Barack Obama dispone de un raro talento para envolver cualquier discurso —desde una propuesta muy técnica como la reforma sanitaria hasta unas negociaciones nucleares— en un relato que le otorga un significado universal. En Madrid, convirtió su visita de menos de un día, una visita de escaso calado político, en un mensaje que trascendía el momento y la anécdota.
Con una breve frase, pronunciada junto al Rey Felipe VI en el Palacio Real, lanzó un guiño a sus anfitriones, pero también habló, con palabras nuevas, del mitificado sueño americano que algunos ven peligrar. "La primera vez que estuve en Madrid no vine en el Air Force One. Era joven, llevaba una mochila a la espalda, iba andando a todas partes y comía en plan barato”, dijo.
La historia podría titularse Parábola del mochilero que regresó en el Air Force One. El año es 1988. Obama es un veinteañero confuso, en busca de su identidad. Su padre, keniano, ha muerto seis años antes. A él le crio la familia blanca de su madre. Después de trabajar unos años como activista de barrio en Chicago, el joven Barack Obama decide ampliar los estudios en la elitista escuela de derecho de Harvard. Pero antes quiere viajar a Kenia para explorar sus raíces, para aclararse consigo mismo. El periplo tiene un prólogo en Europa. Londres, París, Roma… Barack se siente un extraño en la vieja metrópoli colonial. No guardará un buen recuerdo. Y, sin embargo, en este viaje vive un momento iluminador, una especie de epifanía.
Una noche se para en un bar de carretera entre Madrid y Barcelona. Un desconocido le invita a un café. Es un inmigrante de Senegal. Juntos viajan en autobús a Barcelona. Al llegar, antes de amanecer, el desconocido le ofrece un cepillo de dientes, un peine y una botella de agua.
“¿Cómo se llamaba?”, escribió Obama en Sueños de mi padre, sus memorias, publicadas en 1995, antes de entrar en política. “Ya no lo recuerdo; solo era otro hombre hambriento lejos de su hogar, uno entre tantos hijos de las viejas colonias –Argelia, Indias Occidentales, Pakistán– que ahora rompían las barricadas de sus viejos dueños y montaban su propia andrajosa y desordenada invasión. Y sin embargo, mientras andábamos hacia las Ramblas, sentía como si lo conociera más que a cualquier hombre. Que, a pesar de venir de extremos opuestos del planeta, estábamos de alguna manera haciendo el mismo viaje”.
Aquel mochilero no regresó a España hasta el sábado a las 11 de la noche, cuando aterrizó a bordo del Air Force One, el avión presidencial. “Entonces nunca pensé que un día sería recibido por el Rey”, dijo unas horas después junto a Felipe VI.
La parábola —una parábola real, aunque las citadas memorias sean noveladas— es una actualización del tópico del muchacho que comienza vendiendo periódicos en la calle y acaba en lo más alto.
En España el narrador-en-jefe, el presidente que comunica sus ideas en relatos, dibujó el guion de una película de Hollywood, o de una historia ejemplar. El vendedor de periódicos es hoy un mochilero y el sueño americano un sueño global.
Así es como lo describió aquella breve estancia en sus memorias:
"Durante tres semanas había viajado solo, de un lado a otro del continente, en autobús y en tren sobre todo, con una guía en la mano. Tomé el té en Támesis [Londres] y vi a los niños jugar en los bosques de castaños en los Jardines de Luxemburgo [París]. Crucé la plaza Mayor en pleno mediodía, con sus sombras y los gorriones arremolinados a través de cielos cobalto de De Chirico; y la caída de la noche por el Palatino [Roma], a la espera de las primeras estrellas, escuchando el viento y sus susurros de mortalidad.
Y para el final de la primera semana o así, me di cuenta de que había cometido un error. No es que Europa no fuera hermosa; todo estaba tal como lo había imaginado. Simplemente no era la mía. Me sentía como si estuviera viviendo el romance de otra persona; el carácter incompleto de mi propia historia se interpuso entre mí y los sitios que vi como a través de una ventana de cristal duro. Empecé a sospechar que mi parada europea era sólo una forma más de retraso, un intento más para evitar reconciliarme con mi padre. Sin idioma, sin trabajo y incluso sin las obsesiones raciales a las que estaba tan acostumbrado como un signo de mi propia maduración, me había visto obligado a mirar dentro de mí y sólo había encontrado un gran vacío allí. ¿Sería este viaje a Kenia finalmente una forma de llenar ese vacío?. Para ellos, como para mí, África se había convertido en una idea más de un lugar real, una nueva tierra prometida, llena de tradiciones antiguas y amplias visiones, luchas nobles y tambores. Con el beneficio de la distancia, nos comprometimos con África en un abrazo selectivo, el mismo tipo de abrazo selectivo que una vez había ofrecido a mi padre. ¿Qué pasaría una vez haya renunciado a esa distancia?
Apagué la luz [del avión en el que viajaba de Londres a Nairobi] y cerré los ojos, dejando que mi mente viajara de nuevo a un africano que había conocido durante el viaje a través de España, otro hombre a salto de mata. Había estado esperando un autobús nocturno en un bar de carretera a mitad de camino entre Madrid y Barcelona. Unos ancianos sentados en las mesas bebían vino en vasos bajos y nublados. Había una mesa de billar a un lado, y por alguna razón, empecé a juntar las bolas y a jugar, recordando las noches con mi abuelo en los bares de la calle Hotel, con sus prostitutas y proxenetas, y el abuelo el único blanco del garito. Cuando estaba terminando, un hombre con un suéter de lana fina había aparecido de la nada y me preguntó si me podía invitar a un café.
Él no hablaba Inglés, y su español no era mucho mejor que el mío, pero tenía una sonrisa ganadora y la urgencia de una persona necesitada de compañía. De pie en la barra, me dijo que era de Senegal, y que estaba de paso en España para el trabajo de temporada. Me mostró una fotografía estropeada que guardaba en su cartera de una niña de mejillas redondas, lisas. Su esposa, dijo; había tenido que dejarla atrás. Ellos volverían a reunirse tan pronto como recopilara el dinero. Él se lo enviaría a ella. Terminamos subiendo al autobús juntos camino de Barcelona, ninguno de los dos hablaba mucho. Él se volvía a mí de vez en cuando para tratar de explicar los chistes de un programa español que reproducía una televisión con un vídeo conectado por encima del asiento del conductor. Poco antes del amanecer, nos bajamos frente a una antigua estación de autobuses, y mi amigo me hizo un gesto hacia una palmera baja, gruesa que crecía junto a la carretera. De su mochila sacó un cepillo de dientes, un peine, y una botella de agua que me entregó con gran ceremonia. Y juntos nos lavamos bajo la niebla de la mañana, antes de subirnos las mochilas por encima del hombro y dirigirnos hacia la ciudad. ¿Cuál era su nombre? No podía recordar ahora; sólo otro hombre hambriento lejos de casa, uno de los muchos hijos de ex colonias –argelinos, indios, paquistaníes– ahora saltando las alambradas de sus antiguos amos, montando su propia invasiónirregular, desordenada. Y, sin embargo, mientras caminábamos hacia las Ramblas, había sentido que le conocía como nadie; que, viniendo desde extremos opuestos de la tierra, hacíamos el mismo viaje. Cuando finalmente nos separamos, me quedé en la calle, mucho tiempo, viendo a su esbelta imagen, sus piernas arqueadas encogimiento en la distancia. Una parte de mí deseaba ir con él a una vida de carreteras abiertas y mañanas azules; otra parte de mí se daba cuenta de que tal deseo era también un romance, una idea, tan parcial como mi imagen de mi padre o mi imagen de África. Este hombre de Senegal que me había invitado a un café y me había ofrecido agua, era real, y tal vez eso era todo lo que cualquiera de nosotros tenía derecho a esperar: el encuentro casual, una historia compartida, el acto de pequeña bondad..."