La Habana no es para todos los cubanos
La Habana, ciudad prohibida para muchos cubanos
Por Abraham Jiménez Enoa
La llamada solo vino a confirmar el mal presagio que le había traído la noche. Si su esposo no estaba en casa a esa hora, pensó Gretchen, algo le tenía que haber sucedido. Cuando sonó el teléfono, Gretchen sujetó fuerte el sillón con la mano que le quedaba libre y escuchó:
-Soy yo, tu cuñado. Mira, ayer al mediodía se llevaron preso a Junior. Pero estate tranquila, él no hizo nada, estaba conmigo almorzando en el portal de la casa de Alfredo y una patrulla de policía parqueó delante de nosotros y nos pidió el carnet de identidad. Vieron que él era de Santiago de Cuba y lo detuvieron.
Esa misma noche de lunes, Junior Medina fue trasladado de la estación de policía de la Habana Vieja a la prisión del Vivac.
A primera hora del martes, Gretchen sale de su casa en el Diezmero con sus tres hijos: dos niñas (11 y 7 años) y con el varoncito de un mes y medio de nacido (hijo único de Junior). Toma el transporte público hasta la casa de su madre en el “Canal” del Cerro, quien le cuida a los niños, y luego sigue al Vivac con su cuñado.
Para llegar al Vivac hay que salir del centro de la urbe y alcanzar la estrechísima y transitada Calzada de Bejucal, en las afueras de La Habana. Después del tercer entronque, a la derecha, hay coches de caballos que alquilan su servicio hasta el centro penitenciario.
La carretera es áspera, de una tierra amarillosa que ha teñido las piedras del camino. Los coches no paran de estremecerse en el terraplén. Bajo la única sombra que asomaba en los alrededores, debajo de una ceiba que crece al costado del Vivac, encontré a Gretchen: derritiéndose de calor junto al hermano de Junior y otra señora que debía esperar hasta las dos de la tarde para ver a su hijo, encarcelado por portar un machete en la vía pública.
A esa altura, a Gretchen ya le habían comunicado que, efectivamente, Junior estaba tras las rejas desde el día anterior, que podría pasar a verlo y, además, le dijeron que no había marcha atrás: Junior no tiene residencia temporal ni transitoria en La Habana y, por lo tanto, pasado las 72 horas de estancia en la capital, como dicta el artículo 8 del decreto ley 217 de 1997 del Consejo de Ministros, sería deportado hacia su ciudad natal por no tener reconocido el derecho legal de permanecer en la capital del país.
Dice el decreto ley 217 groso modo:
-Pagará una multa de 300 pesos: el individuo que haya nacido fuera de La Habana y resida de carácter permanente en la ciudad sin que se le haya reconocido ese derecho legal.
-Pagará una multa de 200 pesos: el individuo que haya nacido fuera de La Habana y resida de carácter permanente en la ciudad y no se inscriba en la oficina nacional del carnet de identidad.
-Pagará una multa de 500 pesos: el titular de la vivienda que permita que radique en ella algún individuo que haya nacido fuera de La Habana y no haya realizado los trámites legales -si la vivienda reside en los municipios Habana Vieja, Centro Habana, Cerro o 10 de Octubre, la multa a pagar ascenderá a 1000 pesos-.
Los migrantes en caso de ser detectados por las autoridades tendrán la obligación de regresar a su lugar de residencia legal.
Entre el mediodía y las dos la tarde, el policía que custodia la entrada de la prisión tiene mucho trabajo. Primero, un Hyundai con chapa de renta de autos gira en U delante de las rejas y levanta una polvareda inmensa. Se bajan cuatro hombres que intentan infructuosamente pasarle algo de comida a algún familiar preso por intento de salida ilegal del país por vía marítima. El auto arranca y se marcha. Deja aún más polvo en el aire, como para hacer saber su disgusto.
Luego, llega una mujer y, mediante otro policía, logra pasarle una caja de cigarros y un pulóver limpio al esposo, quien también será deportado dentro de unos días, por vender palos de escobas sin licencia. Después, se acercan dos mujeres que llevan de la mano a un niño pequeño. Hablan con el policía y éste busca algún nombre en una lista y les indica que esperen un instante. No pasan cinco minutos y otros dos tipos con acento oriental también se acercan a las rejas y dialogan. El policía juguetea verbalmente con ellos, parecen conocerse de visitas anteriores.
El policía no parece un policía. No lleva pistola ni tonfa ni spray ni esposas en el cinto. La camisa ajustada al cuerpo y el pantalón ancho. Pasa más tiempo sin gorra que con ella, a pesar del picante sol. Cuando no hay nadie para atender, cuando no tiene que escuchar nombres y buscar en la lista de detenidos, saca su celular de carcasa rosada y se pone a trastearlo.
Olvidando su propio acento oriental, me dice tras unos balaustres blancos: “para aquí traen a todos los orientales que van a deportar, todos los orientales que andan en La Habana sin permiso. Todos los viernes sacamos dos guaguas de 45 asientos. Además, al principio y al final de cada mes un vagón del tren de Santiago va lleno con gente que nosotros mandamos”.
Justo al lado de la terminal de ferrocarriles “La Coubre” se encuentra la unidad de la policía ferroviaria, que es la encargada de velar por la tranquilidad ciudadana dentro de los vehículos y de transportar a los deportados hacia sus provincias.
El mayor Febles, jefe de la policía ferroviaria de La Habana, dice: “La mayoría de estos individuos son detenidos por fechorías que ya se han investigado. Hay un extremo control en cada uno de los barrios. A nosotros nos los entregan cuando van a montarse y nosotros los volvemos a entregar una vez llegado su destino, nosotros no sabemos por qué han llegado aquí ni que es lo que sucede antes. Ellos no pueden salir de su vagón, pero no van esposados ni son maltratados en el trayecto”.
Sobre las condiciones de la prisión del Vivac, el policía de la entrada dice: “esto es un hotelito, está mejor que muchas casas de la gente que traen. Son naves alargadas divididas en calabozos pero que tienen colchón de esponja, televisor plasma y agua todo el día. Los detenidos tienen derecho a una visita de 10 minutos cada siete días”.
Finalmente, a las dos de la tarde, el policía sale de la sombra y manda pasar a todos los familiares que esperan la visita fugaz de 10 minutos. Los llevan a un local y ahí esperan a los detenidos.
Llegan esposados de dos en dos, un envoltijo circense. Cuatro manos entrelazadas en metal, cruzadas por arriba y por abajo entre las cadenas sueltas que cuelgan. Cuando caminan hacia sus familiares, el silencio estremece. Solo se oyen pasos. Los pasos acompasados de los detenidos que miden sus zancadas para evitar que sus rodillas choquen y caigan al suelo. Lo otro que se escucha es el estridente chirrido metálico de las esposas cuando aprietan las muñecas y rozan entre ellas.
Les sueltan las manos y el reloj empieza a correr. Incluso antes de saludar a Gretchen, Junior pregunta por su hijo. Gretchen le dice. A Junior se le aguan los ojos.
Hace un año atrás, Gretchen y Junior perdieron un bebé de un año. El niño jugaba descalzo en el piso de la sala y agarró el cable pelado de un ventilador. El artefacto hizo un corte y el bebé se electrocutó. (Más adelante, a Junior le permitirán otra visita extra antes de ser deportado hacia Santiago para que pueda ver a su hijo de un mes y medio de nacido.)
En 10 minutos, Junior no puede tomarse todo el café que hubiese querido ni puede probar el arroz congrí y la carne de cerdo que Gretchen y el hermano le han traído en un pote plástico. El policía nunca se aparta de su lado. Antes de marcharse, Junior le dice a Gretchen:
-Ah, también debo pagar una multa de 3000 pesos en Santiago por carretillar sin licencia aquí en La Habana.
Desde hace un par de décadas, La Habana comenzó a superpoblarse. El superior desarrollo económico y social de la ciudad comparado con el del resto de las provincias del país provocó un éxodo sustancial de las zonas rurales a la urbe. Al punto de que, según la Oficina Nacional de Estadísticas, en La Habana se reúnen el 41 % del total de inmigrantes de toda la nación y de la zona oriental proviene el 57 % de los emigrantes que se dispersan por el resto del país.
De ahí viene el florecimiento de los llamados “llega y pon” y de los barrios insalubres que han surgido en la capital, en gran medida poblados por migrantes. El último censo de población y viviendas realizado en 2012 indicó que más de 518 mil personas nacidas en otras provincias se encontraban en La Habana.
Según la Oficina Nacional de Estadísticas, de la década del noventa a la fecha, La Habana aumentó de 1 millón de habitantes a 2.1 millones.
Como cada viernes, rayando las 9 de la mañana se abre el portón de la prisión del Vivac para dar entrada a los dos ómnibus que transportarán a los detenidos de la semana. A la distancia, tras los balaustres de la puerta uno puede divisar cómo un policía, lista en mano, va nombrando a los detenidos y, según son enunciados, éstos suben a la guagua. Los ubican por provincia, en orden inverso al trayecto. Los primeros que suben, bajan de último.
Junior Medina va en el primero de los Transmetros y tiene la suerte de alcanzar ventanilla. El viaje será largo: 765 km. Todos los santiagueros van al final de la guagua y a la izquierda. Les tocó el lado del sol en la mañana, en la tarde les tocará la sombra de la carretera.
Junto a Junior viaja Pacho. Un negro rasta de 37 años con muelas de oro. Pacho nunca se quita su gorro –ni en los cinco días que estuvo en el Vivac, ni durante el viaje, ni en su casa en el barrio “Camino de la isla”, en la periferia de Santiago de Cuba–, un gorro con los colores de la bandera jamaicana que le acomoda su enorme pelambre de años.
Pacho vive en una casa de madera jorobada, como la Torre de Pisa. Pacho anda en chancletas, con una media sí y otra no. Hace unos meses, Pacho tropezó con una piedra y se lastimó uno de sus dedos. La herida se le complicó por exceso de nicotina en el organismo y le tuvieron que extirpar uno de sus dedos.
–Yo vendía sillones de suiza por la calle Monte y la suiza sola también. En la fábrica me las vendían por detrás del telón y les sacaba el doble de lo que invertía. Por las noches me iba a Alamar y le pagaba a un custodio 10 pesos por dejarme dormir en uno de los carros hasta las 4 de la madrugada porque no tenía dónde quedarme.
Esta es la segunda vez que deportan a Pacho. Dice que no piensa volver a “luchar” a La Habana porque no se siente bien de salud. La vez anterior lo regresaron en tren, Pacho llegó a Santiago de Cuba a las 2 de la madrugada. Fue a su casa, le dio un beso a su madre. Y a las 5 de la madrugada ya estaba de regreso a la capital en una guagua de la terminal de ómnibus provinciales.
Detrás de Junior, en la Transmetro, va sentado Piquirí. Negro, delgado, de 31 años. Su piel es un periódico. Por todos lados tiene tatuajes a los que se les nota el poco rigor en el trazo y la mala calidad de la tinta. Una hoja de marihuana en el hombro derecho, una palabra en inglés que no logro descifrar y que le cruza el estómago, frases en los antebrazos, en la nuca, en los muslos y en sus dos bíceps femorales.
Piquirí vive cerca de casa de Pacho, a un par de cuadras de distancia. De ahí que en La Habana se dedicaran a lo mismo: la venta de sillones de suiza.
–Los Castros son unos chantajistas –dice–. ¿Tú sabes lo que es ser un ilegal en tú propio país? Uno no puede estar en la capital de su país, tenemos que andar con miedo, los policías viven para identificar a los que no son habaneros y ellos son orientales igual que nosotros. A mí me recogieron por el Capitolio en un operativo de la policía, andaban en un camión echando gente para arriba como unos locos. Ese día a todo el que veían con pinta de oriental, lo paraban y si no tenías la dirección de La Habana, te cargaban.
Antes de que lo deportaran, Piquirí comenzó una relación con una muchacha habanera, pero por el tema de su estatus legal ve muy difícil que lleguen a algo.
–Para vivir allá tendría que casarme con ella y solo llevamos un mes. Con eso ella no tiene potestad en su casa para inscribirme en la vivienda.
En la misma fila de Junior, pero al final, en el último asiento doble y sin compañía, va Luis Sarmiento de 55 años. Luis está tan ebrio que casi no habla y lo poco que habla no se le entiende. Tiene el rostro estrujado, repleto de arrugas que parecen montañas en su cutis ambarino.
En el barrio del plan Novoa en Santiago, a Luis todos lo conocen como “Luis el borracho”. Lleva tiempo yendo y viniendo a La Habana para ganarse la vida.
–Lo que estaba haciendo antes de que me deportaran era vender viandas, pero bueno pasó y ya. No soy un criminal por eso. No es la primera vez que me deportan, ya perdí la cuenta, yo creo que llevo más de 20 años en esto.
Mientras toma ron en una acera con otros amigos del barrio, Luis corta la conversación. Dice que no quiere decirme más nada y que no me llevará a su casa como me había prometido minutos antes.
–Yo estuve preso ya por esto y no quiero virar para allá adentro por tu culpa.
En los primeros asientos de la banda izquierda de la guagua va sentada Glenda de 26 años. Alta, negra, de cara alargada y trenzas postizas que le caen por toda la espalda. Esta es la segunda vez que la deportan. Dice que le han puesto una carta de advertencia y que si la vuelven a detener, irá a prisión por cuatro años.
Junior me cuenta que Glenda, durante el viaje, habló poco con la gente, que estuvo todo el tiempo mirando por la ventanilla, como buscando algo o a alguien.
A Glenda la deportan por prostituirse. Por caminar en las noches y pararse en avenidas céntricas de la ciudad y hacerle señas a los chóferes de carro o esperar que algún interesado requiera su servicio durante un tiempo que negociarán previamente.
Glenda ya trabaja sola. La primera vez que fue a La Habana no sabía que terminaría en lo que ha terminado.
–Era más niña y me guié por una amiga que ahora está presa. No encontré trabajo y tuve que meterme en esto. Al principio fue más duro porque entré en esa mierda de Monte y Cienfuegos y no cobraba casi nada, todo lo que hacía se lo llevaba mi novio –recuerda.
El novio de Glenda no era su novio, era su proxeneta, el de ella y el de otras diez muchachas que también habían llegado a La Habana a ganarse la vida con su cuerpo. Desde que caía la noche, todas se tenían que reunir en uno de los tantos solares que alrededor de las calles Monte y Cienfuegos fungen como posadas.
Dice Glenda que había días que no venía nadie y como no se acostaba con ningún tipo no cobraba y no tenía qué comer. Otros días, venían los tipos y no tenía suerte y no la escogían. Pero también había días que estaba con más de cuatro en menos de tres horas.
Monte y Cienfuegos funciona de la siguiente manera: los propios proxenetas caminan buscando quienes quieran acostarse con “sus” chicas, se pasean pregonándolas en voz baja como si estuvieran vendiendo cucuruchos de maní tostado; los más vagos y rudos ni siquiera se levantan. Aguardan en la propia posada y tienen gente que buscan clientes por ellos.
Cuando aparece alguno, lo hacen pasar por un pasillo estrecho lleno de habitaciones con puertas de madera o cortinas de tela. Dentro, camas cubiertas con sabanas amarillas. En el medio del pasillo, aguardan sentadas todas las chicas que en ese momento no tienen trabajo. Cuando el proxeneta llega con el cliente, todas se ponen de pie como un resorte, como si hubiese llegado un general y ellas fueran soldados rasos. Atacan al cliente con la mirada, lo sonsacan con gestos, se meten los dedos en la boca, se viran de costado y empiezan a provocar con frases hechas.
El cliente escoge con quien querrá irse a alguna habitación, pero antes tendrá que pagar cinco CUC al “novio”, de los que solo dos serán para la chica escogida.
Glenda es una de las hijas jimaguas de la enfermera del consultorio médico del barrio del plan Novoa. Ya no vive con su madre ni con su hermana. Han dividido la casa y Glenda vive con su hija de un año y siete meses.
En la guagua, delante de Junior Medina va Ever, un mulato intranquilo de 34 años que no para de hablar. Ever tiene la cara cortada y se cree un desdichado por cómo le va la vida. Ever no esconde las cosas, no se anda con máscaras, confiesa que es un jinetero como si la profesión existiera en las universidades y él fuera doctor honoris causa.
Ever vive en Santa Elena, una ciudadela pobre de Santiago de Cuba. En Santa Elena las calles no están asfaltadas, los niños juegan descalzos y es más fácil fumarse un porro de marihuana que encontrar algún sitio donde vendan un pomo de agua natural.
Hace cuatro años que la familia de Ever no tiene casa. El ciclón Sandy, que arrasó con la provincia en aquel entonces, dejo caer una palma encima del techo de su antiguo hogar y lo hizo añicos. El gobierno nunca les dio albergue ni otro techo donde guarecerse y desde entonces viven en una carpintería que ocuparon. La carpintería no tiene baño y no tiene la mitad del techo. Es decir, Ever y su familia viven a la intemperie.
–El sueldo en Cuba no te alcanza ni para comprarte un par de chancletas. Por eso me voy para Santa Lucía, Pesquero, Varadero, y me busco la vida, porque si vienes a La Habana te pasa lo que me acaba de pasar: santiaguero y deportado. Lo mío es la playa, la arena.
Ever nunca va a La Habana y ahora que lo hizo le fue mal. Pretendía comprar mercancías, con un dinero que sacó de las arenas de Varadero, y luego venderlas en Santiago.
–Entro a la arena sobre las 9:30 de la mañana y empiezo a caminar. No llevo nada pero le voy proponiendo a los yumas (extranjeros) desde un tabaco hasta una mujer. Yo hablo italiano y algo de francés, lo aprendí en la calle trabajando en esto mismo. Para entrar la mercancía a la arena con los pedidos hay que vigilar siempre porque los guardias están a la viva.
Cuando está trabajando, Ever se pone un short de mezclilla ripiado, unas chancletas gastadas y algún pulóver viejo. Una imagen que le vale para decirle a los extranjeros que “en Cuba se vive mal, que pasamos trabajo y así intento que ellos me den algo de ropa, lo que sea, también les digo que tengo dos chamacos, que tengo a la pura jodida”.
Ever no tiene hijos, solo un sobrino. Y su madre, a pesar de no tener techo en su casa, goza de perfecta salud.
–En Varadero me quedaba a dormir en la playa hasta el amanecer en unos cartones que tiraba en la arena. Para comer le daba 1 CUC a los trabajadores de los hoteles y me sacaban una lata de comida de las mesas bufet o le pedía a los turistas que me dieran un sándwich o cualquier otra cosa que pudieran.
En temporada alta, con la playa cargada de policías, Ever no puede dormir en la arena. Va por la noche a algún edificio chiquito y le explica su situación al custodio, le deja algo de dinero, su carnet de identidad para que vea que no tiene intenciones de robar, y sube y se acuesta en el piso de la última planta.
En el “Canal” del Cerro, muy cerca de la casa de la madre de Gretchen, arrancan los tambores de un toque de santo. La calle está congestionada, la gente no cabe en la acera ni en la casa donde le rinden pleitesía a la deidad de turno. Hay hombres y mujeres tomando ron y cerveza, vestidos con trajes de colores de la religión yoruba. Hay un niño que baila. Hay dos perros que pelean en la otra esquina.
En el barrio no hay luz desde las 8 de la mañana y ya casi cae la noche. Para llegar a la casa de Bárbara, madre de Gretchen, hay que subir una escalera de caracol. En la azotea, huyéndole al calor de la mampostería, el padre de Gretchen intenta dormir a su nieto de mes y medio.
Dentro de la casa, Bárbara, Gretchen, el hermano de Junior y unos amigos de la familia celebran la noticia: Junior llamó de Santiago para decir que ya estaba en la calle, que su otro hermano había pagado la multa de 3000 pesos y después de algunas horas lo habían puesto en libertad.
Esa misma noche, Bárbara, que es espiritista, tiene un sueño, y en el sueño sus muertos le hablan de varias cosas, que ella asocia con los números de la charada. Al otro día juega dos números y se saca la lotería. Uno de los números es el 41: prisión.