Botas rusas, farándula y sombreros de yarey
Hasta Silvio Rodríguez, el cantor del ‘Hombre Nuevo’, sucumbió al glamour
Víctor Manuel Domínguez | La Habana | Cubanet En el nuevo escenario nacional los cubanos no se movilizan para oír a Fidel, marchar contra el invasor, sembrar café caturra en La Habana, arroz en Repelón, tabacos en San Juan, o cortar caña de azúcar en Curucusey, entre otras tareas ideológicas-productivas demodé; sino para ver a Beyoncé parada en un balcón, la entrada del crucero Adonia en la rada capitalina, o intentar acercarse a un desfile de Chanel en el Paseo del Prado.
Aquellos contumaces globos rojos y palomas que cruzaban el cielo de la patria entre marchas, himnos, botas rusas y sombreros de yarey, explotaron, cayeron abatidos, fueron silenciados y sustituidos por helicópteros de Hollywood, música de los Rolling Stones, mocasines Gucci y gorras de los Yanquis de Nueva York, de la farándula light.
“Llegó la farándula y mandó parar”, dice un septuagenario escritor parodiando una canción en desuso interpretada por Carlos Puebla y los Tradicionales, que decía: “Se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”, en alusión a lo antes hecho por Fidel contra la supuesta banalidad que imperó durante la república en el país.
“De nada sirvió más de medio siglo de control general. Se fue a bolina la revolución”.
El hombre viejo de la revolución
Con los pies deformados por aquellas botas rusas que usó para marchar, subir los Cinco Picos, asistir a una boda, un funeral, una asamblea del partido, un campismo popular y en cualquier otra ocasión –menos para dormir– Indalecio Tamayo estrenó un par de zapatos mocasines traídos por su hijo ex militar quien, desde hace nueve años, abandonó el país.
Incómodo por la suavidad de la piel sobre unos “antomiñones” domados por el cuero rústico de aquellas botas rusas que comprimían y acalambraban los pies, dijo sentirse ridículo en una indumentaria estrafalaria para él –mocasines, gorra, pulóver y jeans–, acostumbrado a las denominadas “todoterreno”, el safari de poliéster y el kaki redentor.
“Jamás pensé que la revolución terminaría así. Fragmentada por el oportunismo político, el deslave ideológico, y, sobre todo, por la banalidad. ¿Quién me iba a decir que después de aguantar un cerco económico devastador y llenarnos con consignas de patriotismo, resistencia y dignidad, cuatro mulatas lindas, un grupo de melenudos, dos barquitos y un sastre nos iban a desmovilizar, a cambiarnos de posición?”, expresó.
Nacido en las estribaciones de la Sierra Maestra, en el municipio Pilón, al oriente del país, Indalecio no sabía leer ni escribir cuando triunfó la revolución, en enero de 1959. Alfabetizado a los 13 años de edad en su lugar de origen, y luego captado para realizar estudios en la capital del país, regresó a su terruño natal como instructor de arte general.
Destinado a pasar su servicio social en otro municipio montañoso de la provincia Granma, Guisa, fundó una peña cultural que incluía taller literario, artes plásticas, música, teatro y danza, en la casa de la cultura municipal. Durante sus años de estancia en esa región, concluyó una licenciatura en teatrología antes de radicarse en La Habana.
“Pasé más hambre que un puerco a soga, pero era feliz. Ni los miles de problemas de vivienda, trabajo, salario, abusos y ninguneos que acumulé en toda mi trayectoria socio laboral y cultural, me borraron la gratitud por la revolución, ni el compromiso por dar lo mejor de mí. Y ahora, dos banderitas, un apretón de manos, intercambio de frivolidades, y promesas de mejoría para la nación, en un dos por tres, lo mandan todo al carajo”.
Recostado a una de las cariátides del palacio de igual nombre donde radica el Centro Cultural Español, casi frente a San Salvador de la Punta, donde se develó la tarja que oficializa a la Habana como Ciudad Maravilla gracias al concurso mundial organizado por la fundación Suiza New Seven Wonders (Siete Nuevas Maravillas), expresó: “Estoy de acuerdo con los cambios, pero desde la dignidad. Es un escarnio desmontar todo lo que pasó, convocarte a participar de lo que siempre se prohibió, vendértelo como nuevo y necesario, y, sin embargo, calificarlo en algunos medios como impúdico, y cubrirlo con un taparrabo de cinismo al decirte: Cuidado, es frívolo, decadente, banal”.
Indalecio no morirá como vivió. A sus años ha visto derrumbarse el mundo social e individual que ayudo a construir. Su hijo abandonó Cuba. Las consignas se apagan entre los alaridos falsos de una farándula y un mercantilismo que no comercia los sombreros de Yarey. Los ídolos son otros, y el también, con sus mocasines, gorra, pulóver y jean.
Sólo el necio de la canción homónima de Silvio Rodríguez dice morirse como vivió. El propio cantor de la revolución, en cuanto tuvo poder económico y autorización para dejar a un lado aquellas botas rusas, el pulovito “desbemba’o” y unos jeans que se quedaban de pie por la mugre y algo lívidos por la decoloración, sucumbió también ante el glamour.
El hombre nuevo de la revolución...