejor postor dentro o fuera del juego.
Disfraz sin máscara o coartada lujuriosa para acaparar la atención de esa feria de navidades que es el acontecimiento plástico insular. Esta es la Miss Bienal diseñada por Luis Manuel Otero Alcántara (La Habana, 1987), artista de formación autodidacta persuadido de un secreto a voces: para qué engrasar el aparato conceptual de una maquinaria publicitaria entre palmeras salvajes, donde la idea es robarse el show apelando al mandato posduchampiano del menor esfuerzo.
Alguien tiene que despertar al avestruz
Regina José Galindo (Guatemala, 1974) es pequeña de estatura, menuda físicamente y tan introvertida que anotó en una pieza de catálogo: “Para que no recuerdes el día de mi muerte voy a suicidarme de noche”. Según admite la artista, publicista de oficio, es “huraña” con la prensa. Teme que la malinterpreten, señalen o acusen de loca. Pero ello no le impidió rasurarse el cuerpo y andar desnuda por la calle, durante su intervención en la 49 Bienal de Venecia (2001).
“Piel” es una síntesis paradójica de cuanto una mujer anhela presumir desde una carencia esencial. Y nos preguntamos: ¿qué tipo de morbo querría provocar Regina ante la supuesta frialdad europea, nada que ver con el desvestir tropical donde cualquier transgresión del pudor asegura un escándalo? A lo mejor ansiaba fulminar el prejuicio de exhibirse, dejar grabado en los paseantes el impulso de una criatura vulnerable o vencer el tabú a mostrar su flaqueza. Galindo consiguió revertirse en fantasma de sí misma: un modo seguro de enterrar discusiones sobre pornografía sin erotismo ante despliegues de imposturas ético-morales.
Lejos de los palacios, góndolas y turismo artístico, una muchacha residente en la “ciudad de los tinajones”, situada en el centro-este de Cuba, se lanzó desnuda a rodar erguida por la vía pública. Carnosa y desafiante, la acalorada joven generó un alboroto capaz de sacudir la erotomanía provinciana; fresca iniciativa que culminó en una brusca detención policial.
¿Cuál sería el estatus mental de la protagonista? ¿Quién registró las marcas de sus huellas en el asfalto? ¿Ha vuelto a ser ombligo del caos? Si Regina José Galindo (ganadora del León de Oro en la Bienal de Venecia 2005) supiera de este incidente, haría un círculo en el mapa de su dossier artístico donde aparece un longevo caimán con la barba más canosa que nunca.
Adiós a las almas o por quién doblan las campanas
Rafael Arnaldo Rodríguez Agramonte (nacido en 1992) probó casi todo un mediodía candente en el boulevard de San Rafael en Centro Habana: el sexo, la repercusión mediática y, finalmente, la reclusión. Nadie explica por qué “El loquito gozador” se involucró en una “espontánea” competencia de baile, junto a una desconocida que aceptó gustosa el reto. De inmediato la gente comenzó a tirarles fotos, cigarros y billetes entre gritos obscenos, que terminaron en un coito a ras de suelo, animado por la suciedad del espectáculo experta en perfomatizar el ocio.
Cuesta entender cómo perder la virginidad equivalga a perder la libertad por el delito de ultraje sexual. La madre del ingenuo culpable declaró a la prensa independiente que la guerra empezó e ignora cuándo finalizará. En cuanto a la pareja ocasional del fornicador debutante, su familia (si la tiene) eligió callar. Mientras, el proceso de amnesia colectiva extiende su paso triunfal. Dicho caso engrosa el repertorio de “políticas del acontecimiento”, descartadas por analistas duchos en aberraciones globales.
Lenguas sueltas habaneras aseguran que Mazorra podría “cerrar por capacidad” de enfermos mentales. Sin una recomendación desde los altos manicomios o un soborno en pesos pesados, constituye una odisea empatarse con una camisa de fuerza o un electroshock.
Si eres “masa boba” en la Cuba post-Castro, conserva los cinco sentidos en buen estado. Quizás por un extravío cerebral, Rafaelito fue conducido a un Vivac antes que al Hospital Psiquiátrico de La Habana. Tal vez esta sea la razón por la cual el arte del performance adquirió la etiqueta de sedición política: actitud delirante para una sensata estética de producción visual.
El 29 de mayo y 2014, el Museo de Orsay en París resultó testigo de una acción ilegal permitida. La artista de Luxemburgo Deborah de Robertis decidió sentarse ante El origen del mundo (1866), controvertido desnudo de Gustave Courbet. Iba descalza, en vestido corto de lentejuelas doradas, sin ropa interior, sin depilarse.
“Mi obra, bautizada ‘Espejo del origen’, no refleja el sexo, sino el ojo del sexo, el agujero negro. Mantuve mi sexo abierto con las dos manos para revelarlo, para mostrar lo que no se ve en el cuadro original”, expresó a Le Monde. Pero no hubo alteración del orden ni la supuesta desquiciada concluyó maltratada o detenida.
La acción transcurrió entre perplejidad, aplausos, rumores y una sutil protección de seguridad. Los veladores del museo “obstaculizaron” con sus anatomías la perspectiva del maldito orificio, descartando la violencia física contra los visitantes. Tolerar unos o varios minutos de “pura herejía” denuncia a un sistema de vigilancia regido por esa hipocresía humanitaria: la tranquilidad ciudadana. La osadía del “sexo débil” es un arma silenciosa ante los sofocos del “hombre viejo”.