El dictador Fidel Castro
Inoculó el dogma contra el arte
Virgilio Piñera junto al tiranosauro Fidel Castro
¿Palabras a los intelectuales o un arma para la censura?
Desde que comenzó el 2016, cada acontecimiento, por nimio que parezca, ha sido dedicado al cumpleaños noventa de Fidel Castro. Desde la marcha por el 1ro de mayo y el sobrecumplimiento de un plan productivo cualquiera, hasta la más insulsa exposición de artes visuales. Parte obligatoria de este homenaje es recordar y hacer que cobre vigencia -de una u otra forma-, cada hecho protagonizado por Fidel en los inicios del período revolucionario.
Hoy, 30 de junio, se cumplen 55 años de uno de los más controvertidos discursos emitidos por el ex-presidente cubano: “Palabras a los intelectuales”. Aquella arenga ante el gremio de escritores, artistas e intelectuales cubanos, en 1961, ha reaparecido en los medios masivos como un texto “fundacional, iluminador, que señaló el camino por el cual habrían de transitar la producción artística y el pensamiento cubano de la revolución”.
La duda de si habría o no derecho a la libertad de expresión, fue zanjada por Fidel Castro con la ambigua frase: “Dentro de la revolución todo, contra la revolución, ningún derecho”. El argumento era, hasta cierto punto, comprensible; toda vez que el gran proyecto social que fue la revolución cubana, nació amenazado. Pero una vez lanzada la frase, ¿a quién correspondía decidir qué porción del discurso artístico-literario estaba dentro o fuera de la revolución? ¿En qué criterios se fundamentaba tal decisión?
Sobre estas dudas abismales surgió la política cultural de la revolución cubana, un instrumento llamado a anular, desde el primer instante, la autonomía del arte. Gracias a Fidel Castro se produjo el “Caso Padilla” que marcó el comienzo del “Quinquenio Gris”. Más de medio siglo después, intelectuales como Miguel Barnet sostienen que el problema, entonces, fue la torcida interpretación que algunos –¿quiénes?– hicieron del discurso “Palabras a los intelectuales”. Pero ello no aminora la responsabilidad de quien lo pronunció para luego colocar la censura en manos de sujetos que, sin entender las complejidades de la cultura y ocultos tras un pseudónimo, arremetieron contra la vanguardia artística y literaria del país.
Gracias al discurso de 1961, desaparecieron las Ciencias Sociales porque el individuo dejó de interesar para ser sustituido por un colectivismo acrítico y contraproducente. Mientras en el resto del mundo el pensamiento humanista florecía y se consolidaba, Cuba quedó sumida en un profundo autodesconocimiento, pues el cubano de entonces sólo era un sujeto político, que podía ser aprehendido desde la ideología, pero jamás desde la antropología o la sociología, por ser saberes “típicos del pensamiento pequeñoburgués y elitista”.
No resulta extraño que ayer los encargados de ensalzar las “Palabras a los intelectuales” desde la Mesa Redonda, fueran Miguel Barnet –Presidente de la UNEAC–, Lesbia Vent-Dumois –Presidenta de la Asociación de Artistas Plásticos de la UNEAC–y Roberto Fernández Retamar –Presidente de Casa de las Américas–, intelectuales cuya pasiva obediencia ha sido recompensada con cargos vitalicios y obras expuestas en el Museo Nacional de Bellas Artes, a pesar de que la pintura de Vent-Dumois es de las más intrascendentes de la etapa revolucionaria.
Habría sido gratificante –o al menos entretenido– escuchar los criterios de Eduardo Heras León, Fernando Martínez Heredia o Desiderio Navarro, partícipes de aquel estallido de opinión conocido como “guerra de los e-mails” que tuvo lugar a principios de siglo, cuando en la televisión cubana se le rindió homenaje a uno de aquellos tremebundos censores del quinquenio gris. Los autores de los testimonios contenidos en ese delgado y precioso volumen titulado “La Política Cultural del período revolucionario. Memoria y Reflexión”, habrían ofrecido argumentos más interesantes y equilibrados que la adulación sin límites de Barnet.
En cuanto a la vigencia que hoy tiene “Palabras a los intelectuales”, sería bueno revisar el impacto de la cultura en las comunidades, pues el bajo nivel de instrucción y la falta de civismo apreciable en las nuevas generaciones, evidencian que no existe relación cercana con ámbitos tan nobles como el arte y la literatura. Resulta paradójico que, después de tantas décadas perfeccionando la política cultural, hoy las personas se sientan menos dispuestas a disfrutar de la cultura.
A principios de los años sesenta llegó a debatirse incluso qué clase de cine debían ver los revolucionarios, y películas como “La dulce vida” o “El ángel exterminador” fueron colocadas en tela de juicio por poseer argumentos “derrotistas, confusos e inmorales”. Hoy la producción audiovisual más consumida por las nuevas generaciones –y otras no tanto– glorifica la conducta rufianesca, la violencia hiperbolizada, el sexo con quien sea y donde sea, el hedonismo y toda clase de antivalores.
La intención de privar a Fidel Castro de toda culpa respecto a las nefastas consecuencias de su discurso es algo indigno. Como líder de una revolución que se suponía antidogmática, recae sobre su persona la responsabilidad de haber inoculado, en aquella frase, el dogma contra el arte. El acoso a los creadores cubanos no se verificó a sus espaldas y, como dice el refrán, “el que calla otorga”.
Por lo tanto, ya que estamos en tan buena vibra para homenajes y felicitaciones, se impone reconocer la efectividad de la censura impuesta por Fidel Castro, la fractura del pensamiento humanista que, según dijo Abel Prieto hace dos años –medio siglo después del discurso–, “anda de capa caida”. Así de poderosa es la huella de aquel discurso que hoy todos celebran y gracias al cual arruinaron la vida a Virgilio Piñera, José Lezama Lima, Antón Arrufat, Servando Cabrera, Antonia Eiriz, Humberto Peña y tantos otros cuya mención excedería con creces el espacio destinado a un simple artículo.
Por esta espléndida obra de destrucción, felicidades comandante.