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General: Testimonio: ¿Qué significa ser un productor de la revolución cubana?
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Respuesta  Mensaje 1 de 1 en el tema 
De: cubanet20  (Mensaje original) Enviado: 26/07/2016 19:06
¿Qué significa ser ‘un producto de la revolución cubana’?
“Como hija de exiliados cubanos y nieta de un capitán del Ejército Rebelde de
Fidel Castro, la revolución cubana ha moldeado mi vida, mi identidad y mi experiencia de muchas formas”.
  
abuelo-e-ermus.jpg (434×581)
Mi abuelo, Enrique Ermus. Fecha desconocida. Foto familiar.
  
           Por Cindy Ermus |  en Cuba Hoy
No hace falta ser testigo de una revolución para sentir su poder.
 
Yo no había nacido “cuando triunfó la revolución”, como dicen, en 1959. Fue uno de esos grandes acontecimientos que dividen la vida de los que lo vivieron en “antes de la revolución” y después. Pero su influencia no acaba ahí.
 
Como hija de exiliados cubanos y nieta de un capitán del Ejército Rebelde de Fidel Castro, la revolución cubana ha moldeado mi vida, mi identidad y mis experiencias de manera muy real. Hasta cierto punto, entonces, lo que sigue es un texto sobre el exilio, que espero ofrezca un vistazo a la experiencia revolucionaria, en específico al impacto de la revolución, no sólo sobre los que la vivieron, sino sobre la siguiente generación.
 
Mi abuelo parterno, Enrique Ermus, quien falleció antes que yo naciera, fue miembro del Movimiento 26 de Julio y llegó al grado de capitán en la Sierra Maestra, junto a Fidel Castro, Juan Almeida Bosque (quien asistió al funeral de mi abuelo), Ernesto “Che” Guevara y Celia Sánchez.  Fue uno de los soldados que participaron, junto con Frank País, en el Levantamiento del 30 de noviembre (1956) para apoyar la llegada del tristemente célebre yate Granma, a la provincia de Oriente (de donde son mis padres).   Es harto conocido que el Granma llevaba 82 soldados, entre ellos Fidel y Raúl Castro, Guevara, Bosque y Camilo Cienfuegos.
 
También estuvo a cargo de la prisión rebelde en la Sierra Maestra, llamada Puerto Malanga (para diferenciarla de la más antigua Puerto Boniato).  Mi abuelo era un revolucionario dedicado, pero su devoción a la revolución no llegó a su segundo hijo, mi padre, quien desde muy joven desarrollaría sentimientos igualmente fuertes contra la revolución.
 
En tres ocasiones, mi padre fue encarcelado por lo que se llamaba un “delito de CIEN”, sigla que significa Contra la Integridad y Estabilidad de la Nación. Creo entender que los “delitos” que caen bajo esta designación han cambiado algo a lo largo de los años, pero en el momento de los arrestos de mi padre en los años 1960, la sospecha de actividades o creencias contrarrevolucionarias podía significar una pena de prisión.
 
Por ejemplo, la primera vez que mi padre fue arrestado en abril de 968, tenía 15 años. Él y algunos amigos habían “planeado” escapar de la isla —aunque no había señales de que en verdad escaparían— pero cuando el hermano de uno de los amigos informó a las autoridades, mi papá fue arrestado y enviado a la Prisión de Boniato. Allí estuvo seis meses en una celda cerca de la que estuvo Fidel Castro un tiempo cuando fue arrestado tras el ataque al Cuartel Moncada (Castro menciona la prisión en su alegato ‘La historia me absolverá’). Para esa época, la celda era una atracción, como en un museo, y ya no se usaba.
 
En vez de asustarlo y hacer que entrara en razones, la experiencia de mi padre en la prisión lo convirtió en un radical anticomunista, porque allí se hizo amigo de otros presos políticos y fue testigo de los crueles abusos a los que los sometían. Así las cosas, fue arrestado dos veces más, antes de cumplir los 20 años, por planear una “salida ilegal del país”.
 
Pero fue la tercera vez la que más cicatrices dejó. Pasó cinco largos años como preso político y fue en esa ocasión que fue sometido a trabajos forzados y a abusos psicológicos de los que recientemente he comenzado a conocer un poco (me han dado pocos detalles y nunca le he pedido que me explique más). El Aparato Rojo, como le decían algunos prisioneros al sistema político, no era amable con los que se atrevían a separarse de la línea ideológica trazada.
 
Entonces, en 1979, mi padre fue uno de los aproximadamente 3,600 presos políticos a quienes se les dio el derecho de marcharse de Cuba como resultado de un acuerdo entre Fidel Castro, el gobierno del presidente Jimmy Carter y miembros del exilio cubano en 1978.  El 22 de agosto de 1979 (fecha que nunca olvidaré) mis padres llegaron a Miami desde La Habana, tras hacer escala en Jamaica, y pronto se fueron a vivir a Los Angeles, donde mi abuela paterna vivía (ella había huido de Cuba en 1967) y donde yo nací varias semanas después.
 
Tras vivir aproximadamente un año en Los Angeles, mis padres se mudaron a Miami, donde crecí. Mi padre tenía 26 años y mi madre 23, y tenía seis meses de embarazo cuando salieron de su casa en Guantánamo.  Siempre admiré su valor por dejarlo todo atrás, sus familias numerosas, mientras esperaban su primer hijo, para que yo pudiera vivir en un país donde pudiera pensar, decir y escribir lo que quisiera, libertades que no tenían en su propio país.
 
De hecho, las experiencias de mis padres me han dado una apreciación aguda de hasta dónde llegan los seres humanos para lograr ciertas libertades y escapar a la opresión, especialmente dada la experiencia de mi padre como preso político. Por eso la revolución cubana me ha afectado personalmente de muchas maneras.
 
Por una parte, determinó que yo no naciera en el mismo país que mis padres, un país por el que he sentido mucha añoranza y, por razones políticas, una sensación de distanciamiento toda mi vida. Como todos los miembros de una comunidad de exiliados, siento que parte de mí está en otra parte. En este caso, en un lugar donde nunca he estado. Por ejemplo, nunca he conocido a la mayoría de mi numerosa familia, con la que sólo he hablado por teléfono, o más recientemente, comunicado por internet. También he sido testigo del trauma emocional del exilio. Muchos de los que huyen de su país por razones políticas se sienten indebidamente obligados a marcharse. Su exilio sigue siendo un tema sensible y emotivo por el resto de sus vidas, y he visto el sufrimiento que esa añoranza puede provocar.
 
Por extensión, he aprendido que puedo ser sensible sobre preguntas o temas relacionadas con Cuba y la comunidad exiliada. Por ejemplo, después de haber escuchado tantas veces a disidentes cubanos llamar al Che Guevara un asesino a sangre fría, y de escuchar anécdotas sobre las atrocidades que cometió, no puedo menos que sentirme molesta cuando veo su imagen en camisetas y afiches, aunque solo sea porque me parece poco probable que la persona que muestra esa imagen entienda o aprecie la complicada historia del símbolo.
 
También me siento incómoda cuando veo publicidad de viajes a Cuba (fuera de Estados Unidos, naturalmente) que presentan a la isla como un paraíso turístico, donde todo el mundo es feliz y está bien alimentado. Y, extrañamente, no puedo evitar que se me salgan las lágrimas cada vez que escucho Nuestro Día (Ya Viene Llegando), del músico cubano Willy Chirino (quizás ya he dicho mucho).
 
Pero la revolución cubana me ha dado también algunas cosas positivas.
 
Por una parte, fui criada por personas que no dan su libertad por descontado y me inculcaron un profundo sentido de apreciación por mi capacidad de pensar, hablar, escribir y hacer lo que me parezca. Además, como cubanoamericana, vivo dentro en la compleja, rica y diversa experiencia de dos mundos. Culturalmente, me siento tanto cubana como estadounidense. Nací en Estados Unidos, pero crecí en la comunidad de exiliados de Miami, escuchando las discusiones sobre política en televisión el día entero, mirando Qué Pasa, USA?, escuchando a Celia Cruz y a Gloria Estefan en la radio, y disfrutando a diario de la comida cubana.
 
Lo que es más, mi primer idioma fue el español —que sigue siendo la lengua en que hablo con mi familia— pero aprendí inglés en la escuela. En mi experiencia, el bilingüismo fue cosa fácil (como sucedió con el idioma de Miami, el espanglish). No cabe duda que mi interés en la historia de las revoluciones, y como nativa de Miami, en los desastres y las ciudades portuarias, deben algo a la manera en que crecí.
 
En suma, yo soy, de muchas maneras, un producto de la revolución cubana.
 
Yo represento una de las incontables trayectorias que provocó el acontecimiento político que colocó a mi padre en una prisión e hizo que mis padres abandonaran su país natal. Yo sigo teniendo, naturalmente, una relación complicada con Cuba. Por ejemplo, siempre quise visitar el país con el que tengo fuertes lazos culturales y personales, pero hasta este día no ha sido así. Y el reciente acercamiento entre Estados Unidos y Cuba sólo ha llevado a primer plano estos sentimientos complejos, puesto que nosotros (cubanos y cubanoamericanos) hemos sido obligados a adoptar una postura sobre el controvertido tema.
 
De hecho, me han preguntado incontables veces qué pienso de todo esto, y puedo decir que difícilmente olvidaré la fecha del 17 de diciembre de 2014 (el día en que Washington y La Habana anunciaron que reanudarían las relaciones diplomáticas, y que tengo mucha esperanza en el futuro.
 
Espero que esa apertura al resto del mundo mostrará al pueblo de Cuba que las cosas pueden ir mejor, y que esto sirva para al menos algunos cambios. Como dijo recientemente en una entrevista José Daniel Ferrer, del grupo disidente Unión Patriótica de Cuba, la gente no puede querer lo que no sabe.[6]
 
Así que le doy la bienvenida a los cambios y miro al futuro.
 
       ACERCA EL AUTOR:
CINDY ERMUS ES PROFESORA ADJUNTA DE HISTORIA EN LA UNIVERSIDAD DE LETHBRIDGE EN CANADÁ, ESPECIALIZADA EN FRANCIA DEL SIGLO XVIII Y LOS MUNDOS ATLÁNTICO Y MEDITERRÁNEO.
                         
                 Fuente  en Cuba Hoy


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